Fred Vargas - Huye rápido, vete lejos

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?
En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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– En la naturaleza, menospreciamos con demasiada frecuencia el extraordinario poder de la calabaza.

Colgó pensando que aquel habría sido un buen anuncio para el pregón de Joss Le Guern. Un anuncio robusto, sano y bien terminado, sin problemas, lejos, muy lejos, de las siniestras resonancias de la peste que empezaban a borrarse. Volvió a posar su teléfono sobre la mesa, bien en el centro, y lo contempló un momento. Danglard entró con un dossier en la mano y siguió la mirada de Adamsberg. A su vez, se puso a contemplar en silencio el aparatito.

– ¿Hay algo que no funciona en ese móvil?

– Nada -dijo Adamsberg-. Es que no suena.

Danglard dejó el dossier Romorantin y salió sin hacer comentario alguno. Adamsberg se recostó sobre el dossier, con la cabeza metida entre los brazos, y se quedó dormido.

XXXVIII

A las siete y media de la tarde, Adamsberg llegó a la Place Edgar-Quinet, sin apurar el paso, pero más ligero que hacía quince días. Más ligero y también más vacío. Entró en la casa de Decambrais, en el pequeño despacho donde una moderna pancarta rezaba: Consejero en cosas de la vida. Decambrais estaba en su puesto, con la cara todavía pálida pero con la espalda de nuevo erguida, y hablaba con un hombre grueso y alterado instalado frente a él.

– Vaya -dijo Decambrais echándole una mirada a Adamsberg y después a sus sandalias-. Hermes, el mensajero de los dioses. ¿Tiene noticias?

– Paz en la ciudad, Decambrais.

– Espere un minuto, comisario. Estoy en medio de una consulta.

Adamsberg se alejó hacia la puerta, atrapando un fragmento de la conversación que continuaba.

– Esta vez, se ha roto -decía el hombre.

– Ya lo hemos arreglado otras veces -respondía Decambrais.

– Se ha roto.

Decambrais hizo entrar a Adamsberg unos diez minutos más tarde y le hizo sentar en la silla todavía caliente de su predecesor.

– ¿De qué se trata? -preguntó Adamsberg-. ¿Un mueble? ¿Un miembro?

– Una relación. Veintisiete rupturas y veintiséis arreglos con la misma mujer, un récord absoluto entre mi clientela. Lo llaman Roto-Vuelto a juntar.

– ¿Y qué le aconseja?

– Yo nunca aconsejo nada. Trato de comprender lo que quiere la gente y de ayudarles a que lo hagan. Eso es ser consejero. Si alguien quiere romper, lo ayudo. Si al día siguiente quiere volver a juntarse, lo ayudo. Y usted, comisario, ¿qué quiere?

– No lo sé. Y además, me da igual.

– Entonces no puedo ayudarlo.

– No. Nadie. Siempre ha sido así.

Decambrais se apoyó sobre el respaldo de su silla con una ligera sonrisa.

– ¿No tenía yo razón a propósito de Damas?

– Sí. Es un buen consejero.

– No podía matar realmente , yo sabía eso. No lo quería realmente.

– ¿Lo ha visto?

– Entró en su tienda, hace una hora. Pero no ha levantado la persiana.

– ¿Ha escuchado el pregón?

– Demasiado tarde. El pregón de la tarde es a las seis y diez minutos, entre semana.

– Perdón. No soy muy bueno con los horarios ni con las fechas.

– No pasa nada.

– A veces sí. He puesto a Damas en manos de un médico.

– Ha hecho bien. Se ha caído dando tumbos desde una nube hasta la tierra. Nunca es demasiado agradable. Allá arriba no había cosas sin arreglo. Por eso estaba allí.

– ¿Y Lizbeth?

– Ha ido a verlo enseguida.

– Ah.

– Éva va a pasarlo un poco mal.

– Automáticamente -dijo Adamsberg.

Dejó pasar un silencio.

– Ya ve, Ducouëdic -continuó cambiando de posición para situarse frente a él-, Damas ha cumplido cinco años de cárcel por un crimen que no existía. Hoy está libre por crímenes que ha creído cometer. Marie-Belle ha escapado por una carnicería que ha ordenado. Antoine será condenado por unos asesinatos que él no decidió.

– La falta y la apariencia de la falta -dijo Decambrais suavemente-. ¿Le interesa?

– Sí -dijo Adamsberg cruzando sus miradas-. Estamos todos en eso.

Decambrais sostuvo su mirada algunos instantes y asintió con la cabeza.

– Yo no toqué a aquella chiquilla, Adamsberg. Los tres escolares estaban sobre ella, en los baños. Golpeé como un ciego, levanté a la pequeña y la saqué de allí. Los testimonios me hundieron.

Adamsberg asintió con un pestañeo.

– ¿Es lo que pensaba? -preguntó Decambrais.

– Sí.

– Entonces sería un buen consejero. En aquella época, yo ya era casi impotente. ¿También pensaba eso?

– No.

– Y ahora, me trae sin cuidado -dijo Decambrais cruzándose de brazos-. O casi.

En aquel instante, el trueno del normando resonó sobre la plaza.

– Calvados -dijo Decambrais levantando un dedo-. Plato caliente. No es desdeñable.

En El Vikingo, Bertin servía una ronda general en honor de Damas, cuya cabeza reposaba fatigada sobre el hombro de Lizbeth. Le Guern se levantó y estrechó la mano de Adamsberg.

– Boquete taponado -comentó Joss-. Ya no hay especiales. Las legumbres en venta vuelven a predominar.

– En la naturaleza -dijo Adamsberg- menospreciamos con demasiada frecuencia el extraordinario poder de la calabaza.

– Es exacto -dijo Joss con seriedad-. He visto calabazas que se volvieron como globos en el transcurso de dos noches.

Adamsberg se deslizó entre el grupo ruidoso que comenzaba a cenar. Lizbeth le ofreció una silla y le sonrió. Tuvo bruscamente ganas de apretarse contra ella, pero el sitio ya estaba ocupado por Damas.

– Va a dormirse sobre mi hombro -dijo señalando a Damas con el dedo.

– Es normal, Lizbeth. Va a dormir mucho tiempo.

Bertin puso con ceremonia un plato más en el sitio del comisario. Un plato caliente no es desdeñable.

Danglard empujó la puerta de El Vikingo a la hora del postre, se acodó en la barra, puso la bola a sus pies y le hizo un signo discreto a Adamsberg.

– Tengo poco tiempo -dijo Danglard-. Los niños me esperan.

– ¿Hurfin no ha montado lío? -preguntó Adamsberg.

– No. Ferez ha estado viéndolo. Le ha dado un calmante. Él ha obedecido y descansa.

– Muy bien. Todo el mundo va a terminar durmiendo esta noche, a fin de cuentas.

Danglard le pidió un vaso de vino a Bertin.

– ¿Usted no? -preguntó.

– No sé. Quizás camine un poco.

Danglard tragó la mitad de su copa y contempló a la bola que se había instalado sobre su zapato.

– ¿Crece, verdad? -dijo Adamsberg.

– Sí.

Danglard terminó su vaso y lo volvió a dejar sin ruido sobre el mostrador.

– Lisboa -dijo deslizando un papel doblado sobre la barra-. Hotel Sao Jorge. Habitación 302.

– ¿Marie-Belle?

– Camille.

Adamsberg sintió cómo su cuerpo se ponía tenso como bajo un brusco empellón.

– ¿Cómo lo sabe, Danglard?

– He hecho que la siguiesen -dijo Danglard inclinándose para recoger al gatito o para ocultar su rostro-. Desde el principio. Como un cabrón. No debe saberlo nunca.

– ¿Por un policía?

– Por Villeneuve, un veterano del distrito 5.

Adamsberg se quedó inmóvil, con el ojo fijo en el papel doblado.

– Habrá otras colisiones -dijo.

– Lo sé.

– Y por otro lado…

– Lo sé. Por otro lado.

Adamsberg observó sin moverse el papel blanco, después avanzó lentamente la mano y la volvió a cerrar sobre él.

– Gracias, Danglard.

Danglard volvió a colocar al gatito bajo su brazo y salió de El Vikingo haciendo una seña con la mano, de espaldas.

– ¿Era su colega? -preguntó Bertin.

– Un mensajero. De los dioses.

Cuando se hizo de noche en la plaza, Adamsberg, apoyado en el plátano, abrió su cuaderno y arrancó una página. Reflexionó y después escribió Camille. Esperó un instante y añadió Yo.

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