P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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Luego ella llamó a Benton, y en cuestión de veinte minutos se había cambiado y puesto los pantalones de tweed y la chaqueta que solía llevar cuando se trataba de un caso en territorio rural. Siempre tenía lista una bolsa de viaje con otra ropa que pudiera necesitar. Comprobó rápidamente las ventanas y los enchufes, cogió el kit, hizo girar las llaves en las dos cerraduras de seguridad y se puso en camino.

3

La llamada de Kate al sargento Francis-Benton-Smith se produjo mientras éste se hallaba comprando en el mercado de campesinos de Notting Hill. Había planeado cuidadosamente la jornada y tenía el excelente humor de un hombre con ganas de disfrutar de un merecido día de descanso que auguraba más placer por la actividad que por el descanso. Había prometido preparar el almuerzo a sus padres en la cocina de su casa de South Kensington, a continuación pasaría la tarde en la cama con Beverley en el piso que ella ocupaba en Shepherd's Bush, y pensaba terminar lo que se anunciaba como una perfecta mezcla de deber y placer llevándola a ver la nueva película que ponían en el Curzon. Para él, el día también sería una celebración privada de su reciente rehabilitación como novio de Beverley. La ubicua palabra le molestaba un poco, pero parecía inadecuado describirla como su amante, pues ello le sugería un mayor grado de compromiso.

Beverley era actor -ella insistía en que no la podían definir como actriz-, y se estaba abriendo camino en la televisión. Desde el principio dejó claro cuál era su prioridad. Le gustaba variedad en sus novios, pero en cuanto a la promiscuidad era tan intolerante como un predicador fundamentalista. Su vida sexual era una procesión estrictamente cronológica de aventuras individuales, pocas, como explicó consideradamente a Benton, y con ninguna esperanza de que durasen más de seis meses. Pese a la delgadez de su cuerpo, robusto y bien proporcionado, le encantaba comer, y él sabía que parte de su éxito con ella se debía a las comidas, fuera en restaurantes cuidadosamente elegidos que a duras penas se podía permitir, o, si ella lo prefería, preparadas por él en casa. Este almuerzo, al que ella había sido invitada, estaba planeado en parte para recordarle a Beverley lo que se había estado perdiendo.

El había visto a los padres de ella una vez y sólo un rato, y le sorprendía que esa pareja sólidamente cebada, convencional, bien vestida y físicamente anodina, hubiera engendrado una chica tan exótica. Le encantaba mirar a Beverley: la pálida cara oval y el pelo oscuro con un flequillo sobre los ojos ligeramente oblicuos le conferían un atractivo algo oriental. Beverley venía de un ambiente tan privilegiado como el de Francis, y la joven, pese a sus esfuerzos, no había conseguido deshacerse de todos los indicios que delataban una buena educación general. Pero los despreciados valores y accesorios burgueses habían sido sacrificados en el altar del arte, y en cuanto a su habla y aspecto se había convertido en Abbie, la díscola hija del dueño de un pub, en un culebrón televisivo ambientado en un pueblo de Suffolk. Cuando las cosas empezaron a ir bien, sus posibilidades de actuar mejoraron notablemente. Había planes para una aventura con el organista de la iglesia, un embarazo y un aborto ilegal, y un tumulto general en el pueblo. Pero se habían recibido quejas de espectadores para quienes ese idilio rural competiría con Eastenders, y ahora corría el rumor de que Abbie iba a ser redimida. Hubo incluso la propuesta de un matrimonio fiel y una maternidad virtuosa. Fue un desastre, se quejaba Beverley. Su agente ya estaba tanteando el terreno para sacar provecho de su presente notoriedad mientras durase. Francis -sólo era Benton para sus colegas y la Met- no tenía ninguna duda de que el almuerzo sería un éxito. Sus padres siempre sentían curiosidad por aprender cosas sobre los mundos misteriosos a los que no tenían acceso, y a Beverley le alegraría hacer una vehemente interpretación del último capítulo, probablemente con diálogo.

Francis sentía que su propio aspecto era tan engañoso como el de Beverley. Su padre era inglés, su madre india, y había heredado la belleza de ella pero nada del profundo vínculo que la unía con su país, que no había perdido y que compartía con su esposo. Cuando se casaron, ella tenía dieciocho años y él doce más. Habían estado perdidamente enamorados y lo seguían estando, y su visita anual a la India era lo más importante del año. Cuando niño, Francis les había acompañado, pero siempre sintiéndose extraño, incómodo, incapaz de participar en un mundo al que su padre, que parecía más feliz y alegre en la India que en Inglaterra, se había adaptado fácilmente en lo referente a la forma de hablar, vestir y comer. Desde la infancia temprana, también había notado que el amor de sus padres era demasiado devorador para admitir a una tercera persona, aunque fuera un hijo único. Sabía que lo querían, pero en compañía de su padre, un director de colegio retirado, siempre se había sentido más un prometedor y apreciado alumno de secundaria que un hijo. La benigna no injerencia de sus padres era desconcertante. Cuando Francis tenía dieciséis años y escuchaba las quejas de algún compañero de la escuela sobre sus padres -la ridícula norma de llegar a casa antes de medianoche, las advertencias sobre las drogas, el alcohol o el sida, la insistencia en que el deber tenía prioridad sobre el placer, los constantes reproches sobre el pelo, la ropa y el estado de su habitación que, al fin y al cabo, se suponía que era privada-, de algún modo Francis tenía la impresión de que la tolerancia de los suyos equivalía a un desinterés próximo a la negligencia emocional. En principio, la crianza de los hijos no era eso.

Cuando eligió profesión, la reacción de su padre fue una que, sospechaba Francis, ya había sido utilizada antes. «Sólo hay dos cosas importantes a la hora de elegir empleo: que sea algo que fomente la felicidad y el bienestar de los demás y que te dé satisfacción a ti. El cuerpo de policía satisface la primera y espero que también la segunda.» Casi se había tenido que morder la lengua para no decir «gracias, señor». De todos modos, sabía que quería a sus padres y a veces era calladamente consciente de que no sólo había distanciamiento por parte de ellos sino que él también los visitaba muy poco. Este almuerzo iba a ser una pequeña expiación por su desatención.

Recibió la llamada en el móvil especial a las diez cincuenta y cinco, mientras hacía su selección de verduras orgánicas. Era la voz de Kate.

– Tenemos un caso. El presunto asesinato de una paciente en una clínica privada de Stoke Cheverell, Dorset. En una mansión.

– Esto supone un cambio, señora. Pero ¿por qué la Brigada? ¿Por qué no la policía de Dorset?

La voz de Kate sonaba impaciente. No había tiempo para chácharas.

– Quién sabe. Se muestran evasivos, como de costumbre, pero parece que tiene algo que ver con el Número Diez. Te daré toda la información que tengo cuando estemos en camino. Sugiero que vayamos en tu coche, el comandante Dalgliesh quiere que lleguemos a la Mansión al mismo tiempo. El va con su Jag. Estaré contigo tan pronto pueda. Dejaré mi coche en tu garaje, él se reunirá allí con nosotros. Supongo que tienes tu kit. Y trae la cámara. Podría ser de utilidad. ¿Dónde estás ahora?

– En Notting Hill, señora. Con suerte estaré de vuelta en el piso en menos de diez minutos.

– Bien. También podrías coger algunos bocadillos, tortillas y algo de beber. AD no querrá que lleguemos con hambre.

Cuando Kate colgó, Benton pensó que ya sabía eso. Tenía que hacer dos llamadas, una a sus padres y otra a Beverley. Contestó su madre, que, sin perder tiempo, le dijo que lo lamentaba mucho y colgó. Beverley no contestaba el móvil, pero a Benton le dio igual. Dejó un simple mensaje diciendo que se cancelaban los planes y que llamaría luego.

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