Fred Vargas - Huye rápido, vete lejos

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Huye rápido, vete lejos: краткое содержание, описание и аннотация

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?
En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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– Caza mayor, Danglard. ¿Messelet es el propietario?

– Sí, Rodolphe Messelet, ingeniero en ciencias físicas, profesor universitario, director del laboratorio, jefe de la empresa y titular exclusivo de nueve patentes de invención.

– ¿Entre las cuales está un acero ultraligero casi infisible?

– No fisible -corrigió Danglard-. Sí, entre otros. Registró esa patente hace siete años y siete meses.

– Es él, Danglard, el comanditario del suplicio y del robo. Evidentemente es él. Pero es también un reyezuelo provincial y un intocable de la industria francesa.

– Lo tocaremos.

– No creo que Interior nos apoye en ese golpe, comisario. Demasiado dinero y la reputación nacional en juego.

– No necesitamos avisar a nadie, y todavía menos a Brézillon. Una filtración en la prensa y la mancha de tinta alcanzará a esta basura en dos días. No le faltará más que derrapar y darse de bruces. Lo recogeremos en el juzgado.

– Perfecto -dijo Danglard-. En cuanto a la madre de Hurfin…

– Más tarde, Danglard, su hijo me espera.

Los oficiales de noche habían dejado su informe sobre la mesa. Antoine Hurfin, veintitrés años, nacido en Vétigny y domiciliado en Romorantin, Loir-et-Cher, se había aferrado obstinadamente a sus primeras declaraciones y había telefoneado a un abogado que le había aconsejado, enseguida, que se callase. Desde entonces, Antoine Hurfin había permanecido mudo.

Adamsberg se plantó delante de su celda. El joven estaba sentado sobre la litera, apretando los maxilares, haciendo funcionar una infinidad de pequeños músculos en su rostro huesudo y chasqueando las articulaciones de sus dedos delgados.

– Antoine -dijo Adamsberg-, eres el hijo de Antoine. Eres un Heller-Deville privado de todo. Privado de reconocimiento, privado de padre, privado de dinero. Pero probablemente provisto de golpes, bofetadas y desolación. Tú también golpeas, maltratas. A Damas, al otro hijo, al reconocido, al afortunado. Tu hermanastro. Que lo ha pasado tan mal como tú, por si no lo sabes. Mismo padre, mismas bofetadas.

Hurfin guardó silencio y lanzó una mirada a la vez odiosa y vulnerable en dirección al policía.

– Tu abogado te ha dicho que te callases y lo obedeces. Eres disciplinado y dócil, Antoine. Es extraño en un asesino. Si entrase en tu celda no sé si te echarías sobre mí para cortarme el cuello o si te ovillarías en un ángulo. O las dos cosas. Ni siquiera sé si te das cuenta de lo que haces. Eres todo acto y no sé dónde está tu pensamiento. Al contrario de Damas, que es todo pensamiento e impotencia. Destructores tanto el uno como el otro, tú con tus manos, él con su cabeza. ¿Me escuchas, Antoine?

El joven se estremeció, sin moverse.

Adamsberg dejó los barrotes y se alejó, casi tan desolado ante aquel rostro torturado y estremecido como ante la impasibilidad inconsecuente de Damas. Podía estar orgulloso de sí mismo el padre Heller-Deville.

Las celdas de Clémentine y de Damas estaban en el otro extremo del local. Clémentine había empezado una partida de póquer con Damas, pasando las cartas de una celda a la otra deslizándolas por el suelo. A falta de peones apostaban con galletas.

– ¿Ha podido dormir, Clémentine? -preguntó Adamsberg abriendo la reja.

– No demasiado mal -dijo la anciana-. No es como dormir en casa de uno, es un cambio. ¿Cuándo salimos, el chico y yo?

– La teniente Froissy va a acompañarla al cuarto de baño y a darle ropa. ¿De dónde han sacado las cartas?

– De su cabo Gardon. Ayer pasamos una buena velada.

– Damas -dijo Adamsberg-, prepárate. Será tu tumo después.

– ¿De qué? -preguntó Damas.

– De lavarte.

Hélène Froissy condujo a la anciana y Adamsberg se acercó a la celda de Kévin Roubaud.

– Vas a salir, Roubaud, ponte de pie. Te trasladamos.

– Estoy bien aquí -dijo Roubaud.

– Volverás -dijo Adamsberg abriendo la reja de par en par-. Estás detenido por golpes y lesiones y presunción de violación.

– Mierda -dijo Roubaud-, les guardaba las espaldas.

– Espaldas terriblemente activas. Eras el sexto en la lista. Uno de los más peligrosos, entonces.

– Mierda, de todas formas he venido a ayudarlo. Colaboración con la justicia, eso cuenta, ¿no?

– Lárgate. No soy tu juez.

Dos oficiales se llevaron a Roubaud fuera de la brigada. Adamsberg consultó su memorándum. Acné , mandíbula prominente , sensible , igual a Maurel.

– Maurel, ¿quién ha tomado el relevo en el domicilio de Marie-Belle? -preguntó consultando el reloj.

– Noël y Favre, comisario.

– ¿Qué demonios hacen? Son las nueve y media.

– Quizás no vaya a salir. No abre la tienda desde que su hermano está encerrado.

– Voy para allá -dijo Adamsberg-. Puesto que Hurfin no habla, Marie-Belle va a contarme lo que le ha sacado.

– ¿Va así, comisario?

– ¿Así cómo?

– Quiero decir, en sandalias. ¿No quiere que le prestemos algo?

Adamsberg consideró sus pies a través de las correas de cuero gastado, buscando el defecto.

– ¿Qué es lo que no va, Maurel? -preguntó sinceramente.

– No sé -dijo Maurel, que buscaba la manera de dar marcha atrás-. Es jefe de grupo.

– Ah -dijo Adamsberg-. ¿La apariencia, Maurel? ¿Es eso?

Maurel no respondió.

– No tengo tiempo de comprarme zapatos -dijo Adamsberg encogiéndose de hombros-. Y Clémentine es más urgente que mi ropa, ¿no?

– Sí, comisario.

– Cuídese de que no le falte nada. Voy a buscar a la hermana y vuelvo.

– ¿Cree que nos hablará?

– Probablemente. A Marie-Belle le gusta contar su vida.

En el momento en que iba a traspasar la puerta, un mensajero especial le entregó un paquete que abrió en la calle. Encontró en él su móvil y colocó todo sobre el portaequipajes de un coche mientras buscaba el contrato aferente. Pulga vivaz. El antiguo número había podido conservarse y había sido transferido a un aparato nuevo. Satisfecho, lo guardó en su bolsillo interior y continuó su camino, con la mano puesta encima, a través de la tela, como si quisiera calentarlo y retomar con él el diálogo interrumpido.

Localizó a Noël y a Lamarre haciendo guardia en la Rue de la Convention. El más bajo era Noël. Orejas , pelo cepillo , cazadora , igual a Noël. El alto y rígido era Lamarre, el antiguo gendarme de Granville. Los dos hombres echaron una mirada rápida a sus pies.

– Sí, Lamarre, lo sé. Me compraré unos más adelante. Subo -dijo indicando el cuarto piso-. Pueden entrar.

Adamsberg atravesó el lujoso recibidor, siguió por la escalera cubierta de una ancha alfombra roja. Percibió el sobre clavado con una chincheta sobre la puerta de Marie-Belle antes de llegar al descansillo. Subió los últimos escalones con lentitud, disgustado, y se acercó al rectángulo blanco que llevaba simplemente su nombre, Jean-Baptiste Adamsberg.

Se había ido. Marie-Belle se había ido en las narices de sus hombres de guardia. Se había largado. Se había largado sin ocuparse de Damas. Adamsberg descolgó el sobre con el ceño fruncido. La hermana de Damas había abandonado el terreno en llamas.

La hermana de Damas y la hermana de Antoine.

Adamsberg se sentó pesadamente sobre un escalón, con el sobre encima de sus rodillas. La luz se apagó. Antoine no le había arrancado la información a Marie-Belle sino que Marie-Belle se la había dado. A Hurfin el asesino, a Hurfin el obediente. A las órdenes de su hermana, Marie-Belle Hurfin. Llamó a Danglard en la oscuridad.

– Estoy en el coche -dijo Danglard-. Dormía.

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