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Fred Vargas: Huye rápido, vete lejos

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Fred Vargas Huye rápido, vete lejos

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza? En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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Adamsberg se inmovilizó junto a su teléfono. Damas no había hecho más que ejecutar aquello en lo que creía. Era amo de la plaga y había sembrado los anuncios, pintado cuatros y liberado pulgas apestadas. Los anuncios garantizaban el retorno de una verdadera peste, descargándolo de su fardo. Anuncios alborotando a la opinión pública, dando crédito al regreso de su poder. Anuncios propagando la confusión, dejándole las manos libres. Signo del cuatro limitando los daños que creía cometer, calmando la conciencia de aquel asesino imaginario y escrupuloso. Un amo no es aproximativo a la hora de escoger sus víctimas. Los cuatros eran necesarios para poner dique a la liberación de las pulgas, para apuntar con exactitud y no groseramente. No era cuestión para Damas de destruir a toda la población de un edificio cuando sólo quería acabar con uno. Hubiese sido una torpeza imperdonable para un hijo de Journot.

Esto es lo que había hecho Damas. Había creído en ello. Había soltado su poder sobre aquellos que lo habían abolido, para renacer. Había deslizado bajo cinco puertas pulgas impotentes. Clémentine había «terminado el trabajo» y había soltado los insectos en casa de los tres últimos torturadores. Ahí se acababan los crímenes inoperantes del crédulo sembrador de peste.

Pero alguien mataba detrás de Damas. Alguien que se deslizaba en su fantasma y operaba realmente en su lugar. Alguien práctico, que no creía ni un segundo en la peste y que no sabía nada. Que pensaba que la piel de los apestados era negra. Alguien que cometía una enormemeteduradepata . Alguien que empujaba a Damas en la trampa profunda que se había escavado, hasta su término ineluctable. Una operación simple. Damas pensaba en matar, otro lo hacía en su lugar. Los cargos eran aplastantes para Damas, apretados de un extremo a otro del proceso, desde las pulgas de rata hasta el carbón de leña, y lo conducirían directamente a cadena perpetua. ¿Quién iba a argumentar que Damas no era culpable, apoyándose en algunos miserables puntos suspensivos? Era como una ramita que luchase contra una avalancha de pruebas. No habría ni un solo jurado que se detuviese sobre esos tres puntitos.

Decambrais lo había comprendido. Había tropezado con la incompatibilidad de la ciencia maniaca del sembrador y del grosero error final. Había tropezado con el carbón de leña e iba a llegar a la única salida posible: doshombres. Un sembrador y un asesino. Y Decambrais hablaba demasiado, por la noche, en El Vikingo. El asesino había comprendido. Había sopesado las consecuencias de su pifia. Era una cuestión de horas antes de que el erudito llegase al término de su razonamiento y se abriese a la policía. El peligro era inminente y el viejo debía callarse. No quedaba tiempo para trabajar con finura. Quedaba el accidente, el ahogamiento, el azar depravado.

Hurfin. Un tipo que odiaba lo bastante a Damas como para desear su caída. Un tipo que se había aproximado a Marie-Belle para sacarle información a la hermana cándida. Una carita seca y débil, un hombre que uno hubiese creído más bien dócil pero que no conocía ni el miedo ni el titubeo y que arrojaba un tipo al agua en menos que canta un gallo. Un tipo violento, un asesino rápido. ¿Por qué no había matado directamente a Damas, entonces? ¿Por qué matar a los otros cinco?

Adamsberg fue a la ventana y pegó su frente contra el cristal, observando la oscuridad de la calle.

¿Y si se las arreglaba para cambiar de móvil, recuperando el mismo número?

Registró su chaqueta empapada, sacó de ella el teléfono y lo desmontó para poner a secar sus órganos internos. Nunca se sabe.

¿Y si el asesino no podía matar a Damas, simplemente, porque el crimen caería sobre sus espaldas al instante? ¿Igual que el asesinato de una mujer rica cae sobre las espaldas de un marido pobre? Única posibilidad, Hurfin era pues el marido de Damas. El marido pobre de un Damas rico.

La fortuna Heller-Deville.

Adamsberg llamó a la brigada desde su teléfono fijo.

– ¿Qué cuenta? -preguntó.

– Que el viejo lo ha agredido y que se defendió. Se vuelve malo, muy malo.

– No lo deje. ¿Hablo con Gardon?

– Teniente Mordent, comisario.

– Es él, Mordent. Ha estrangulado a los cuatro tipos y a la mujer.

– No es lo que dice.

– ¿Qué ha hecho? ¿Tiene coartadas?

– Que estaba en su casa, en Romorantin.

– Profundice, Mordent, profundice en Romorantin. Busque la relación entre Hurfin y la fortuna Heller-Deville. Mordent, un minuto. Recuérdeme su nombre.

– Antoine.

– El padre Heller-Deville se llamaba Antoine. Despierte a Danglard, envíele a Romorantin a toda velocidad. Tiene que arrancar con la investigación al alba. Danglard es un experto en lógica familiar, particularmente en su vertiente devastada. Dígale que averigüe si Antoine Hurfin es hijo de Heller-Deville. Un hijo no reconocido.

– ¿Por qué buscamos eso?

– Porque es lo que es.

Al despertar, Adamsberg dirigió sus ojos hacia el móvil destripado, desnudo y seco. Marcó el número de los servicios técnicos a disposición de los pesados día y noche y reclamó un nuevo aparato, esgrimiendo su antiguo número ahogado.

– Es imposible -le respondió una mujer cansada.

– Es posible. El aparato electrónico está seco. No hay más que trasvasarlo a otro aparato.

– Es imposible, señor. No es ropa de casa, es una tarjeta con unas pulgas que uno no puede… [1]

– Lo sé todo sobre las pulgas -cortó Adamsberg-. Son vivaces. Querría que transportasen ésta a otro hábitat.

– ¿Por qué no acepta simplemente otro número de teléfono?

– Porque espero una llamada urgente de aquí a diez o quince años. Brigada de homicidios -añadió Adamsberg.

– En ese caso… -dijo la mujer, impresionada.

– Les mando mi aparato en menos de una hora.

Colgó con la esperanza de que su pulga personal se revelase más operante que las de Damas.

XXXVII

Danglard llamó mientras Adamsberg terminaba de vestirse, poniéndose un pantalón y una camiseta prácticamente idénticos a los de la víspera. Adamsberg tendía a promover una indumentaria universal, eliminando el problema de elegir y conjuntar, a fin de amargarse la vida lo menos posible con esas historias de ropa. Sin embargo no había conseguido encontrar otro par de zapatos en su armario que no fuesen las gruesas botas de montaña, poco aptas para caminar por París, y había tenido que recurrir a las sandalias de cuero que acababa de ponerse sobre los pies descalzos.

– Estoy en Romorantin -dijo Danglard- y tengo sueño.

– Dormirá cuatro días seguidos en cuanto haya terminado de registrar esa ciudad. Nos aproximamos al punto neurálgico. No abandone la pista de Antoine Hurfin.

– Ya he terminado con Hurfin. Duermo y me vuelvo a París.

– Más tarde, Danglard. Bébase tres cafés y siga.

– He seguido y he terminado. Me ha bastado con interrogar a la madre, no hace ningún misterio del asunto, al contrario. Antoine Hurfin es el hijo de Heller-Deville, nacido ocho años después que Damas, hijo no reconocido. Heller-Deville le ha…

– ¿Sus condiciones de vida, Danglard? ¿Pobres?

– Digamos, necesitados. Antoine trabaja con un cerrajero, se aloja en una pequeña habitación encima de la tienda. Heller-Deville le ha…

– Perfecto, métase en su coche, me contará los detalles en cuanto llegue. ¿Ha podido avanzar en cuanto al físico torturador?

– Lo arrinconé en mi pantalla ayer por la noche. Es Châtellerault. Los aceros Messelet, una empresa muy grande instalada en la zona industrial, suministrador número uno de las flotas aéreas, mercado mundial.

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