– ¿Un asunto de hombres, en cierto modo? -dijo Retancourt con bastante rudeza-. ¿Un asunto de superhombres?
– Ése es todo el problema. Frene, Retancourt. Apague las luces.
El taxi había dejado al chico junto al canal Saint-Martin en una parte desierta del muelle de Jemmapes.
– Un lugar tranquilo, es lo menos que se puede decir -murmuró Adamsberg.
– Está esperando a que el taxi se vaya antes de irse a casa -comentó Retancourt-. Prudente, el superhombre. En mi opinión, no quiere dar la dirección exacta. Va a caminar.
– Siga con las luces apagadas, teniente -dijo Adamsberg cuando el joven empezó a moverse-. Siga. Pare.
– Mierda, ya lo veo -dijo Retancourt.
Estalère le echó una mirada aterrorizada a Violette Retancourt. Dios santo, uno no decía mierda al jefe de grupo.
– Perdón -farfulló Retancourt-, se me ha escapado. Es sólo que lo he visto. Veo muy bien en la oscuridad. El joven ya no se mueve. Espera cerca del canal. ¿Qué demonios pinta? ¿Duerme ahí o qué?
Adamsberg tardó unos instantes en analizar el lugar, inclinándose entre los dos tenientes.
– Salgo -dijo-. Me pondré lo más cerca posible, detrás del panel publicitario.
– ¿Dónde está esa taza de café? -preguntó Retancourt-. ¿Y morir de placer? No es muy apetecible como escondite.
– Es verdad que tiene buenos ojos, teniente.
– Cuando quiero. Puedo decirle incluso que hay un montón de gravilla todo alrededor. Va a hacer ruido. El superhombre enciende un pitillo. Creo que espera a alguien.
– O que toma el fresco o que reflexiona. Sitúense los dos a cuarenta pasos detrás de mí, a menos diez y a y diez.
Adamsberg descendió del coche silenciosamente y se acercó a la fina silueta que esperaba al borde del agua. A treinta metros, se quitó los zapatos, atravesó paso a paso la zona de gravilla y se pegó detrás de Y morir de placer. Se distinguía mal el canal en este sector casi negro. Adamsberg levantó la cabeza y constató que las tres farolas más próximas estaban rotas, con los cristales hechos añicos. Quizás el tipo no fuese simplemente a tomar el fresco. El joven echó su cigarrillo al agua, después hizo crujir sus dedos tirando de ellos, una mano y después la otra, vigilando el muelle por la parte izquierda. Adamsberg escrutó en la misma dirección. Una sombra se aproximó a lo lejos, alta, delgada y titubeante. Un hombre, un anciano que tenía cuidado con dónde ponía los pies. ¿Un cuarto Journot? ¿Un tío? ¿Un tío abuelo?
Al llegar a la altura del joven, el anciano se detuvo en la oscuridad, indeciso.
– ¿Es usted? -preguntó.
Recibió un poderoso directo en la mandíbula seguido de un golpe en el plexo solar y se derrumbó como un castillo de naipes.
Adamsberg atravesó corriendo el espacio que lo separaba del muelle, mientras el joven arrojaba el cuerpo inanimado al canal. El paso de carrera de Adamsberg hizo que se volviese y se diera a la fuga en una fracción de segundo.
– ¡Estalère! ¡Sígalo! -gritó Adamsberg antes de arrojarse directamente al canal, donde el cuerpo del anciano flotaba sobre el vientre, sin debatirse. En unas brazadas, Adamsberg lo arrastró hacia la orilla, donde Estalère le tendía una mano.
– ¡Mierda, Estalère! -gritó Adamsberg-. ¡El tipo! ¡Vaya tras el tipo!
– Retancourt está en ello -explicó Estalère como si hubiese soltado a los perros.
Ayudó a Adamsberg a subir al muelle y a izar el cuerpo pesado y resbaladizo.
– Boca a boca -ordenó Adamsberg lanzándose sobre el muelle.
A lo lejos, vio escapar la silueta del joven, rápido como un gamo. Tras él seguía con paso pesado la gruesa sombra de Retancourt, tan imponente como un tanque tras el culo de una gaviota. Después, la gruesa sombra pareció disminuir la distancia e incluso aproximarse claramente a su presa. Adamsberg ralentizó la marcha estupefacto. Una veintena de zancadas más tarde, escuchó un choque, un ruido sordo y un grito de dolor. Nadie corría a lo lejos.
– ¿Retancourt? -llamó.
– No hace falta que corra -le respondió la voz grave de la mujer-, lo tengo bien atrapado.
Dos minutos más tarde, Adamsberg descubrió a la teniente Retancourt cómodamente instalada sobre el pecho del fugitivo, aplastándole todas las costillas altas. Al joven le costaba respirar, y se retorcía en todas las direcciones para tratar de extirparse de debajo de aquella bomba que le había caído encima. Retancourt ni se había tomado el trabajo de sacar su pistola.
– Corre rápido, teniente. No hubiese apostado por usted.
– ¿Porque tengo el culo gordo?
– No -mintió Adamsberg.
– Se equivoca. Me frena.
– No tanto.
– Digamos que tengo energía -respondió Retancourt-. La transformo en lo que quiero.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, en este momento, hago masa.
– ¿Tiene una linterna? La mía está empapada.
Retancourt le tendió la linterna y Adamsberg iluminó el rostro de su prisionero. Después le puso las esposas, un anillo enganchado a la muñeca de Retancourt. Es decir a un árbol.
– Joven descendiente Journot -dijo-, la venganza se detiene aquí, sobre el muelle de Jemmapes.
El hombre volvió sus ojos hacia él, atónito y lleno de odio.
– Se equivoca de persona -dijo gesticulando-. El anciano ha querido atacarme, me he defendido.
– Estaba detrás de ti. Le has estampado el puño en los morros.
– ¡Porque había sacado un arma! Me dijo: «¿Es usted?», ¡y al mismo tiempo, sacó un arma! Le di un golpe. ¡No sabía lo que quería de mí ese tipo! Se lo ruego, ¿no podría decirle a esta buena mujer que se separe? Me ahogo.
– Póngase sobre las piernas, Retancourt.
Adamsberg lo registró en busca de papeles. Encontró la cartera en el interior de la cazadora y la vació, orientando su lámpara hacia el suelo.
– ¡Suélteme! -gritó el tipo-. ¡Me ha atacado!
– Cállate. Empieza a ser suficiente.
– ¡Se equivoca de persona! ¡No conozco a ningún Journot!
Adamsberg frunció las cejas e iluminó el carné de identidad.
– ¿Tampoco te llamas Heller-Deville? -preguntó sorprendido.
– ¡No! ¡Ya ve que se equivoca! ¡El tipo me atacó!
– Póngalo de pie, Retancourt -dijo Adamsberg-. Llévelo al coche.
Adamsberg se levantó, su ropa chorreaba de agua sucia y volvió hacia Estalère, preocupado. El joven se llamaba Antoine Hurfin, nacido en Vétigny, en el departamento de Loir-et-Cher. ¿Un simple amigo de Marie-Belle? ¿Atacado por el anciano?
Estalère parecía haber devuelto la vida al cuerpo del anciano, al que mantenía sentado contra él, sujetándolo por la espalda.
– Estalère -preguntó Adamsberg acercándose-, ¿por qué no se puso a correr cuando le pedí que lo hiciera?
– Perdone, comisario, le he desobedecido. Pero Retancourt corre tres veces más rápido que yo. El tipo estaba ya fuera de alcance, pensé que ella era nuestra única oportunidad.
– Es curioso que sus padres la hayan llamado Violette.
– ¿Sabe?, comisario, un bebé no es grueso, uno no puede imaginarse que se va a transformar en un carro de combate polivalente. Pero ella es muy dulce, como mujer -añadió enseguida para corregirse-. Muy amable.
– ¿Sí?
– Hay que conocerla, evidentemente.
– ¿Cómo va él?
– Respira pero ya tenía agua en los bronquios. Está todavía fastidiado, agotado, quizás sea el corazón. He pedido socorro, ¿he hecho bien?
Adamsberg se arrodilló y apuntó la linterna al rostro del hombre que descansaba sobre el hombro de Estalère.
– Mierda. Decambrais.
Adamsberg le tomó el mentón, lo sacudió suavemente.
Читать дальше