Tardó sólo unos minutos en comprar los bocadillos y las bebidas. Salió corriendo del mercado y mientras cruzaba Holland Park Avenue, vio que un autobús con el número 94 estaba reduciendo la velocidad al llegar a su parada, por lo que esprintó y logró saltar adentro antes de que se cerraran las puertas. Ya había olvidado sus planes para ese día y estaba pensando en la más exigente tarea que le esperaba, la de aumentar su fama en la Brigada. Le preocupaba, aunque sólo ligeramente, que esta euforia, la sensación de que el futuro inmediato rebosaba de excitación y desafíos, dependiera de un cadáver desconocido que se estaba poniendo rígido en una casa solariega de Dorset, dependiera de la pena, la angustia y el miedo. Admitía, y no sin un pequeño arrebato de mala conciencia, que sería decepcionante llegar a Dorset y enterarse de que, después de todo, era sólo un asesinato común y corriente y que el autor ya había sido identificado y detenido. Nunca había sucedido, y sabía que era improbable. Nunca llamaban a la Brigada para que se encargara de un asesinato del montón.
De pie junto a las puertas del autobús, esperó impaciente que se abrieran, y acto seguido echó a correr hasta su edificio de apartamentos. Tras pulsar el botón del ascensor, permaneció sin aliento escuchándolo mientras bajaba. Fue entonces cuando cayó en la cuenta, sin que le importara lo más mínimo, de que se había dejado en el autobús la bolsa con las verduras orgánicas cuidadosamente escogidas.
Era la una y media, seis horas después del descubrimiento del cadáver, pero para Dean y Kimberley Bostock, que estaban esperando en la cocina hasta que llegara alguien que les dijera qué hacer, la mañana se hacía eterna. Este era su dominio, el lugar donde se encontraban como en casa, con todo bajo control, nunca agobiados, sabiendo que eran valorados aunque las palabras no se pronunciaran a menudo, confiados en sus aptitudes profesionales, y sobre todo juntos. Pero ahora iban de la mesa a los fogones como aficionados desorganizados en un entorno desconocido e intimidante. Como si fueran autómatas, habían deslizado por encima de la cabeza las cintas de sus delantales de cocina y se habían puesto el gorro blanco, pero no habían trabajado mucho. A las nueve y media, y a petición de la señorita Cressett, Dean había llevado cruasanes, mermelada corriente y de naranjas amargas y una jarra grande de café a la biblioteca, pero al ir a retirar después los platos advirtió que estaba casi todo intacto, aunque se había acabado el café, cuya demanda parecía no tener fin. Cada dos por tres aparecía la enfermera Holland para llevarse otro termo. Dean empezaba a pensar que estaba encarcelado en su propia cocina.
Notaban que la casa estaba envuelta en un silencio inquietante. Incluso había amainado el viento, sus ráfagas moribundas parecían suspiros desesperados. Kim estaba avergonzada por su desmayo. El señor Chandler-Powell había sido muy amable y le había dicho que no volviera a trabajar hasta que se encontrara bien, pero ella se alegraba de volver a estar en su sitio, con Dean en la cocina. El señor Chandler-Powell tenía la cara cenicienta, parecía más viejo y, por alguna razón, distinto. A Kim le recordó el aspecto de su padre cuando regresó a casa después de su operación, como si se le hubiera agotado la fuerza y algo más vital que la fuerza, algo que volvía a su padre único. Todos habían sido considerados con ella, pero tenía la sensación de que esta deferencia había sido expresada con sumo cuidado, como si cualquier palabra pudiera ser peligrosa. Si se hubiera producido un asesinato en su pueblo, qué diferente habría sido todo. Los gritos de horror e indignación, los brazos consoladores a su alrededor, la calle entera volcada en su casa para verla, para enterarse y lamentar, una confusión de voces preguntando y especulando. Las personas de la Mansión no eran así. El señor Chandler-Powell, el señor Westhall y su hermana y la señorita Cressett no mostraban sus sentimientos, cuando menos no en público. En cualquier caso, tendrían sentimientos, como todo el mundo. Kim era consciente de que lloraba con demasiada facilidad, pero seguramente ellos también lloraban a veces, aunque parecía una presunción indecorosa imaginarlo siquiera. Los ojos de la enfermera Holland estaban rojos e hinchados. Tal vez había llorado. ¿Porque había perdido una paciente? Pero ¿no estaban las enfermeras acostumbradas a estas cosas? Deseaba saber qué estaba pasando fuera de la cocina, que, pese a su tamaño, se había vuelto claustrofóbica.
Dean le había explicado que el señor Chandler-Powell les había hablado a todos en la biblioteca. Les dijo que estaba prohibido ir al ala de los pacientes y tomar el ascensor, si bien la gente debía seguir con sus actividades habituales en la medida de lo posible. La policía querría interrogar a todos, pero recalcó que, entretanto, era mejor que no hablaran entre ellos sobre la muerte de la señorita Gradwyn. No obstante, Kim sabía que sí hablarían, si no en grupo al menos en parejas: los Westhall, que habían regresado a la Casa de Piedra; la señorita Cressett con la señora Frensham; y seguramente el señor Chandler-Powell con la enfermera. Mog probablemente se quedaría en silencio -si le convenía, podía-, y no era capaz de imaginar a nadie hablando de la señorita Gradwyn con Sharon. Si ésta entraba en la cocina, ella y Dean desde luego no lo harían. Pero ella y Dean habían hablado, en voz baja, como si así de algún modo sus palabras se volvieran inocuas. Y ahora Kim no podía aguantarse las ganas de volver sobre el mismo tema.
– Supongamos que la policía me pregunta qué pasó cuando subí el té a la señora Skeffington. ¿Debo contarles todos los detalles?
Dean intentaba tener paciencia. Ella lo notó en su voz.
– Kim, esto ya lo hemos aclarado. Sí, debes contarlo todo. Si ellos hacen una pregunta directa, hemos de responder y decir la verdad, de lo contrario podemos vernos en un aprieto. Pero lo que pasó no es importante. Tú no viste a nadie ni hablaste con nadie. Las preguntas no tendrán nada que ver con la muerte de la señorita Gradwyn. Podrías armar un lío sin motivo alguno. Quédate tranquila hasta que pregunten.
– ¿Seguro que cerraste la puerta?
– Sí. Pero si la policía empieza a darme la lata con eso, a lo mejor acabo no estando seguro de nada.
– Está todo muy tranquilo -dijo Kim-. Pensaba que a estas horas ya habría llegado alguien. ¿Por qué hemos de estar aquí solos?
– Nos han dicho que siguiéramos con nuestro trabajo -dijo Dean-. La cocina es donde trabajamos. Éste es tu sitio, aquí conmigo.
Se acercó sin hacer ruido y la abrazó. Se quedaron inmóviles durante un minuto, sin hablar, y eso la consoló.
Tras soltarla, él dijo:
– En todo caso, deberíamos pensar en el almuerzo. Ya es la una y media. Hasta ahora sólo han tomado café y galletas. Tarde o temprano querrán algo y no les apetecerá estofado.
El estofado de buey había sido preparado el día anterior y estaba listo para ser recalentado en el horno inferior de la cocina tradicional de hierro fundido. Había suficiente para todos y para Mog, cuando éste llegara de trabajar en el jardín. Pero ahora a Kim el intenso olor le daba náuseas.
– No, no querrán nada pesado -dijo Dean-. Podría hacer sopa de guisantes. Nos queda caldo del hueso de jamón. Y luego quizá bocadillos, huevos, queso… -Se le fue apagando la voz.
– Pero no creo que Mog haya ido a buscar pan -dijo Kim-. El señor Chandler-Powell ha dicho que nos quedásemos aquí.
– Podríamos hacer un poco de pan de soda; siempre tiene éxito.
– ¿Y qué hay de los policías? ¿Qué tenemos para ellos? Decías que, cuando llegara, al inspector Whetstone no le darías más que café, pero están los que vienen de Londres. Es un largo trecho.
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