– Nos alejamos, nos alejamos -farfulló Lizbeth.
– Nos acercamos -dijo Adamsberg.
– ¿Heller-Deville? ¿El industrial de la aeronáutica? -preguntó Decambrais algo rígido.
– Lo será en el futuro. En aquella época era un tipo de veintitrés años, ambicioso, inteligente, violento, que quería comerse el mundo. Y es el padre de Damas.
– Damas se apellida Viguier -dijo Bertin.
– No es su apellido. Damas se llama Heller-Deville. Creció entre un padre brutal y una madre deshecha en lágrimas. Heller-Deville maltrata a su mujer y pega a su hijo y, siete años después del nacimiento del chico, abandona más o menos a su familia.
Adamsberg echó una ojeada a Éva, que bajó bruscamente la cabeza.
– ¿Y la pequeña? -preguntó Lizbeth, que comenzaba a interesarse.
– No hablan de Marie-Belle. Nació bastante después que Damas. Damas se refugia siempre que puede en casa de su abuela Clémentine en Clichy. Ella consuela al niño, lo alienta y lo fortalece repitiéndole las gloriosas hazañas de la rama Journot. Después de las bofetadas y del abandono del padre, la celebridad de la familia Journot se convierte en la única fuerza de Damas. La abuela le confía solemnemente el anillo cuando cumple diez años y, con el diamante, el poder de dirigir la plaga de Dios. Lo que era todavía un juego de guerra para el chico se ancla en su espíritu y se convierte en un formidable instrumento de venganza, todavía simbólico. Peinando los mercados de Saint-Ouen y Clignancourt, la abuela ha acumulado una cantidad impresionante de obras sobre la peste, la de 1920, la suya, y sobre todas las demás, que contribuyen a alimentar la epopeya familiar. Les dejo que se lo imaginen. Más tarde, Damas es lo bastante mayor para encontrar consuelo por sí mismo en esos atroces relatos de la peste negra. No le dan miedo, todo lo contrario. Tiene el diamante del gran Émile, héroe de la guerra del 14 y héroe de la peste. Estos relatos lo alivian, son su venganza natural contra una infancia devastada. Su salvavidas.
– No veo la relación -dijo Bertin-. Eso no prueba nada.
– Damas tiene dieciocho años. Es un joven enclenque, escuchimizado, que ha crecido mal. Se hace físico para superar a su padre, probablemente. Es culto, latinista, pestólogo experto, científico cultivado y superdotado y tiene un fantasma en la cabeza. Se empeña y acaba lanzándose a la rama aeronáutica. A los veinticuatro años, descubre un procedimiento de fabricación que divide por cien los riesgos de fallo en el acero alveolado, ligero como una esponja. No lo he entendido todo. No puedo decirles por qué pero ese acero presenta un interés extremo para la construcción aeronáutica.
– ¿Damas descubrió algo? -dijo Joss estupefacto-. ¿A los veinticuatro años?
– En efecto. Y tenía intención de venderlo muy caro. Un tipo decide no pagar nada y simplemente arrancarle ese acero a Damas, ni visto ni conocido. Lanza sobre él a seis hombres, seis perros salvajes que lo humillan, lo torturan y violan a su novia. Damas canta, perdiendo en una noche su orgullo, su amor y su descubrimiento. Y su gloria. Un mes más tarde su novia se tira por la ventana. Hace casi ocho años que se juzgó el caso Arnaud Heller-Deville. Acusado de defenestrar a la chica, le echan cinco años que terminó de purgar hace más de dos.
– ¿Por qué Damas no dijo nada en el proceso? ¿Por qué se dejó enchironar?
– Porque si los policías identificaban a los torturadores, Damas perdía la capacidad de maniobra. Y Damas quería vengarse con todas sus fuerzas. En aquella época no daba la talla para luchar contra ellos. Pero cinco años más tarde, ya era otra cosa. Damas, el delgaducho, sale de la trena con quince kilos de músculos, determinado a no oír nunca más hablar de acero y obnubilado por la revancha. En la cárcel, uno se obnubila fácilmente. Es casi el único recurso que uno tiene: obnubilarse. Sale y tiene a ocho personas que matar: los seis torturadores, la chica que los acompañaba y el comanditario. Durante cinco años, la vieja Clémentine siguió pacientemente sus pistas, ayudada por las informaciones de Damas. Esta vez están listos. Para matar, Damas recurre al poder familiar. ¿Qué más? Cinco acaban de palmar esta semana. Quedan tres.
– No es posible -dijo Decambrais.
– Damas y su abuela lo han confesado todo -dijo Adamsberg mirándolo a los ojos-. Siete años de preparación. Las ratas, las pulgas y los viejos libros están todavía en casa de la abuela, en Clichy. Los sobres color marfil también. Y la impresora. Todo el material.
Decambrais sacudió la cabeza.
– Damas no es capaz de matar -repitió-. O dejo de ser consejero en cosas de la vida.
– Hágalo. Danglard ya se ha comido su camisa. Damas ha confesado, Decambrais. Todo. Excepto el nombre de las víctimas restantes, cuya muerte inminente espera con júbilo.
– ¿Dijo haberlos matado él mismo?
– No -reconoció Adamsberg-. Dijo que las pulgas apestadas los habían matado.
– Si la historia es verdad -dijo Lizbeth-, no voy a echarle la culpa.
– Vaya a verlo si quiere, Decambrais. A él y a su «Mané», como él la llama. Le confirmará todo lo que acabo de contarle. Vaya, Decambrais. Vaya a escucharle.
Un silencio pesado se hizo en torno a la mesa. Bertin se había olvidado de hacer sonar el trueno. A las ocho y veinticinco, espantado, golpeó con un puño la pesada placa de cobre. El sonido gimió, siniestro, concluyendo apropiadamente la atroz historia de los viejos tiempos de Arnaud Damas Heller-Deville.
Una hora más tarde, la información había sido más o menos asimilada, en fragmentos indigestos, y Adamsberg vagaba por la plaza con un Decambrais alimentado y más tranquilo.
– Es así, Decambrais -decía Adamsberg-. No podemos hacer nada. Yo también lo siento.
– Hay algo que no encaja -dijo Decambrais.
– Es verdad. Hay algo que no encaja. El carbón.
– Ah, ¿lo sabe?
– Una enorme metedura de pata para un pestólogo experto -murmuró Adamsberg-. Y tampoco estoy seguro de que los tres tipos que quedan por asesinar se salven.
– Damas y Clémentine están entre rejas.
– Aun así.
Adamsberg dejó la plaza a las diez con la sensación de haberse saltado un compartimento y sabía cuál era. Hubiese querido ver a Marie-Belle entre la tropa.
Un asunto de familia, había confirmado Ferez.
La ausencia de Marie-Belle había desequilibrado la mesa de El Vikingo. Tenía que hablar con ella. Era el único punto de disensión aparecido entre la pareja Damas-Mané. Cuando Adamsberg había pronunciado el nombre de la chica, Damas había querido responder y la vieja Clémentine se había dado la vuelta rabiosamente, ordenándole que olvidara a aquella «hija de puta». La anciana había mascullado entonces entre dientes y él había creído captar algo como «la gorda de Romorantin». Damas tuvo entonces un aspecto muy desgraciado y se esforzó por cambiar de tema, dirigiéndole a Adamsberg una mirada intensa que parecía suplicar que no se interesase más por su hermana. Era exactamente por eso por lo que Adamsberg se interesaba.
No eran aún las once cuando llegó a la Rue de la Convention. Localizó a dos de sus hombres hundidos en un coche camuflado, no muy lejos del edificio. Allá arriba, en el cuarto piso, la luz estaba encendida. Podía llamar entonces al timbre de Marie-Belle sin correr el riesgo de despertarla. Pero Lizbeth dijo que estaba enferma. Titubeó. Se encontraba tan dividido delante de Marie-Belle como ante Damas y Clémentine, una parte de él mismo debilitada por su convicción de inocencia, y una parte determinada a hacerse con la piel del sembrador, por muy múltiple que fuese.
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