Cómo podía mirarla de aquella manera si era tan mayor, se preguntaba. Era como si su mirada la hiciera mayor de lo que era. Aunque no siempre estaba pendiente de ella, a veces podía ignorarla totalmente. Entonces, para su propia sorpresa, se sentía decepcionada, como si deseara que se fijara en ella.
Una vez le preguntó si quería que la llevara a casa. Dijo que sí, porgue hacía mucho viento y la temperatura era de varios grados bajo cero. Tenía un coche grande y ella pudo montar en él. Puso música, Joe Cocker, era su preferido, dijo sonriéndole. Nunca había oído hablar de Joe Cocker. Le preguntó qué solía escuchar ella. Y cuando no supo qué decir, se echó a reír. Era muy agradable estar en aquel coche tan acogedor y escuchar su suave risa. En cierta manera, se sentía a salvo.
Por el simple hecho de estar allí sentada en aquel coche tan elegante era como si ella misma fuera más importante.
La mañana amaneció con un sol pálido que apenas lograba ascender por el horizonte. El mar estaba aún relativamente caliente y la niebla se elevaba lentamente desde su superficie. El mar se confundía con el cielo, y con la bruma era imposible distinguir dónde acababa el uno y dónde empezaba el otro. Una gaviota graznó entre las casas medievales de los comerciantes en la calle Strandgatan. La abrupta muralla del siglo xiii que rodeaba la ciudad de Visby era la mejor conservada de Europa.
Desde el puerto se oía el motor de un pequeño barco de pesca que entraba con las capturas de merluza de la noche.
Knutas acababa de dejar a Line en el hospital, donde trabajaba de comadrona. Ella empezaba a trabajar a las siete y media y eso a él le venía estupendamente. Tenía tiempo de llevarla y de llegar a tiempo a la reunión de la mañana.
Llevaban casados quince años y no cambiaría ni un solo día. Se conocieron cuando él asistió a una conferencia de la policía en Copenhague. Una tarde acudió con otro colega a un restaurante de la plaza Gråbrödretorv. Line trabajaba allí de camarera haciendo unas horas al tiempo que estudiaba. Era una calurosa tarde de verano y llevaba una blusa de manga corta y una falda negra. Había intentado recogerse su indomable pelo rojo con un pasador, pero los rizos le caían una y otra vez sobre la frente. Era la persona más pecosa que él había visto jamás. Las pecas se extendían a lo largo de sus dedos blancos como la leche. Olía a almendras y cuando se inclinó sobre la mesa el brazo de ella rozó el suyo.
Cenaron juntos al día siguiente y ése fue el principio de un enamoramiento más fuerte que todo lo que había conocido hasta entonces. El año siguiente iba a estar lleno de apasionados encuentros, desgarradoras despedidas, largas llamadas nocturnas, dolorosas ausencias y el convencimiento recíproco y más fuerte cada día de haber encontrado a la persona con la que compartir su vida. Line terminó sus estudios y aceptó sin rodeos casarse con él y trasladarse a Gotland. Knutas acababa de ser nombrado jefe de la Policía Judicial y por eso decidieron comenzar su vida en común en la isla.
Resultó una decisión acertada. Line no tuvo ningún problema para adaptarse. Con su carácter alegre y comunicativo enseguida hizo un montón de amistades nuevas y se creó su propio espacio. A los dos meses consiguió un trabajo temporal en el hospital de Visby. Compraron la casa y no pasó mucho tiempo antes de que los mellizos estuvieran en camino. Knutas había pasado los treinta y cinco cuando se conocieron y anteriormente había tenido un par de relaciones bastante largas, pero nunca había experimentado lo sencillo que podía resultar todo. Con Line estaba dispuesto a hacer cualquier cosa.
Claro que tenían sus crisis y sus discusiones, como todo el mundo. Line tenía mucho genio y cuando empezaba a discutir en el dialecto danés de la isla de Fyn, a él le costaba entender lo que quería decir. Con frecuencia no podía evitar echarse a reír, lo cual a ella le irritaba aún más. A pesar de todo, sus discusiones solían acabar bien casi siempre. Entre ellos no había rivalidad.
Ahora se acercaba el cumpleaños de Line y eso lo estresaba. Iba a cumplir cuarenta y siete años el próximo sábado, pero este año no tenía ninguna idea de qué iba a comprarle.
En ese momento tenía otras cosas en las que pensar. Lo que quería era interrogar cuanto antes a Bengt Johnsson. Tuvieron que posponer el interrogatorio, porque estaba borracho como una cuba cuando lo arrestaron.
Smittenberg había ordenado su detención, como posible sospechoso de asesinato u homicidio. Era el grado más bajo y habría que reforzar las pruebas contra Johnsson para poder llevarlo ante el tribunal. El fiscal disponía de tres días. Basó su orden de detención en que existía el riesgo de que Johnsson entorpeciera la investigación si seguía en libertad. Carecía de coartada la noche del crimen y, además, llevaba encima un montón de dinero cuya procedencia no pudo explicar; veinte mil coronas, que ellos supusieron que era el dinero del premio de Dahlström. Las huellas dactilares que aparecían en los billetes estaban siendo analizadas en la Central de Huellas de Estocolmo y esperaban que la respuesta llegara a lo largo de la mañana. Si aparecían en ellos las de Dahlström, la situación de Johnsson iba a ser comprometida.
Emma iba pedaleando hacia Roma maldiciendo la hora en que había decidido ir en bicicleta al trabajo. Hacía mucho frío y el viento arreció cuando abandonó el patio de la escuela y llegó a la carretera. La escuela Kyrkskolan estaba un poco alejada del pueblo. Emma aceleró la marcha para entrar en calor. Los martes terminaba pronto, a las doce y cuarto. Normalmente solía quedarse en la escuela y trabajar un par de horas, pero hoy pensaba acercarse a ver a una amiga. Luego llevaría a los niños al centro para ir de tiendas y entrar en una pastelería, se lo había prometido. Necesitaban imperiosamente renovar su guardarropa.
La carretera estaba vacía y silenciosa, el tráfico era escaso en esta época del año. Pasó junto al paseo que conducía a las ruinas del claustro, donde se representaba a Shakespeare en verano. Dejó atrás la escuela de Roma y la piscina. Más adelante, al otro lado de la carretera, se alzaban los edificios deteriorados de la azucarera, que había cerrado. Las ventanas de las construcciones de ladrillo amarillento abrían sus negras fauces hacia ella. La azucarera había estado en funcionamiento durante más de un siglo, pero la clausuraron cuando dejó de ser rentable. La fábrica desmantelada permanecía allí como un triste recuerdo del paso del tiempo.
Levantó la cara hacia el cielo, cerró los ojos y respiró profundamente. Emma pertenecía al grupo de los que disfrutaban del mes de noviembre. Un mes sin exigencias, a diferencia del verano con todas sus expectativas: organizar barbacoas, excursiones a la playa, visitar a los amigos y a los familiares. Y que Dios se apiadara de quien no estuviera al aire libre cuando brillaba el sol.
Cuando caía la oscuridad del otoño podía sin mala conciencia acurrucarse dentro, ver la televisión durante el día si tenía ganas o leer un buen libro. Pasar de maquillarse y andar por casa con una chaqueta llena de bolitas.
En diciembre había nuevos compromisos, entonces había que celebrar Adviento, preparar la comida y los dulces para Santa Lucía y para Nochebuena, comprar los regalos de Navidad y adornar la casa.
A sus treinta y cinco años llevaba aparentemente una buena vida. Casada, dos hijos, trabajo de profesora y una bonita casa en el centro de Roma. Tenía muchos amigos y unas relaciones bastante buenas con sus padres y con sus suegros. En apariencia todo iba bien, pero su vida sentimental era un caos. Jamás habría podido imaginarse que la ausencia de Johan le iba a doler tanto. Supuso que con el tiempo se le pasaría. Ah, cómo se equivocó. En los últimos dos meses se habían visto únicamente una vez y sólo hacía seis meses que se conocían. Ese amor debería haber muerto. Visto con lógica. Pero los sentimientos y la lógica tampoco esta vez iban a la par.
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