P. James - Muerte en la clínica privada

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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– No hará falta. Prefiero no cobrar ningún alquiler, pero si puedes quedarte unos nueve meses o así, no hay problema si Helena está conforme.

– Se lo preguntaré, desde luego -dijo ella-. Me gustaría hacer algunos cambios. Mi padre detestaba tanto el alboroto y el ruido, sobre todo cuando entraban los obreros, que no tenía sentido hacer nada. Pero la cocina es deprimente y demasiado pequeña. Si vas a utilizar esta casa para el personal o las visitas después de que me vaya, creo que debes hacer algo al respecto. Lo razonable sería convertir la vieja despensa en una cocina y ampliar el salón.

Ahora Chandler-Powell no tenía ganas de discutir sobre el estado de la cocina.

– Bueno, hablaremos de esto con Helena -dijo-. Y tú deberías hablar con Lettie sobre lo que costaría volver a pintar y decorar el chalet. Hace falta. Creo que podríamos llevar a cabo algunas renovaciones.

Se había terminado el café y se había enterado de lo que necesitaba saber, pero antes de que llegara a levantarse, ella dijo:

– Otra cosa. Está aquí Rhoda Gradwyn y tengo entendido que volverá dentro de dos semanas para operarse. Tienes camas privadas en Saint Ángela. En todo caso, Londres es más apropiado para ella. Si se queda aquí, se aburrirá, y es entonces cuando las mujeres así se vuelven más peligrosas. Y ella es peligrosa.

George tenía razón. Candace estaba detrás de esa obsesión con Rhoda Gradwyn.

– ¿Peligrosa en qué sentido? ¿Para quién? -dijo.

– Si lo supiera estaría menos preocupada. Debes de saber algo de su reputación, bueno, si es que lees algo más que revistas sobre cirugía. Es una periodista de investigación, de la peor calaña. Olfatea el cotilleo como el cerdo las trufas. Su trabajo consiste en descubrir sobre los demás cosas que podrían causarles angustia o dolor, o algo peor, y que despertarían la curiosidad del gran público británico si llegaran a conocerse. Cambia secretos por dinero.

– ¿No es una burda exageración? -dijo él-. Aunque fuera verdad, no justificaría que yo me negara a tratarla donde ella escoja. ¿Por qué tanto interés? Aquí es improbable que encuentre nada que le abra el apetito.

– ¿Estás seguro de esto? Descubrirá algo.

– ¿Y qué excusa le doy para que no vuelva?

– No tienes por qué contrariarla. Dile tan sólo que ha habido una duplicación de reservas y que no tienes cama.

A George le costaba controlar su irritación. Aquello era una intromisión imperdonable, inmiscuirse en la gestión de sus pacientes.

– Candace -dijo-, ¿qué es todo esto? Normalmente eres razonable. Esto suena a paranoia.

Candace se dirigió a la cocina y se puso a lavar las dos tazas y a vaciar la cafetera. Tras un momento de silencio, dijo:

– También yo a veces pienso en ello. Admito que suena rebuscado e irracional. En cualquier caso, no tengo derecho a entrometerme, pero creo que a los pacientes que vienen aquí en busca de intimidad no les va a hacer mucha gracia encontrarse en compañía de una periodista famosa. Pero no tienes por qué preocuparte. No la veré, ni ahora ni cuando regrese. No me propongo clavarle un cuchillo de cocina. Sinceramente, no merece la pena.

Candace lo acompañó a la puerta.

– Veo que Robin Boyton ha vuelto -dijo George-. Creo que Helena mencionó que había hecho una reserva. ¿Sabes por qué ha venido?

– Porque Rhoda Gradwyn está aquí. Al parecer son amigos, y él cree que ella quizá quiera compañía.

– ¿Para una estancia de una noche? ¿Y planea hacer una reserva en el Chalet Rosa cuando ella vuelva? Si lo hace, no la verá.

Ella dejó claro que viene aquí buscando privacidad absoluta, y yo se la voy a garantizar.

Tras cerrar la puerta del jardín a su espalda, George empezó a pensar en todo aquello. Debía de haber alguna razón personal poderosa para explicar una aversión que por lo demás parecía poco razonable. ¿Estaba Candace acaso desahogando en Gradwyn los dos años de frustración atada a un viejo cascarrabias huraño y la perspectiva de perder el empleo en la universidad? Y encima la intención de Marcus de irse a África. Ella tal vez respaldaba la decisión, pero difícilmente podía alegrarse. Caminando resueltamente a zancadas hacia la Mansión, alejó de su mente a Candace Westhall y sus problemas y se concentró en los suyos. Encontraría un sustituto para Marcus y, si Flavia decidía que era liora de irse, también afrontaría esto. Se la veía agitada. Había señales que incluso él había notado, ocupado como estaba. Quizá ya era hora de que terminara la aventura. Ahora, con las vacaciones de Navidad a las puertas y el trabajo ralentizado, George debía armarse de valor para terminar con aquello.

De regreso en la Mansión, decidió hablar con Mogworthy, que, aprovechando un período incierto de sol invernal, seguramente estaría trabajando en el jardín. Había que plantar bulbos, y ya era hora de mostrar interés en los planes de Helena y Mog para la primavera. Cruzó la puerta norte que conducía al bancal y al jardín clásico Tudor. No había ni rastro de Mogworthy, pero vio dos figuras caminando una al lado de la otra hacia el hueco de la lejana hilera de hayas por el que se llegaba a la rosaleda. La más bajita era Sharon, y George identificó a su compañera como Rhoda Gradwyn. Sharon le estaba enseñando el jardín, tarea normalmente desempeñada, a petición del visitante, por Helena o Lettie. Se quedó mirando a la extraña pareja que iba desapareciendo del campo visual, andando con familiaridad, obviamente hablando, Sharon mirando a su compañera. Por algún motivo, la imagen lo desconcertó. Los malos presentimientos de Marcus y Candace lo habían irritado más que preocupado, pero ahora, por primera vez, sintió una punzada de angustia, la sensación de que había entrado en su terreno algo incontrolable y acaso peligroso. La idea era demasiado irracional, incluso supersticiosa, para ser tomada en serio, y la desechó. Sin embargo, era extraño que Candace, inteligente y normalmente tan razonable, tuviera esta obsesión con Rhoda Gradwyn. ¿Sabía quizá sobre la mujer algo que él desconocía, algo que no estaba dispuesta a revelar?

Decidió no buscar a Mogworthy y, tras volver a entrar en la Mansión, cerró la puerta firmemente a su espalda.

12

Helena sabía que Chandler-Powell había ido a la Casa de Piedra y no se sorprendió cuando, al cabo de veinte minutos de que George hubiera regresado, apareció en la oficina Candace, que dijo sin rodeos:

– Hay algo de lo que quería hablar contigo. Dos cosas, de hecho. Rhoda Gradwyn. Ayer la vi llegar, al menos vi un BMW que pasaba y supuse que era ella. ¿Cuándo se va?

– No se va, al menos no hoy. Ha hecho una reserva para otra noche.

– ¿Y has aceptado?

– No podía negarme sin darle una explicación, y no tenía ninguna. La habitación estaba desocupada. He llamado a George, y no parecía importarle.

– Claro. Los ingresos por un día adicional y sin ninguna molestia para él.

– Sin ninguna molestia para nosotros tampoco -matizó Helena.

Habló sin resentimiento. Para ella, George Chandler-Powell se comportaba de manera razonable. De todos modos, ya encontraría el momento de hablar con él sobre esas estancias de una noche. ¿De veras hacía falta echar un vistazo preliminar a las instalaciones? Helena no quería que la Mansión degenerase en una pensión. Pensándolo bien, quizá sería más sensato no plantear el asunto. El siempre se había mostrado ferviente partidario de dar a los pacientes la oportunidad de ver antes dónde tendría lugar la intervención. Consideraría intolerable cualquier intromisión en su criterio clínico. La relación entre los dos nunca había quedado definida claramente, pero ambos sabían cuál era su sitio. Él nunca se inmiscuía en la gestión interna de la Mansión; ella no tenía ningún papel en la esfera clínica.

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