Mientras Rhoda permanecía rígida, la figura pálida, vestida de blanco y con mascarilla, estaba junto a su cabecera. Los brazos se movían sobre su cabeza en un gesto ritual parecido a una parodia obscena de bendición. Rhoda hizo un esfuerzo para levantar los brazos -de repente la ropa de cama parecía pesar una enormidad- y estiró la mano en busca del timbre de llamada y la lámpara. El timbre no estaba. Su mano encontró el interruptor, pero no había luz. Alguien habría puesto el timbre fuera de su alcance y quitado la bombilla de la lámpara. No gritó. Todos aquellos años de autocontrol para no delatar el miedo, para no hallar alivio en los chillidos, habían inhibido su capacidad para gritar. Además sabía que gritar no surtiría efecto; el apósito dificultaba incluso el habla. Forcejeó para levantarse de la cama, pero se vio incapaz de moverse.
En la oscuridad, distinguía vagamente la blancura de la silueta, la cabeza cubierta, la boca con la mascarilla. Una mano estaba pasando por el cristal de la ventana entornada… pero no era una mano humana. Por aquellas venas sin huesos jamás había fluido la sangre. La mano, de un color blanco tan rosáceo que parecía haber sido cortada del brazo, avanzaba lentamente por el espacio hacia su misterioso objetivo. En silencio, cerró el pestillo de la ventana y, con un gesto elegante y delicado en su movimiento controlado, corrió la cortina. Se intensificó la oscuridad de la habitación, ya no era sólo un encubrimiento de la luz, sino un espesamiento oclusivo del aire que dificultaba la respiración. Se dijo a sí misma que debía de ser una alucinación provocada por su estado medio adormilado, y durante un bendito momento la miró, desvanecido todo el terror, esperando que la visión se disipara en la oscuridad circundante. Luego se disipó toda esperanza.
La figura estaba a la cabecera de la cama, mirándola. Rhoda no distinguía nada salvo un bulto blanco amorfo, los ojos que la miraban fijamente quizá fueran despiadados, pero todo lo que ella alcanzaba a ver era una raja negra. Oyó palabras, pronunciadas con calma, pero no las entendió. Levantó a duras penas la cabeza de la almohada y trató de protestar con voz ronca. Inmediatamente el tiempo quedó en suspenso, y en su torbellino de terror fue consciente sólo del olor, el ligerísimo olor a lino almidonado. Saliendo de la oscuridad, inclinándose sobre ella, estaba la cara de su padre. No como la había recordado durante más de treinta años sino la que había conocido brevemente en los primeros años de su infancia, joven, feliz, agachándose sobre su cama. Rhoda alzó el brazo para tocarse el apósito, pero pesaba demasiado y lo dejó caer. Quería hablar, moverse. Quería decir «mírame, me he librado de eso». Sentía los miembros recubiertos de hierro, pero ahora, temblando, consiguió levantar la mano derecha y tocarse la gasa sobre la cicatriz.
Sabía que esto era la muerte, y a este conocimiento le acompañaba una paz no buscada, un desligamiento. Y luego la mano fuerte, sin piel e inhumana, se cerró alrededor de su garganta, obligándola a echar la cabeza hacia atrás contra la almohada, y la aparición arrojó su peso hacia delante. Rhoda no cerró los ojos ante la muerte, tampoco luchó. La oscuridad de la habitación la envolvió y se convirtió en la negrura final en la que cesaban todas las sensaciones.
A las siete y doce, en la cocina, Kimberley se estaba poniendo nerviosa. La enfermera Holland le había dicho que la señorita Gradwyn había pedido que le subieran el té a las siete. Esto era más temprano que la primera mañana que había estado en la Mansión, pero la enfermera le había dicho a Kim que a las siete debía estar lista para prepararlo, y a las siete menos cuarto ella había dispuesto la bandeja y colocado la tetera encima de la placa de la cocina para calentarla.
Pero ya pasaban doce minutos de las siete y no sonaba ningún timbre. Kim sabía que Dean necesitaba que ella le ayudara con el desayuno, cosa que estaba resultando inesperadamente exasperante. El señor Chandler-Powell había pedido que le sirvieran el suyo en su apartamento, lo que era inhabitual, y la señorita Cressett, que en general se preparaba lo que quería en su pequeña cocina y casi nunca tomaba un desayuno caliente, había llamado para decir que bajaría con los demás al comedor a las siete y media y había sido más quisquillosa que de costumbre sobre lo crujiente del bacón o la frescura del huevo, como si, pensó Kim, un huevo servido en la Mansión fuera otra cosa que fresco y de granja, algo que la señorita Cressett sabía tan bien como ella. Una irritación añadida fue la no comparecencia de Sharon, cuyo cometido consistía en servir la mesa del desayuno y encender el calientaplatos. Kim no sabía si subir a despertarla en caso de que la señorita Gradwyn tocara el timbre.
Preocupada una vez más por el alineamiento exacto de la taza, el platillo y la jarrita de leche en la bandeja, se volvió hacia Dean, con el rostro fruncido de ansiedad.
– Quizá debería subírsela. La enfermera dijo a las siete. A lo mejor quería decir que no hacía falta que esperase el timbre, que la señorita Gradwyn lo esperaba a las siete en punto. Y luego está la señora Skeffington. Puede llamar en cualquier momento.
Su cara, como la de un niño atribulado, inducía siempre en Dean amor y compasión teñidos de irritación. Se acercó al teléfono.
– Enfermera, soy Dean. La señorita Gradwyn no ha llamado para pedir el té. ¿Esperamos o quiere que Kim se lo suba?
La llamada duró menos de un minuto. Dean colgó y dijo:
– Llévaselo a la enfermera. Dice que llames a la puerta antes de entrar. Ya se encargará ella.
– Supongo que tomará el Darjeeling como antes, y las galletas. La enfermera no dijo otra cosa.
Dean, ocupado friendo huevos, dijo secamente:
– Si no quiere las galletas, que las deje.
El agua hirvió enseguida y el té estuvo hecho en cuestión de minutos. Como de costumbre, Dean la acompañó al ascensor, sostuvo abierta la puerta y pulsó el botón a fin de que ella pudiera usar ambas manos para llevar la bandeja. Al salir del ascensor, Kim vio a la enfermera Holland salir de su sala de estar. Esperaba que le cogiera la bandeja de las manos, pero en vez de ello la enfermera, tras una mirada superficial, abrió la puerta de la suite de la señorita Gradwyn, obviamente esperando que Kim la siguiera. Quizá, pensó Kim, esto no debía sorprenderle: no era tarea de la enfermera servir el té de primera hora a los pacientes. En todo caso le habría costado un poco, pues llevaba consigo su linterna.
La sala estaba a oscuras. La enfermera encendió la luz y se dirigió a la puerta del dormitorio, que abrió despacio y sin hacer ruido. Esa habitación también estaba a oscuras, y no se oía nada, ni siquiera los ruidos suaves de alguien respirando. La señorita Gradwyn estaría durmiendo profundamente. Kim pensó que era un silencio misterioso, como entrar en una estancia vacía.
Por lo general era consciente del peso de la bandeja, pero ahora ésta parecía pesar más por momentos. Se quedó sosteniéndola en el hueco de la puerta abierta. Si la señorita Gradwyn se levantaba tarde, ella tendría que prepararle luego otro té. No iba a dejar éste ahí tanto rato hasta que se enfriara.
– Si aún duerme, no tiene sentido despertarla -dijo la enfermera con tono despreocupado-. Sólo comprobaré si está bien.
Se acercó a la cama y enfocó con la luz pálida de la linterna la figura supina y luego cambió a un haz más intenso. De pronto la apagó, y en la oscuridad Kim oyó su voz aguda y urgente, que no parecía la de la enfermera:
– Vete, Kim. No entres. ¡No mires! ¡No mires!
Pero Kim había mirado, y durante aquellos segundos desconcertantes antes de que se apagara la linterna, había visto la imagen estrafalaria de la muerte: pelo negro extendido sobre la almohada, los apretados puños levantados como los de un boxeador, el ojo abierto y el lívido cuello con manchas. No era la cabeza de la señorita Gradwyn… no era la cabeza de nadie, una brillante cabeza roja cercenada, un maniquí que no tenía nada que ver con algo vivo. Oyó el estrépito de la porcelana al caer sobre la alfombra y, dando traspiés hasta apoyarse en un sillón de la salita, se inclinó y sintió unas náuseas tremendas. El hedor de su vómito le entró por las ventanas de la nariz, y su último pensamiento antes de desmayarse fue un nuevo horror: ¿Qué diría la señorita Cressett sobre el sillón echado a perder?
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