Cuando volvió en sí, se encontraba tendida en la cama del dormitorio que compartía con su esposo. Estaba Dean, y detrás el señor Chandler-Powell y la enfermera Holland. Permaneció un momento con los ojos cerrados y oyó la voz de la enfermera y la respuesta del señor Chandler-Powell.
– George, ¿sabías que estaba embarazada?
– ¿Y cómo demonios iba a saberlo? No soy tocólogo.
Así que lo sabían. Ella no tendría que dar la noticia. Lo único que le importaba era el bebé. Oyó la voz de Dean.
– Desde que te desmayaste has estado durmiendo. El señor Chandler-Powell te ha traído aquí y te ha dado un sedante. Es casi la hora del almuerzo.
El señor Chandler-Powell se acercó, y ella notó las frías manos del médico en su pulso.
– ¿Cómo te sientes, Kimberley?
– Estoy bien. Gracias, señor. -Se incorporó enérgicamente y miró a la enfermera.
– Enfermera, ¿le ha pasado algo al niño?
– No te preocupes -dijo la enfermera Holland-. El bebé estará bien. Si lo prefieres, puedes almorzar aquí, Dean se quedará contigo. La señorita Cressett, la señora Frensham y yo nos ocuparemos del comedor.
– No -dijo Kim-, me encuentro bien. En serio. Y me encontraré mejor trabajando. Quiero volver a la cocina. Quiero estar con Dean.
– Buena chica -dijo Chandler-Powell-. En la medida en que podamos, debemos seguir con nuestra rutina habitual. Pero no hay prisa. Tomemos las cosas con calma. El inspector jefe ha estado aquí, pero al parecer espera que venga una brigada especial de la Policía Metropolitana. He pedido a todo el mundo que, de momento, no hable de lo que pasó anoche. ¿Lo entiendes, Kim?
– Sí, señor, entiendo. La señorita Gradwyn fue asesinada, ¿verdad?
– Supongo que sabremos más cuando llegue la brigada de Londres. Y si es eso lo que ha pasado, descubrirán al culpable. No tengas miedo, Kimberley. Estás entre amigos, como tú y Dean habéis estado siempre, y cuidaremos de ti.
Kim masculló su agradecimiento. Y ahora que se habían ido, se deslizó de la cama y acudió al consuelo de los fuertes brazos de Dean.
15 de diciembre
Londres, Dorset
A las diez y media de aquel domingo por la mañana, el comandante Dalgliesh y Emma Lavenham tenían una cita para reunirse con el padre de ella. Conocer al futuro suegro, especialmente con la finalidad de informarle de que uno va a casarse en breve con su hija, es una iniciativa casi nunca desprovista de recelos. Dalgliesh, con un vago recuerdo de otros encuentros similares imaginarios, había previsto que, como suplicante, se esperaba de él que viera al profesor Lavenham a solas, pero Emma le convenció fácilmente de que debían visitar a su padre juntos.
– De lo contrario, cariño, no hará más que preguntar cuál es mi opinión. Al fin y al cabo, nunca te ha visto y yo apenas he mencionado tu nombre. Si no voy yo, no estaré segura de que lo haya asimilado. Tiene realmente cierta tendencia al despiste, aunque nunca tengo claro en qué medida esto es genuino.
– ¿Acostumbra a estar despistado?
– Cuando estoy con él, pero a su cabeza no le pasa nada. Más bien le gusta tomar el pelo.
Dalgliesh creía que el despiste y las bromas serían los problemas menos graves con su futuro suegro. Había advertido que, al llegar a viejos, los hombres distinguidos son dados a exagerar sus excentricidades de cuando eran más jóvenes, como si estas rarezas autodefinitorias de la personalidad fueran una defensa contra la pérdida paulatina de las capacidades físicas y mentales, el amorfo aplastamiento del yo en los últimos años. No estaba seguro de lo que sentían Emma y su padre uno hacia otro, pero seguramente era amor -al menos en el recuerdo- y afecto. Emma le había dicho que su hermana pequeña, juguetona, dócil y más bonita que ella, muerta atropellada por un coche que iba a toda velocidad, había sido la favorita de su padre, pero lo había dicho sin ningún tono de crítica ni de rencor. El rencor no era una emoción que él relacionara con Emma. Pero por difícil que fuera la relación, ella quería que esta reunión entre su padre y su amante saliera bien. A él correspondía conseguir que así fuera, que Emma no recordara la entrevista como una situación embarazosa o le quedara un desasosiego perdurable.
Todo lo que Dalgliesh sabía de la infancia de Emma había sido dicho en estos fragmentos inconexos de conversación en el que cada uno exploraba con pasos vacilantes el interior del pasado del otro. Al jubilarse, el profesor Lavenham había rechazado Oxford en favor de Londres y vivía en un piso grande de uno de los edificios eduardianos de Marylebone, dignificado, como la mayoría, con la denominación de «palacete». El edificio no estaba muy lejos de la estación de Paddington, con su línea regular de tren a Oxford, donde el profesor era un frecuente -y, sospechaba su hija, a veces demasiado frecuente- comensal en la mesa de los profesores. Un ex sirviente de la universidad y su esposa, que se habían mudado a Camden Town a vivir con una hija enviudada, acudían a diario a hacer la limpieza y volvían más tarde a preparar la cena del profesor. Cuando se casó, él tenía más de cuarenta años y, aunque ahora tenía sólo setenta, era perfectamente capaz de cuidar de sí mismo, al menos en las cosas esenciales. Sin embargo, los Sawyer se habían convencido a sí mismos, con cierta connivencia por parte del profesor, de que estaban ocupándose con devoción de un distinguido caballero necesitado de ayuda. Sólo el adjetivo «distinguido» era adecuado. Los antiguos colegas que visitaban los palacetes Calverton opinaban que a Henry Lavenham le había ido muy bien.
Dalgliesh y Emma cogieron un taxi para ir a los Palacetes y llegaron a la hora convenida con el profesor, las diez y media. El edificio había sido repintado hacía poco, el enladrillado era de un desafortunado color que, según Dalgliesh, recordaba al del filete de ternera. El espacioso ascensor, revestido de espejos y con un fuerte olor a cera de muebles, los llevó a la tercera planta.
La puerta del número 27 se abrió tan puntualmente que Dalgliesh sospechó que su anfitrión había estado vigilando la llegada del taxi desde la ventana. El hombre que tenía enfrente era tan alto como él, con un rostro hermoso de huesos prominentes bajo una mata de pelo rebelde de color gris acero. Se ayudaba de un bastón, pero sus hombros estaban sólo ligeramente encorvados, y los ojos oscuros, el único parecido con su hija, habían perdido su brillo pero observaban a Dalgliesh con una mirada tan penetrante que desconcertaba. Iba en zapatillas y vestido de manera informal, pero su aspecto era inmaculado.
– Pasad, pasad -dijo con una impaciencia que daba a entender que se estaban demorando en la puerta.
Fueron conducidos a una gran estancia delantera con una ventana en saledizo. Evidentemente era una biblioteca; de hecho, dado que cada pared era un mosaico de lomos de libros y que en el escritorio y prácticamente en todas las demás superficies no había más que montones de libros en rústica y revistas, no quedaba sitio para otra actividad que no fuera leer. Frente al escritorio, una silla de respaldo alto había sido liberada de sus papeles, que ahora se amontonaban debajo, lo que, a juicio de Dalgliesh, le daba una singularidad desnuda y en cierto modo de mal agüero.
Tras retirar su silla del escritorio y tomar asiento, el profesor Lavenham indicó a Dalgliesh que hiciera lo propio con la silla vacía. Los ojos oscuros, bajo unas cejas ahora grises pero curiosamente con la misma forma que las de Emma, miraban fijamente a Dalgliesh por encima de unas gafas de media luna. Emma se acercó a la ventana. Dalgliesh pensó que ella se estaba disponiendo a pasarlo bien. Después de todo, su padre no podía prohibir el matrimonio. Emma deseaba su aprobación, pero no tenía intención de dejarse influir por el consentimiento o el rechazo. De todos modos, habían hecho bien en ir. Dalgliesh tenía la incómoda sensación de que debía haber ido antes. El comienzo no era propicio.
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