P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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– ¿Y por qué la Met? -dijo Helena-. La policía de Dorset está totalmente capacitada, ¿por qué no puede ocuparse de la investigación el inspector Whetstone? Esto me hace pensar que quizás haya algo secreto e importante relacionado con Rhoda Gradwyn, algo que no sabemos.

– Siempre hubo algo que no sabíamos de Rhoda Gradwyn.

Habían llegado al vestíbulo. Se oyeron fuertes portazos de puertas de coches, sonido de voces.

– Mejor que salgas afuera -dijo Helena-. Parece que ha llegado la brigada de la Met.

6

Era un buen día para conducir por el campo, un día que normalmente Dalgliesh habría dedicado a explorar caminos apartados, parando de vez en cuando para disfrutar contemplando los imponentes troncos de los grandes árboles desnudos para el invierno, las ramas ascendentes y las oscuras complejidades de las altas ramitas estampadas en un cielo despejado de nubes. El otoño se había alargado, pero ahora él conducía bajo la deslumbrante bola blanca de un sol invernal, cuyo raído borde emborronaba un azul tan claro como el de un día de verano. Su luz se apagaría pronto, pero ahora, bajo su intenso brillo, los campos, las colinas bajas y las arboledas tenían un contorno nítido y carecían de sombra.

Una vez lejos del tráfico de Londres, avanzaron más rápidos y dos horas y media después estaban en el este de Dorset. Se detuvieron un rato en un área de descanso para tomar su almuerzo, y Dalgliesh consultó el mapa. Al cabo de quince minutos llegaban a un cruce que los encaminaría a Stoke Cheverell, y unos dos kilómetros después del pueblo vieron una señal que indicaba la Mansión Cheverell. Se detuvieron frente a dos puertas de hierro forjado, tras las cuales vieron un paseo de hayas. Al otro lado de las puertas, un hombre de edad avanzada con un abrigo largo estaba sentado en lo que parecía una silla de cocina leyendo un periódico. Lo dobló con cuidado, tomándose su tiempo, y luego se acercó a abrir. Dalgliesh no sabía si apearse y ayudarle, pero las puertas se abrieron fácilmente, y Dalgliesh las cruzó seguido del coche de Kate y Benton. El viejo cerró tras ellos y luego se dirigió al primer vehículo.

– A la señorita Cressett no le gusta que el camino de entrada se llene de coches. Tendrán que ir a la parte trasera del ala este.

– Lo haremos -dijo Dalgliesh-, pero es algo que puede esperar.

Los tres sacaron sus bolsas de los coches. Ni siquiera la urgencia del momento, o el hecho de que hubiera un grupo de personas esperándolos en diversos estados de ansiedad o temor, disuadieron a Dalgliesh de hacer una pausa de unos segundos para observar la casa. Sabía que estaba considerada como una de las casas Tudor más hermosas de Inglaterra, y ahora estaba frente a él, en su perfección de formas, su confiada reconciliación de solidez y elegancia; una casa construida para certezas, nacimientos, muertes y ritos de iniciación, por hombres que sabían en qué creían y qué estaban haciendo. Una casa cimentada en la historia, imperecedera. Delante de la Mansión no había hierba ni jardín ni estatuas. Se mostraba a sí misma sin adornos, su dignidad no precisaba aderezos. La estaba viendo en su plenitud. El blanco resplandor matutino del sol invernal se había suavizado, bruñendo los troncos de las hayas y bañando las piedras de la casa con un brillo plateado, de modo que por un instante, en la quietud, pareció temblar y volverse tan insustancial como una visión. La luz diurna pronto se apagaría; era el mes del solsticio de invierno. Pronto oscurecería y se haría de noche. Él y el equipo estarían investigando un hecho oscuro en la oscuridad de pleno invierno. Para alguien a quien le gustaba la luz, esto suponía una desventaja tanto psicológica como práctica.

Cuando él y los miembros del equipo echaron a andar, se abrió la puerta del gran porche y salió un hombre a recibirles. Por momentos pareció indeciso a la hora de saludar; luego extendió la mano y dijo:

– Inspector Keith Whetstone. Se han dado ustedes prisa, señor. El jefe dijo que necesitarían agentes SOCO. Ahora mismo sólo tenemos disponibles dos, pero aún tardarán unos cuarenta minutos. El fotógrafo está de camino.

No había duda de que Whetstone era policía, pensó Dalgliesh, o eso o soldado. Era corpulento pero mantenía un porte erguido. Tenía una cara ordinaria pero agradable, las mejillas rojizas, la mirada fija y vigilante bajo un pelo del color de la paja vieja, cortado a cepillo y pulcramente rasurado alrededor de unas orejas enormes. Iba vestido de tweed rural y llevaba un gabán.

Hechas las presentaciones, dijo:

– ¿Sabe usted por qué se encarga del caso la Met, señor?

– Me temo que no. Deduzco que usted se sorprendió cuando le llamaron.

– Sé que al jefe le pareció un poco raro, pero de hecho nosotros no necesitamos buscar trabajo. Se habrá enterado de las detenciones en la costa. Tenemos encima a los chicos del Servicio de Aduanas. El Yard dijo que a ustedes no les vendría mal un agente. Dejo a Malcolm Warren. Es un tipo callado pero muy listo, y sabe cuándo mantener la boca cerrada.

– Callado, fiable y discreto -dijo Dalgliesh-. No tengo nada en contra. ¿Dónde está ahora?

– Frente a la puerta de la habitación, custodiando el cadáver. Los de la casa, bueno los seis miembros más importantes, supongo, esperan en el gran salón. Está el señor George Chandler-Powell, el propietario; su ayudante el señor Marcus Westhall, lo llaman señor porque es cirujano; su hermana, la señorita Candace Westhall; Flavia Holland, la enfermera jefe; la señorita Helena Cressett, una especie de ama de llaves, secretaria y administradora general por lo que he entendido; y la señora Letitia Frensham, que lleva la contabilidad.

– Impresionante memoria, inspector.

– No tanto, señor. El señor Chandler-Powell es un recién llegado, pero la mayoría de la gente de por aquí sabe quién está en la Mansión.

– ¿Ha llegado la doctora Glenister?

– Hace una hora, señor. Ha tomado té y dado una vuelta por el jardín, y ha hablado con Mog, que viene a ser el jardinero, para decirle que ha podado demasiado el viburno. Y ahora está en el vestíbulo, a no ser que haya ido a dar otro paseo. Una dama muy aficionada al ejercicio al aire libre, diría yo. Bueno, es más agradable que el olor de los cadáveres.

– ¿Cuándo ha llegado usted? -preguntó Dalgliesh.

– Veinte minutos después de haber recibido la llamada del señor Chandler-Powell. Me disponía a actuar como agente encargado de la investigación cuando me llamó el jefe para decirme que de eso se ocuparía el Yard.

– ¿Alguna idea, inspector?

La pregunta de Dalgliesh derivaba en parte de la cortesía. Ese no era su territorio. El tiempo revelaría o no por qué intervenía el Ministerio del Interior; en todo caso, el hecho de que Whetstone aceptara aparentemente la intervención del departamento no significaba que le gustara.

– Diría que ha sido alguien de la casa, señor. Y si es así, tenemos un número limitado de sospechosos, cosa que, por mi experiencia, no facilita en absoluto la solución del caso. No si todos conservan su presencia de ánimo, lo cual me parece que hará la mayoría.

Se acercaban al porche. La puerta se abrió como si alguien hubiera estado vigilando para salir en el momento preciso. No podía haber ninguna duda sobre la identidad de quien se hizo a un lado mientras entraban. Tenía el rostro serio y con la palidez tensa de un hombre en estado de shock, aunque no había perdido en absoluto su autoridad. Aquélla era su casa, y tenía el mando sobre ella y sobre sí mismo. Sin tender la mano ni mirar a los subalternos de Dalgliesh, dijo:

– George Chandler-Powell. Los demás están en el gran salón.

Lo siguieron a través del porche y hasta una puerta que había a la izquierda del vestíbulo cuadrado. Curiosamente, la maciza puerta de roble estaba cerrada, y Chandler-Powell la abrió. Dalgliesh se preguntó si el hombre había tenido la intención de que esta primera imagen del vestíbulo fuera tan espectacular. Experimentó un momento extraordinario en el que la arquitectura, los colores, la forma y los sonidos, el altísimo techo, el magnífico tapiz en la pared de la derecha, el jarrón con follaje de invierno sobre una mesa de roble a la izquierda de la puerta, la hilera de retratos en sus marcos dorados, algunos objetos vistos claramente incluso en una primera ojeada, otros tal vez sacados de recuerdos o fantasías de la infancia, todo pareció fundirse en una imagen viva de la que su mente se impregnó de inmediato.

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