P. James - Muerte en la clínica privada

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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– No sé. Tendré que preguntarle al señor Chandler-Powell.

Y entonces Kim se acordó. Qué raro, pensó, que se le hubiera olvidado. Dijo:

– Era hoy cuando íbamos a decirle lo del bebé, después de la operación de la señora Skeffington. Ahora lo saben y no parecen preocupados. La señorita Cressett dice que en la Mansión hay sitio de sobra para el niño.

Kim pensó que detectaba una pequeña nota de impaciencia, incluso de satisfacción contenida, en la voz de Dean.

– No es cuestión de decidir si queremos quedarnos aquí con el bebé cuando ni siquiera sabemos si la clínica continuará funcionando. ¿Quién querrá venir aquí ahora? ¿A ti te gustaría dormir en esa habitación?

Mirándole, Kim advirtió que los rasgos de Dean se endurecían por momentos, como en actitud resuelta. De pronto se abrió la puerta, y ambos se volvieron para verse frente al señor Chandler-Powell.

5

Chandler-Powell miró el reloj y vio que era la una cuarenta. Quizá debería hablar con los Bostock, que estaban encerrados en la cocina. Tenía que comprobar de nuevo si Kimberley se había recuperado del todo y si estaban pensando en la comida. Nadie había comido todavía. Las seis horas transcurridas desde el descubrimiento del asesinato habían parecido una eternidad en la que se recordaban con claridad pequeños episodios inconexos en una pérdida de tiempo no registrado: cuando precintó la habitación del asesinato, tal como había ordenado el inspector Whetstone; cuando encontró el rollo más ancho de cinta adhesiva en lo más recóndito de su escritorio; cuando por descuido no fijó el extremo de modo que saltó y la cinta se volvió inservible; cuando Helena la tomó de sus manos y se encargó de ello; cuando, a sugerencia de ella, marcaron la cinta con iniciales para asegurarse de que nadie la tocaba. No había sido consciente de la luz en aumento, de la oscuridad total convirtiéndose en una gris mañana de invierno, de las ráfagas ocasionales de viento agonizante, como disparos erráticos. Pese a los fallos de memoria, la confusión del tiempo, confiaba en haber hecho lo que se esperaba de él: afrontar la histeria de la señora Skeffington, examinar a Kimberley Bostock y dar instrucciones para su cuidado, intentando que todos mantuvieran la calma mientras esperaban ansiosos a que llegara la policía local.

El olor a café caliente que invadía la casa parecía intensificarse. ¿Por qué siempre lo había considerado tan reconfortante? Se preguntó si volvería a olerlo sin sentir una punzada recordatoria del fracaso. Caras familiares se habían convertido en rostros de desconocidos, en caras esculpidas como las de los pacientes que soportan un dolor inesperado, en caras fúnebres tan anormalmente solemnes como las de dolientes que recobrasen la adecuada compostura para las exequias de alguien poco conocido, poco llorado, pero a quien la muerte atribuía un poder aterrador. La cara abotagada de Flavia, con los párpados hinchados, los ojos apagados por las lágrimas. De todos modos, en realidad no la había visto llorar, y las únicas palabras de ella que recordaba le habían parecido insufriblemente irrelevantes.

– Hiciste un magnífico trabajo. Ahora ella nunca lo verá, con lo mucho que había esperado. Todo ese tiempo y ese talento desperdiciados, desperdiciados sin más.

Ambos habían perdido una paciente, la única muerte producida en la clínica de la Mansión. Las lágrimas de ella, ¿eran de frustración o de fracaso? Difícilmente serían de pesar.

Y ahora tenía que ocuparse de los Bostock. Debía afrontar su petición de palabras tranquilizadoras y de consuelo, tomar decisiones sobre asuntos al parecer intrascendentes pero que para ellos no lo eran. En la reunión de las ocho y cuarto en la biblioteca había dicho todo lo necesario. Al menos había asumido la responsabilidad. Se había propuesto ser breve y había sido breve. Su voz había sido tranquila, terminante. Ahora todos estaban enterados de la tragedia que afectaría a sus vidas. La señorita Rhoda Gradwyn había sido hallada muerta en su habitación a las siete y media de esa mañana. Había ciertos indicios de que la muerte no había sido natural. Bueno , pensó, esto era una manera de decirlo. Habían llamado a la policía, y un inspector de la fuerza local venía de camino. Como es lógico, todos colaborarían con las investigaciones policiales. Entretanto, debían estar tranquilos, abstenerse de chismorreos y especulaciones y seguir con sus tareas. Qué tareas exactamente, se preguntó. La intervención de la señora Skeffington había sido anulada. Habían telefoneado al anestesista y al personal de quirófano; Flavia y Helena se habían encargado de eso. Y tras este breve discurso, evitando preguntas, había abandonado la biblioteca. Pero esta forma de irse, con todas las miradas posadas en él, ¿no había sido un gesto histriónico, un modo de eludir responsabilidades de forma deliberada? Recordaba haberse quedado un momento al otro lado de la puerta, como un desconocido en la casa que se preguntara adonde ir.

Y ahora, sentado a la mesa de la cocina con Dean y Kimberley, tenía que mostrar interés por la sopa de guisantes y el pan de soda. Desde el mismo instante en que entró en la estancia que casi nunca tenía necesidad de visitar se sintió tan inepto como intruso. ¿Qué palabras de tranquilidad, de consuelo, esperaban de él? Las dos caras frente a la suya, como niños asustados, buscaban la respuesta a una pregunta que no tenía nada que ver con la sopa ni con el pan.

Dominando su irritación ante la obvia necesidad de ellos de recibir instrucciones firmes, estuvo a punto de decir «haced lo que mejor os parezca», cuando oyó los pasos de Helena. Había llegado silenciosamente detrás de él. Y ahora oía su voz.

– Sopa de guisantes es una gran idea, caliente, nutritiva y reconfortante. Como ya tenéis el caldo, se puede hacer en un momento. Vayamos a lo sencillo, ¿de acuerdo? No quiero que esto parezca una fiesta parroquial de la cosecha. Servid el pan de soda caliente y con abundante mantequilla. Una tabla de quesos sería un buen complemento de las carnes frías, pero no os paséis. Haced que parezca apetitoso, como de costumbre. Nadie tiene hambre, pero la gente ha de comer. Sería una buena idea sacar la crema casera de limón de Kimberley y mermelada de albaricoque con el pan. Las personas en estado de shock a menudo tienen ganas de algo dulce. Y ya podéis ir trayendo café, muchísimo café.

– ¿Hemos de dar de comer a la policía, señorita Cressett? -preguntó Kimberley.

– Yo diría que no. Pero lo sabremos a su debido tiempo. Como sabéis, no será el inspector Whetstone quien se encargue de la investigación. Viene una brigada especial de la Policía Metropolitana. Imagino que comerán por el camino. Habéis estado magníficos, los dos, como siempre. Es probable que durante un tiempo llevemos todos una vida algo alterada, pero sé que sabréis afrontarlo. Si tenéis dudas o preguntas, venid a verme.

Más tranquilos, los Bostock murmuraron su agradecimiento. Chandler-Powell y Helena se fueron juntos.

– Gracias. Tenía que haberte dejado los Bostock para ti -dijo él intentando sin éxito inyectar calidez a su voz-. ¿Y qué demonios es el pan de soda?

– Se hace con harina integral y sin levadura. Aquí lo has comido a menudo. Te gusta.

– Al menos hemos resuelto la próxima comida. Me da la sensación de que he dedicado la mañana a insignificancias. Pido a Dios que este comandante Dalgliesh y su brigada lleguen de una vez y se pongan a investigar. Hay una distinguida patóloga forense perdiendo el tiempo por ahí esperando que Dalgliesh se digne llegar. ¿Por qué no puede ella empezar su trabajo? Y seguro que Whetstone tenía algo mejor que hacer que estar aquí de plantón.

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