P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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Era hora de mandar llamar a Kate y Benton. Dalgliesh colocó más troncos en el fuego y cogió el móvil.

15

A las nueve y media, Kate y Benton estaban de nuevo en la Casa de la Glicina, se habían duchado y cambiado y habían tomado la cena servida por la señora Shepherd en el comedor. A los dos les gustaba desprenderse de su ropa de trabajo antes de reunirse con Dalgliesh al final del día, cuando él revisaba el estado de la investigación y explicaba el plan para las siguientes veinticuatro horas. Era una rutina familiar que ambos deseaban que llegara, Kate más segura de sí misma que Benton. Este sabía que AD estaba satisfecho con él, de lo contrario no formaría parte de su equipo, pero reconocía que podía ser excesivamente entusiasta a la hora de dar opiniones que habría modificado si las hubiera pensado mejor; pero sus ansias de refrenar esta tendencia al entusiasmo excesivo inhibían la espontaneidad, de modo que la reunión de la noche, aunque era una parte importante y estimulante de la investigación, siempre comportaba para Benton cierta dosis de inquietud.

Desde su llegada a la Casa de la Glicina, Kate y él habían visto poco a sus anfitriones. Sólo habían tenido tiempo para hacer unas breves presentaciones antes de dejar sus bolsas en el vestíbulo y regresar a la Mansión. Se les había entregado una tarjeta de visita con las iniciales CO, que significaban, como les explicó la señora Shepherd, que la cena de la tarde era opcional pero que les servirían la comida. Esto desencadenó en la mente de Benton una fascinante serie de iniciales esotéricas: BCO, Baños Calientes Opcionales, o Budín Casero Opcional… BACO, Botellas de Agua Caliente Opcionales. Kate dedicó sólo un minuto a reiterar la advertencia ya hecha por el inspector Whetstone en el sentido de que su presencia allí debía mantenerse en secreto. Lo hizo con tacto. A Kate y a Benton no les hizo falta más que una mirada a las inteligentes y serias caras de los Shepherd para saber que éstos no necesitarían ni recibirían de buen grado ningún recordatorio de un aviso ya cursado.

– No tenemos tendencia a ser indiscretos, inspectora -dijo el señor Shepherd-. La gente del pueblo es amable y educada, pero los hay que a veces recelan de los forasteros. Sólo llevamos aquí nueve años, lo que para ellos significa que somos recién llegados, por lo que no hacemos mucha vida social. Nunca vamos a beber al Cresset Arms ni frecuentamos la iglesia. -Hizo la última afirmación con la satisfacción de quien ha resistido a la tentación de caer en un hábito peligroso.

Los Shepherd eran, pensó Kate, unos propietarios de pensión atípicos. En sus ocasionales experiencias en esos útiles lugares donde detenerse había detectado varias características que los dueños tenían en común. Eran simpáticos, sociables, les gustaba conocer gente nueva, se mostraban orgullosos de su casa, siempre estaban a punto de dar información práctica sobre la zona y sus atractivos, y, desafiando las advertencias contemporáneas sobre el colesterol, ofrecían el mejor exponente del desayuno inglés completo. Además, los Shepherd seguramente eran más viejos que la mayoría de las personas que se dedicaban al duro trabajo de dar de comer a un huésped tras otro. Los dos eran altos, aunque la más alta era ella, y quizá parecían mayores de lo que indicaban sus años. Los ojos de ambos, apacibles pero cautelosos, eran serenos, su apretón de manos firme, y se movían sin la rigidez propia de la edad avanzada. El señor Shepherd, con el tupido pelo blanco rematado por un flequillo que caía sobre unas gafas de montura metálica, parecía una edición benigna de un autorretrato de Stanley Spencer. El cabello de su esposa, menos espeso y ahora gris acero, estaba recogido en una larga y fina trenza sujeta con dos horquillas en la parte superior de la cabeza. Sus voces se parecían notablemente, un acento natural característico de la clase alta que podía irritar mucho a los que no lo tuvieran y que, se dijo Kate, de hecho les habría impedido acceder a un empleo en la BBC o a hacer una carrera política, en el caso improbable de que una u otra opción les hubiera atraído.

El dormitorio de Kate tenía todo lo necesario para pasar una noche cómoda pero no tenía nada superfluo. Supuso que la de Benton, al lado, sería idéntica. Dos camas individuales juntas estaban cubiertas con inmaculadas colchas blancas, las lámparas de las mesillas eran modernas para facilitar la lectura, y había una cómoda de dos cajones y un pequeño armario provisto de perchas de madera. El cuarto de baño no tenía bañera sino ducha, que tras un giro preliminar de los grifos resultó que funcionaba bien. El jabón no era perfumado pero sí caro, y al abrir el armario Kate vio que estaba dotado de todos los artículos que algunos visitantes pueden olvidarse de meter en la maleta: cepillo de dientes envuelto en celofán, pasta dentífrica, champú y gel de ducha. Como persona madrugadora, Kate lamentó la falta de una tetera y otros artilugios para preparar un té matutino, pero un breve anuncio en la cómoda informaba de que se podía pedir té en cualquier momento entre las seis y las nueve, si bien para los periódicos había que esperar a las ocho y media.

Se cambió la blusa por otra recién lavada, se puso un jersey de cachemir y, tras coger la chaqueta, se reunió con Benton en el vestíbulo.

Al principio salieron a una negrura impenetrable y desorientadora. La linterna de Benton, su haz de luz brillante como un faro en miniatura, transformaba las losas y el camino en obstáculos desconcertantes y distorsionaba la forma de árboles y matorrales. A medida que los ojos de Kate se iban acostumbrando a la noche, las estrellas se iban haciendo visibles una a una contra la cuajada de nubes grises y negras entre las cuales una media luna desaparecía y reaparecía con gracia, blanqueando el estrecho camino y volviendo la oscuridad misteriosamente irisada. Andaban sin hablar, los zapatos sonando como si clavaran tachuelas en el asfalto a modo de invasores resueltos y amenazadores, criaturas alienígenas que alteraban la paz de la noche. Sólo que, pensó Kate, no había paz. Incluso en la quietud alcanzó a oír los débiles susurros de criaturas que avanzaban entre la hierba y, de vez en cuando, un grito lejano, casi humano. El inexorable rito de matar y ser matado estaba representándose al amparo de la oscuridad. Rhoda Gradwyn no era el único ser vivo que había muerto aquel viernes por la noche.

A unos cincuenta metros pasaron frente a la casa de los Westhall, que tenía luz encendida en una ventana de la primera planta y otras dos en las ventanas de la planta baja. A unos metros a la izquierda estaba el aparcamiento, el cobertizo oscuro, y más allá una fugaz imagen del círculo de Cheverell, las piedras eran tan sólo formas medio imaginadas hasta que las nubes se separaron bajo la luna y los monolitos se alzaron, pálidos e insustanciales, dando la impresión de flotar, iluminados, sobre los campos negros y hostiles.

Y ahora estaban en la Vieja Casa de la Policía, con luz en las dos ventanas de la planta baja. Mientras se acercaban, abrió la puerta Dalgliesh, que por momentos, con aquellos pantalones de sport, una camisa a cuadros desabrochada y un jersey, les pareció un desconocido. En la chimenea ardía un fuego de leña que perfumaba el aire, y también se percibía un ligero aroma sabroso. Dalgliesh había colocado tres cómodas sillas bajas frente al fuego, con una mesita de roble entre ellas, encima de la cual había una botella abierta de vino tinto, tres vasos y un plano de la Mansión. Kate sintió que se le levantaba el ánimo. Esa rutina al final del día era como volver a casa. Cuando le llegara el momento de aceptar el ascenso con el inevitable cambio de puesto, ésos eran los momentos que echaría de menos. La conversación versaba sobre muertes y asesinatos, a veces en su forma más espantosa, pero, en su recuerdo, esas sesiones al final del día albergaban la cordialidad y la seguridad, la sensación de ser valorada, algo que no había conocido en su infancia. Junto a la ventana había un escritorio que sostenía el portátil de Dalgliesh, un teléfono y al lado una abultada carpeta de papeles; también había un pandeado maletín apoyado en la pata de la mesa. Dalgliesh se había traído consigo otros asuntos. Parece cansado , pensó ella. Mala señal, lleva semanas trabajando demasiado , y notó que la invadía un sentimiento de emoción que jamás podría expresar, bien lo sabía.

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