Mari Jungstedt - Nadie Lo Ha Oído

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Una fría mañana de noviembre el comisario Anders Knutas y sus colegas de la Brigada de Homicidios de Gotland reciben la noticia del cruel asesinato de Henry Dahlström, un fotógrafo de talento pero venido a menos por su adicción al alcohol. A pesar de que las primeres pesquisas policiales apuntan directamente a algunos de sus compañeros de juerga y el caso no reviste mayor misterio, la situación cambia cuando Knutas descubre que el fallecido cobró una importante cantidad de dinero el día anterior a su muerte.
Paralelamente, la señora Jannson denuncia la desaparición de su hija adolescente Fanny, un aparente caso de secuestro, pero nada parece indicar que los dos crímenes estén relacionados. Sin embargo, la investigación da un giro inesperado cuando en el piso de Dahlström se encuentra una caja con fotos de carácter pederasta en las que aparece la joven Fanny. El comisario Knutas necesitará todo su talento y la ayuda del periodista Johan Berg para descubrir qué se esconde detrás de este terrible caso. Entonces comprende que el perturbado asesino sigue sus pasos y se está acercando peligrosamente.

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– Qué suplicio. Prácticamente todos los clientes querían pedir a la carta, en vez de elegir el menú del día. La cocina ha sido un infierno y el cocinero estaba de mal humor y ha echado la bronca a todos. He tenido que intervenir y consolar a una camarera que estaba a punto de llorar.

– ¡Pobrecito! -se rio Knutas-. ¿Es guapa?

Leif hizo una mueca.

– Sí, muy divertido, cuando uno tiene que ir tratando al personal como si fueran bebés. Este restaurante, a veces, parece una guardería. Pero, ya se sabe, mucha gente significa mucho ruido en la caja y eso es lo que hace falta en esta dura época invernal. Y tú ¿qué tal?

– Mucho trabajo, como tú, la diferencia es que no se nota en la caja.

– ¿Qué tal va la investigación?

– Tenemos a una persona detenida, pero, entre nosotros, dudo que sea él. Pero eso también conseguiremos resolverlo.

– ¿No será alguno de sus amigos de borrachera el que lo hizo?

– Es lo más probable, ya veremos -cortó Knutas.

Pese a que Leif y él eran muy amigos, no le gustaba hablar de las investigaciones que tenía entre manos. Leif lo sabía perfectamente y lo respetaba.

– ¿Qué tal Ingrid y los niños?

– Bien. Esta mañana he salido y he reservado un viaje a París. He pensado sorprenderla con una semana romántica después de Año Nuevo. Cumpliremos entonces quince años de casados.

– ¿Ha pasado tanto tiempo?

– Increíble, pero cierto.

– A ti siempre se te ocurren buenas ideas. Yo ni siquiera sé qué comprarle a Line de regalo de cumpleaños. ¿Tienes alguna propuesta?

– Ah, no, eso tendrás que arreglarlo tú solo. Yo ya he puesto mi parte en lo que se refiere a los cumpleaños de tu mujer. Al menos, hasta que llegue la fiesta de los cincuenta.

Knutas sonrió azorado. Cuando Line, su mujer, cumplió cuarenta años, durante un tiempo atravesaron una difícil situación económica. Entonces los Almlöv se portaron estupendamente con ellos: pusieron a su disposición el local y los camareros para la fiesta de cumpleaños. Además, Leif conocía a los integrantes de una orquesta y consiguió que actuaran gratis. Su amigo era realmente considerado y generoso. Los Almlöv habían invitado a Knutas y su familia tanto a la casa que tenían en las montañas como al apartamento que tenían en la Costa del Sol.

Económicamente ambas familias estaban en niveles muy diferentes. A Knutas al principio le molestaba, pero con el tiempo había aceptado la diferencia. En lo tocante a su dinero, Leif e Ingrid tenían una relación relajada y nunca hablaban de ello.

Knutas pidió la cuenta, pero Leif no le dejó pagar. Cada vez que Knutas iba por allí tenían la misma discusión.

Johan estaba delante del cajero automático de la calle Adelsgatan cuando la vio. Venía andando desde la Puerta Sur con un niño de cada mano. Hablaba y reía con ellos. Alta y delgada, con su melena color arena cayéndole recta sobre los hombros. Cuando volvió la cabeza, vio el perfil de sus pómulos altos. Llevaba puestos unos vaqueros y una cazadora color mostaza, una bufanda de rayas alrededor del cuello y botas de ante con flecos.

Se le quedó la boca seca y se volvió. Miró hacia el cajero. «¿Desea el comprobante de su operación?» ¿Debería volverse y decir hola? La llamada de la noche anterior lo complicaba todo. No sabía si seguía enfadada.

No había saludado nunca a los niños, sólo los había visto de lejos. ¿Se fijaría en él o pasaría de largo? No había casi nadie por la calle, lo cual significaba que tendría que verlo. Sintió una ligera sensación de pánico y se volvió.

Emma se había detenido frente a un escaparate un poco más adelante. Se armó de valor.

– ¡Hola!

Clavó la mirada en los deslumbrantes ojos de la mujer.

– Hola, Johan.

Los niños, con las mejillas rojas y gorros de colores vivos, lo miraron con curiosidad. Uno era un poco más alto que el otro.

– Vosotros tenéis que ser Sara y Filip -dijo tendiendo la mano-. Yo soy Johan.

– ¿Y tú cómo sabes cómo nos llamamos? -preguntó la niña con el acento cantarín de Gotland.

Se parecía increíblemente a su madre. Una Emma en miniatura.

– Me lo ha dicho vuestra mamá.

La presencia de Emma hacía que le temblaran las rodillas.

– Johan es un amigo, podríamos decir -explicó Emma a los niños-. Es periodista de televisión y vive en Estocolmo.

– ¿Trabajas en la tele? -preguntó la niña con los ojos como platos.

– Yo te he visto en la tele -aseguró el niño, que era más pequeño y más rubio.

Johan estaba acostumbrado a que los niños aseguraran que lo habían visto, aunque sabía que la probabilidad era pequeña. El sólo aparecía en las contadas ocasiones en las que hacía alguno de los llamados stand-up, en que el reportero les explica a los espectadores lo que están viendo en las imágenes.

No le dio mayor importancia.

– ¿De verdad?

– Sí -dijo el chico con solemnidad.

– La próxima vez a ver si me saludas.

Filip asintió.

– ¿Qué tal? -la pregunta de Emma sonó indiferente.

– Bueno, pues bien. Estoy aquí con Peter. Estamos realizando un reportaje sobre el camping de Björkhaga.

– ¿Ah, sí? -dijo ella con desapego.

– ¿Y tú?

– Bien. Sí. Muy bien.

Echó una rápida ojeada a su alrededor como si tuviera miedo de que alguien se pudiera fijar en ellos.

– Trabajando, como siempre. Hay mucho que hacer.

Johan sintió una creciente irritación.

– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar? -le preguntó Emma.

– Vuelvo a casa mañana o el jueves. No está decidido aún. Depende un poco.

– Ya, ya.

Se hizo un silencio entre los dos.

– Mamá, ven.

Filip tiraba del brazo de Emma.

– Sí, cariño, ya voy.

– ¿Podemos vernos?

Tenía que preguntárselo, aunque ya le había dicho que no.

– No. No sé.

Emma bajó la mirada. Él intentó atrapársela.

Los niños tiraban de ella. Ya no hacían caso de él, querían seguir.

– ¡Mamá! -chillaron.

De pronto, lo miró directamente a los ojos. Dentro de él. Todo se detuvo durante un breve segundo. Luego dijo lo que había estado esperando:

– Llámame.

El apartamento de Örjan Broström estaba en el tercer piso y las ventanas daban a la calle Styrmansgatan. Cuando llamaron al timbre de la puerta, un perro empezó a ladrar como loco. Alternaba los ladridos con profundos gruñidos. Instintivamente dieron un paso atrás.

– ¿Quién es? -se oyó que preguntaba una voz de hombre al otro lado.

– La policía, abra la puerta -ordenó Wittberg.

– Un momento -replicó la voz.

Como pudieron comprobar, Örjan no estaba solo en casa. En la cocina había dos hombres musculosos con la cabeza rapada, estaban jugando a las cartas, bebiendo cerveza y fumando. Hablaban algún idioma de Europa del Este. Estonio, supuso Karin.

– ¿Quiénes son tus amigos? -preguntó después de sentarse en el cuarto de estar.

– Unos colegas de Estocolmo.

– ¿De Estocolmo?

– Eso es.

Örjan Broström la miró malhumorado. Llevaba puesta una camiseta sin mangas que dejaba al descubierto sus musculosos bíceps y su piel blanca como la leche. Eso, sin mencionar todos sus tatuajes. Para su espanto, Karin observó que llevaba algo parecido a una cruz gamada tatuada en un hombro. Tenía el pelo grasiento y una expresión dura en el rostro.

Sujetaba con una mano el collar del perro de pelea, que no dejó de gruñir mientras él se encendió un cigarrillo. Los miró en silencio a través del humo, con los ojos entornados. Un viejo truco entre los delincuentes, deja siempre que hable primero la pasma.

– ¿Conocías a Henry Dahlström?

– Conocer, conocer…, sabía quién era.

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