Su ausencia era dolorosa. Le hacía sentirse angustiada y la mantenía despierta por la noche.
Había tratado de olvidar y seguir adelante. Advertía preocupación en la cara de sus hijos. Sara tenía ocho años y Filip uno menos. A veces le parecía que intuían lo que estaba ocurriendo. Más que Olle. Él seguía con su vida diaria como de costumbre. Parecía como si creyera que podían seguir así, el uno al lado del otro sin tocarse, eternamente. En aquellos momentos eran como un par de viejos y buenos amigos. Parecía que se había hecho a la idea de que fuera así. Alguna vez le había preguntado cómo a pesar de todo podía estar tan contento. Quería darle tiempo, le contestó. Tiempo después del trauma que supuso la muerte de Helena y todo lo que le siguió. Olle vivía aún en el error de pensar que todo eran secuelas de los acontecimientos vividos el verano anterior. Y sí, era verdad que pensaba mucho en la terrible muerte de Helena. La ausencia tras su muerte era dura.
Le parecía ver su cara en todas partes: en el supermercado, en el patio de la escuela o caminando por las calles de Visby.
Al principio creyó que aquella tragedia era la razón por la que se había enamorado de Johan. Que había sufrido una especie de conmoción emocional. Pero no pudo quitárselo de la cabeza.
La mala conciencia le hacía sufrir mucho. Pensar que era capaz de traicionar a Olle de una forma tan terrible. Ahora la conversación telefónica con Johan había aumentado aún más su confusión. Claro que quería verlo, nada le gustaría más. Pero las consecuencias de un posible encuentro la aterraban.
Cuando miraba a Olle trataba de recordar la imagen del hombre que una vez despertó en ella la llama del amor. El hombre al que dijo sí frente al altar. Seguía siendo la misma persona. Igual que entonces. Iban a envejecer juntos costara lo que costase. Eso era lo que habían decidido hacía mucho tiempo.
Johan comenzó a sentir las pulsaciones en la parte superior de las sienes nada más bajarse del avión. ¡Maldita sea! Un dolor de cabeza era lo último que necesitaba justo ahora. Junto con su colega, el fotógrafo Peter Bylund, alquiló un coche en el aeropuerto y se dirigieron directamente a los antiguos locales de la televisión, que seguían aún a su disposición. Estaban situados al lado del edificio de Radio Gotland, en el centro de Visby.
Olía a cerrado. En los rincones había pelusas grandes como ovillos de lana y los ordenadores estaban cubiertos por una fina capa de polvo. Hacía tiempo que no había estado allí nadie.
El primer reportaje que tenían en el orden del día trataba del futuro del camping de Björkhaga. Un terreno de acampada clásico de finales de los años cuarenta, situado en un paraje idílico junto a una playa de arena fina en la costa oeste de la isla. Durante los meses de verano estaba lleno de lugareños y de turistas. Muchos eran clientes fijos que volvían año tras año porque apreciaban su tranquilidad, aunque no dispusiera de todas las comodidades. Ahora habían traspasado ese suelo municipal a una empresa privada. El plan consistía en convertir el camping de Björkhaga en un moderno centro de veraneo. Las protestas de los habitantes del municipio y de los campistas no se habían hecho esperar.
La historia contaba con todos los elementos para poder convertirse en un buen reportaje televisivo: imágenes del camping solitario que había alegrado la vida de tantas familias a lo largo de los años, un intenso conflicto entre la población local indignada y un empresario con vista para los negocios que contaba con el apoyo de los mandamases del ayuntamiento.
Así pues, un trabajo fácil. Ya había concertado las entrevistas desde Estocolmo, sólo tenía que ponerse en marcha. Para Johan el mayor reto era mantenerse alejado de Emma. Ahora sólo los separaban unos pocos kilómetros.
La sala de interrogatorios estaba sencillamente amueblada con una mesa y cuatro sillas. La grabadora era nueva, como todo lo demás. Era la primera vez que se usaba.
Bengt Johnsson no parecía tan relajado como la tarde anterior. Estaba encogido en la silla con la ropa azul de la prisión mirando a Karin y a Knutas, que estaban sentados enfrente de él. Tenía el pelo negro recogido en la nuca en una fina cola de caballo y los bigotes tan hundidos como las comisuras de los labios.
Concluidas las formalidades preliminares, Knutas se echó hacia atrás en la silla y observó al hombre sospechoso de haber matado a Henry Dahlström. Cada interrogatorio era de suma importancia para la investigación. Crear confianza entre el interrogado y la persona que dirigía el interrogatorio era de vital importancia. Por eso Knutas se obligó a sí mismo a ir despacio.
– ¿Cómo te encuentras? -empezó-. ¿Quieres beber algo?
– Sí, joder. Una cerveza me vendría estupendamente.
– Lo siento, pero no podemos ayudarte con eso -sonrió Knutas-. ¿Un refresco o café?
– Una coca-cola, entonces.
Knutas llamó para pedir un refresco.
– ¿Puedo fumar?
– Sí, claro.
– Genial.
Johnsson sacó un cigarrillo dando unos golpecitos a su arrugada cajetilla de John Silver y lo encendió con cierto temblor en la mano.
– ¿Puedes contarnos cuándo fue la última vez que viste a Henry?
– Fue al día siguiente de que ganara en las carreras. Por la tarde. Yo estaba con un colega en el centro y apareció por allí el Flash. Yo tenía una buena trompa, así que no lo recuerdo muy bien.
Se interrumpió cuando se abrió la puerta y entró un policía con el refresco.
– ¿Qué pasó?
– Charlamos un poco.
– ¿Quién era el colega que estaba contigo?
– Se llama Örjan. Örjan Broström.
– ¿Qué hicisteis luego?
– El Flash se fue enseguida.
– ¿Cómo se fue de allí, paseando?
– Se fue andando hacia la parada del autobús.
– ¿No has vuelto a verlo desde entonces?
– No.
– Entonces eso fue el lunes 12 de noviembre, un día después de las carreras.
– Sí.
– ¿Qué hora era?
– No estoy muy seguro, pero la mayoría de los comercios estaban cerrados y ya era de noche. Casi no había gente por la calle, así que sería bastante tarde.
– ¿A qué te refieres? ¿Las diez, las once de la noche?
– No, no, joder. No era tan tarde. Las siete o las ocho, quizá.
– ¿Y no has vuelto a ver a Henry desde aquella tarde?
– No, no hasta que lo encontramos en el cuarto de revelado, vamos.
– El portero dice que llamaste a su casa, ¿es cierto?
– Sí.
– ¿Por qué lo buscabas?
– Llevaba ya unos cuantos días sin verlo. Y uno empieza a preocuparse, ¿no?, cuando no ves a un colega por ningún sitio.
– ¿Por qué te fuiste cuando lo encontrasteis?
Se hizo un silencio antes de que Johnsson comenzara a hablar de nuevo.
– Bueno, es que… había hecho una cosa muy tonta, bueno, una grandísima tontería.
– Sí -dijo Knutas-. ¿Qué fue lo que hiciste?
– El domingo estuvimos en las carreras de caballos toda la peña, era el último día, así que parecía un poco especial. Estábamos el Flash, Kjelle y yo, y dos tías, además, Gunsan y Monica. Estuvimos comiendo en casa del Flash antes de ir y luego cuando ganó quiso celebrarlo y nosotros también, así que fuimos a su casa después. Montamos una especie de fiesta allí, por la noche.
Bengt se calló. Knutas notó claramente el giro que había dado el interrogatorio. Ahora empezaba a ponerse interesante.
– Sí, y al Flash le habían puesto todo el dinero en la mano allí en las carreras, las ochenta mil coronas, en billetes de mil. Me enseñó dónde los había guardado, en un paquete en el armario de la limpieza. Más tarde, cuando los demás estaban en el cuarto de estar, no pude evitarlo. Pensé que tal vez no notaría nada si me llevaba algunos billetes. Yo andaba muy jodido de dinero y el Flash parecía que andaba bien de pasta últimamente, entonces pensé que… bueno, eso.
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