– Flavia, no llores. Esto es una liberación. Te estoy dejando libre.
Ella se apartó haciendo un intento patético por conservar la dignidad. Reprimiendo los sollozos, dijo:
– Sería extraño que yo desapareciera de repente, y además mañana hay que operar a la señora Skeffington. Y hay que ocuparse de la señorita Gradwyn. Así que me quedaré hasta que te vayas de vacaciones por Navidad; cuando regreses ya no estaré. Pero prométeme una cosa. Nunca te he pedido nada, ¿verdad? Tus regalos de cumpleaños y Navidad eran elegidos por tu secretaria o enviados desde una tienda, siempre lo he sabido. Ven conmigo esta noche, ven a mi habitación. Será por primera y última vez, lo prometo. Ven tarde, hacia las once. No puedo terminar así.
Y como estaba desesperado por librarse de ella, dijo:
– Descuida.
Flavia murmuró un «gracias» y, tras volverse, echó a andar deprisa hacia la casa. De vez en cuando tropezaba, y él tuvo que reprimir el impulso de alcanzarla, encontrar alguna palabra final que la calmara. Pero no se le ocurría ninguna. Sabía que ya estaba dándole vueltas a la cabeza para encontrar otra enfermera de quirófano. También sabía que había sido seducido para hacer una promesa nefasta, pero una promesa que tendría que cumplir.
Aguardó a que la figura se volviera imperceptible y se fundiera en la oscuridad. Siguió sin moverse. Miró el ala oeste y vio el tenue reflejo de dos luces, una de la habitación de la señora Skeffington, y otra de la habitación contigua, la de Rhoda Gradwyn. La lámpara de la cabecera estaría encendida, y ella aún no se disponía a dormir. Recordó aquella noche de dos semanas atrás, cuando se había sentado en las piedras y había contemplado la cara de ella en la ventana. Se preguntó qué tendría esta paciente que despertaba su interés. Quizás era esa enigmática, todavía no explicada, respuesta de ella cuando en la consulta de Harley Street él le había preguntado por qué quería deshacerse ahora de la cicatriz. «Porque ya no la necesito».
Cuatro horas antes, Rhoda Gradwyn había recuperado la conciencia poco a poco. El primer objeto que vio al abrir los ojos fue un pequeño círculo. Colgaba suspendido en el aire justo delante de ella, como una luna llena flotante. Su mente, desconcertada pero paralizada, intentaba comprender el sentido de aquello. Pensó que no podía ser la luna. Era algo demasiado sólido e inmóvil. Luego el círculo se volvió claro, y ella vio que era un reloj de pared con un marco de madera y una fina montura interior de latón. Aunque las manecillas y los números se veían cada vez mejor, no era capaz de leer la hora; decidió que daba igual y enseguida abandonó el intento. Rhoda era consciente de que estaba tendida en una cama de una habitación desconocida y que junto a ella había otras personas, que circulaban como sombras pálidas sobre pies silenciosos. Le iban a quitar la cicatriz, de modo que la habrían estado preparando para la operación. Se preguntó cuándo se produciría.
Luego reparó en que en el lado izquierdo de su cara había pasado algo. Le dolía y notaba una pesadez lacerante, como una escayola gruesa que le ocultaba parcialmente el borde de la boca y llegaba hasta la comisura del ojo izquierdo. Levantó tímidamente la mano, no muy segura de si tenía capacidad para ello, y se tocó la cara con cuidado. La mejilla izquierda ya no estaba en su sitio. Sus dedos exploradores hallaron sólo una masa sólida, un poco áspera al tacto y entrecruzada con algo que parecía esparadrapo. Alguien le estaba bajando el brazo suavemente. Una tranquilizadora voz familiar dijo:
– No tiene que tocar el apósito durante un tiempo. -Luego supo que se encontraba en la sala de recuperación y que las dos figuras que tomaban forma junto a la cama eran el señor Chandler-Powell y la enfermera Holland.
Alzó la vista y trató de formar palabras en su impedida boca.
– ¿Cómo ha ido? ¿Está usted satisfecho?
Las palabras sonaron como un graznido, pero el señor Chandler-Powell pareció entender. Rhoda oyó la voz del médico, queda, seria, confortadora.
– Muy bien. Y espero que dentro de muy poco también usted esté satisfecha. Ahora descansará aquí un rato, y luego la enfermera la llevará a su habitación.
Permaneció inmóvil mientras los objetos se solidificaban a su alrededor. Se preguntó cuántas horas habría tardado la operación. ¿Una hora? ¿Dos horas? ¿Tres? En cualquier caso, había sido para ella un tiempo perdido, como si hubiera estado muerta. Como la muerte que podría imaginar cualquier ser humano, una aniquilación total del tiempo. Caviló sobre la diferencia entre esta muerte temporal y el sueño. Cuando uno despierta después de dormir, incluso tras un sueño profundo, siempre es consciente de que ha pasado el tiempo. Al despertar, la mente agarra jirones de sueños antes de que se desvanezcan en el olvido. Rhoda intentó verificar la memoria reviviendo el día anterior. Sentada en un coche azotado por la lluvia, llegando luego a la Mansión, entrando en el gran salón por primera vez, deshaciendo el equipaje en su habitación, hablando con Sharon. Pero esto seguramente había sido en la primera visita, dos semanas antes. Comenzaba a llegar el pasado reciente. Ayer había sido diferente, un trayecto agradable y sin complicaciones, los rayos de sol invernal intercalados con breves y súbitos chaparrones. Y esta vez había traído consigo a la Mansión cierto conocimiento pacientemente adquirido que podía utilizar o dejar a un lado. Ahora, en una satisfacción adormilada, pensó que lo dejaría a un lado mientras hacía lo propio con su pasado. No podía ser revivido, nada de él podía cambiarse. Había dado lo peor de sí mismo, pero su poder pronto quedaría sin efecto.
Cerró los ojos y se fue quedando dormida, pensando en la tranquila noche que le esperaba y la mañana a la que nunca llegaría a despertar.
Siete horas después, de nuevo en su habitación, Rhoda se agitaba en una vigilia somnolienta. Permaneció unos segundos inmóvil en esa breve confusión que acompaña al despertar repentino. Era consciente de la comodidad de la cama y del peso de su cabeza en las almohadas levantadas, y del olor del aire -distinto del de su dormitorio de Londres-, fresco pero ligeramente acre, más otoñal que invernal, un olor a hierba y tierra que le traía el viento errático. La oscuridad era absoluta. Antes de aceptar finalmente el consejo de la enfermera Holland de que debía acomodarse para dormir, había pedido que descorrieran las cortinas y dejaran un poco abierta la celosía; incluso en invierno le desagradaba dormir sin aire fresco. Pero quizás había sido poco prudente. Mirando fijamente la ventana, veía que la habitación estaba más oscura que la noche exterior, y que en lo alto las constelaciones estaban tachonando el cielo débilmente luminoso. El viento soplaba con más fuerza, y Rhoda alcanzaba a oír su silbido en la chimenea y notaba su aliento en la mejilla derecha.
Tal vez debería sacudirse de encima esa lasitud no deseada y levantarse a cerrar la ventana. El esfuerzo parecía ímprobo. Había rechazado el ofrecimiento de un sedante y encontraba extraño, aunque no preocupante, notar esa pesadez, esas ganas de quedarse donde estaba, arrebujada en calidez y comodidad, fijos los ojos en ese estrecho rectángulo de luz estelar. No sentía dolor y, tras levantar la mano izquierda, palpó el acolchado apósito y el esparadrapo que lo sujetaba. Ahora ya estaba acostumbrada a su peso y rigidez y se sorprendió a sí misma tocándolo con algo parecido a una caricia, como si estuviera volviéndose parte de ella igual que la imaginada herida que tapaba.
Y ahora, en una pausa del viento, oyó un sonido tan débil que sólo gracias a la quietud de la habitación se hizo audible. Más que oír, notó una presencia moviéndose por la salita. Al principio, en su conciencia soñolienta, no tuvo miedo, sólo una vaga curiosidad. Sería primera hora de la mañana. Quizás eran las siete y llegaba el té. Ahora hubo otro sonido, apenas un suave chirrido pero inconfundible. Alguien estaba cerrando la puerta de la habitación. La curiosidad dio paso a la primera sensación fría de desasosiego. Nadie hablaba. No se encendió ninguna luz. Intentó gritar con una voz cascada que el obstructor apósito volvía inútil. «¿Quién es? ¿Qué está haciendo? ¿Quién anda por ahí?» No hubo respuesta. Y ahora Rhoda supo con certeza que no era una visita amistosa, que estaba en presencia de alguien o algo con intenciones malvadas.
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