Fred Vargas - Huye rápido, vete lejos

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?
En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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Marie-Belle.

Adamsberg dobló la carta y se sentó en la sombra, con el puño sobre los labios, durante mucho tiempo.

En la brigada, abrió sin una palabra la celda de Damas y le hizo una seña para que le siguiera a su despacho. Damas cogió una silla, se echó el cabello hacia atrás y lo contempló, atento, paciente. Aún sin hablar, Adamsberg le tendió la carta de su hermana.

– ¿Es para mí? -preguntó Damas.

– Para mí. Lee.

Damas encajó el golpe duramente. La carta colgaba de las yemas de sus dedos, la cabeza apoyada sobre la mano, y Adamsberg vio cómo las lágrimas rompían sobre sus rodillas. Eran muchas noticias a la vez, el odio de un hermano y una hermana y la necedad total del poder Journot. Adamsberg se sentó sin ruido frente a él y esperó.

– ¿No había nada en las pulgas? -susurró al fin Damas, todavía cabizbajo.

– Nada.

Damas dejó pasar todavía un largo silencio, con las manos aferradas a sus piernas, como si hubiese tenido que beber algo atroz y que no bajaba. Adamsberg casi podía ver cómo una masa terrible, el peso de la realidad, se fundía sobre él, aplastándole la cabeza, reventando su mundo redondo como una pelota, sangrando su imaginario hasta dejarlo en blanco. Se preguntó si el hombre podría salir de pie del despacho, con una carga tal, caída sobre él como un meteorito.

– ¿No había peste? -preguntó articulando apenas.

– Ninguna peste.

– ¿No murieron de peste?

– No. Han muerto estrangulados por tu hermanastro, Antoine Hurfin.

Nuevo derrumbamiento, nueva torsión de las manos sobre sus rodillas.

– Estrangulados y tiznados de negro -continuó Adamsberg-. ¿No te sorprendieron esas marcas de estrangulamiento, ese carbón?

– Sí.

– ¿Y entonces?

– Creí que la policía inventaba eso para ocultar la peste, para no asustar a la gente. Pero ¿era verdad?

– Sí. Antoine llegaba detrás de ti y los liquidaba.

Damas contemplaba su mano, tocó su diamante.

– ¿Y Marie-Belle lo dirigía?

– Sí.

Nuevo silencio. Nueva caída.

En ese instante, Danglard entró y Adamsberg le señaló con un dedo la carta a los pies de Damas. Danglard la recogió y asintió con la cabeza gravemente. Adamsberg escribió algunas palabras sobre un papel que le tendió.

Llame al doctor Ferez para que atienda a Damas: urgente. Prevenga a la Interpol acerca de Marie-Belle: ninguna esperanza , demasiado lista.

– Y Marie-Belle, ¿no me quería? -susurró Damas.

– No.

– Yo creí que me quería.

– Yo también lo creía. Todo el mundo lo creía. Nos ha engañado a todos.

– ¿Quería a Antoine?

– Sí. Un poco.

Damas se dobló en dos.

– ¿Por qué no me pidieron el dinero? Se lo hubiese dado todo.

– No creyeron que eso fuese posible.

– No quiero tocarlo, de todas formas.

– Vas a tocarlo, Damas. Vas a pagar un abogado serio para tu hermanastro.

– Sí -dijo Damas, todavía arrebujado entre sus brazos.

– Debes ocuparte también de su madre. No tiene con qué vivir.

– Sí. «La gorda de Romorantin.» Es así como hablaban de ella siempre en casa. Yo no sabía qué querían decir ni quién era.

Damas volvió a levantar bruscamente la cabeza.

– ¿No se lo dirá, eh? ¿No se lo dirá?

– ¿A su madre?

– A Mané. No le dirá que sus pulgas no eran… no eran…

Adamsberg no trataba de ayudarlo. Damas tenía que pronunciar las palabras él solo, un gran número de veces.

– Que no estaban… infectadas -concluyó Damas-. Eso la mataría.

– No soy un asesino. Y tú tampoco. Piénsalo, piénsalo bien.

– ¿Qué van a hacerme?

– No has matado a nadie. No eres responsable más que de una treintena de picaduras de pulga y de un pánico popular.

– ¿Y entonces?

– El juez no continuará. Puedes salir hoy, ahora.

Damas se levantó con la torpeza de un hombre derrengado, apretando sus dedos al puño en torno a su diamante. Adamsberg contempló cómo salía y lo siguió, atento a su primer contacto con la calle real. Pero Damas torció hacia la izquierda, hacia su celda abierta, se acostó acurrucado y no volvió a moverse. Sobre la suya, Antoine Hurfin estaba en la misma posición en sentido inverso. El padre Heller-Deville había hecho un buen trabajo.

Adamsberg abrió la celda de Clémentine, que fumaba mientras hacía un solitario.

– ¿Y bien? -dijo mirándolo-. ¿Hay movimiento ahí dentro? Unos vienen, otros van y uno nunca está al corriente de lo que pasa.

– Puede irse, Clémentine. Vamos a reconducirla a Clichy.

– Ya era hora.

Clémentine aplastó su colilla contra el suelo, se puso su jersey y lo abotonó con cuidado.

– Están bien sus sandalias -dijo con un tono apreciativo-. Le sientan bien al pie.

– Gracias -dijo Adamsberg.

– Diga, comisario, ahora que nos conocemos un poco, ¿podría decirme si la han palmado los tres últimos cabrones? Con todo este desbarajuste, no he seguido las noticias.

– Los tres han muerto de peste, Clémentine. Kévin Roubaud, el primero.

Clémentine sonrió.

– Después otro cuyo nombre he olvidado y al final Rodolphe Messelet, hace menos de una hora. Se cayó como un bolo.

– En buena hora -dijo Clémentine sonriendo anchamente-. Existe la justicia. No hay que tener prisa, eso es todo.

– Clémentine, recuérdeme el nombre del segundo, se me escapa.

– A mí no se me olvida. Henri Tomé, de la Rue de Grenelle. El último de los hijos de puta.

– Eso es.

– ¿Y el chico?

– Se ha quedado dormido.

– Claro, lo marea tanto que lo cansa. Dígale que lo espero el domingo para comer, como de costumbre.

– Allí estará.

– Bueno, yo creo que ya nos lo hemos dicho todo, comisario -concluyó ella tendiéndole una mano firme-. Le escribiré una tarjeta a su Gardon para agradecerle las cartas y al otro, al alto, un poco fofo, calvo y de buen año, un hombre con gusto.

– ¿Danglard?

– Sí, quería mi receta de galletas. No me lo pidió así, pero yo entendí bien el fondo del asunto. Parecía importante para él.

– Es muy posible.

– Un hombre que sabe vivir -dijo Clémentine asintiendo con la cabeza-. Perdón, paso delante.

Adamsberg acompañó a Clémentine Courbet hasta el portal y recibió a Ferez, al que detuvo con un ademán.

– ¿Es él? -dijo Ferez, mostrándole la celda donde estaba replegado Hurfin.

– Éste es el asesino. Grave asunto de familia, Ferez. Será probablemente internado en un manicomio.

– Ya no se dice «manicomio», Adamsberg.

– Pero él -continuó Adamsberg señalando a Damas- debe salir y no está en estado de hacerlo. Me prestaría un servicio, un gran servicio, Ferez, si lo ayudase y siguiese su caso. Reinserción en el mundo real. Una caída muy dolorosa, diez pisos.

– ¿Es el tipo con el fantasma?

– El mismo.

Mientras Ferez trataba de desdoblar a Damas, Adamsberg lanzó a dos oficiales tras Henri Tomé y a la prensa sobre Rodolphe Messelet. Después llamó a Decambrais que se preparaba para dejar el hospital aquella tarde, y a Lizbeth y a Bertin, para prevenirlos de que preparasen con suavidad la vuelta de Damas. Terminó con Masséna y después con Vandoosler, a quien informó de la conclusión de la enorme metedura de pata.

– Lo oigo mal, Vandoosler.

– Es Lucien, que vuelca las compras sobre la mesa. Ése es el estruendo.

Sin embargo, escuchó claramente la fuerte voz de Lucien que declamaba en la gran habitación sonora:

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