Mari Jungstedt
Nadie Lo Conoce
Anders Knutas, 3
© 2005, Mary Jungstedt
Título original: Den inre kretsen
Traducido por Gemma Pecharroman Miguel
A mis queridos hijos Rebecka Jungstedt
y Sebastian Jungstedt
***
Equinocio de primavera
Sábado 20 de Marzo
De lejos sólo se apreciaba un débil resplandor. Igors Bleidelis lo descubrió con los prismáticos cuando el buque de carga estonio pasó el malecón al salir del puerto de Visby. Se encontraba en la cubierta de babor, el crepúsculo había caído sobre el puerto desierto y empezaban a encenderse las frías luces de las farolas de la terminal.
El barco dejaba atrás la ciudad medieval con sus típicas casas de comerciantes, la muralla de seis metros de altura y la torre negra de la catedral que se alzaba hacia el cielo. Alrededor del puerto los edificios parecían vacíos; las ventanas, negros ojos ciegos en las fachadas. Sólo un reducido número de botes de pesca se mecía agitadamente junto a los muelles.
Casi todos los restaurantes permanecían cerrados en esta época del año. No se veía un alma por las calles, Igors divisó algún que otro coche que bajaba en dirección al puerto. Tan viva como parecía la ciudad en verano, y en invierno estaba muerta.
Igors Bleidelis tiritaba de frío dentro del impermeable. Le moqueaba la nariz. El aire era frío y cortante, y soplaba viento, como siempre. Las ganas de fumar lo habían obligado a salir a la cubierta. Encontró algo de resguardo detrás de la chimenea y sacó el paquete arrugado del bolsillo superior. Tras varios intentos consiguió encender el cigarrillo. El viento le helaba el rostro y el frío penetraba despiadadamente a través del cuello del impermeable.
Añoraba una cama caliente y el dulce abrazo de su esposa. Había pasado diez días lejos de casa, pero le parecía mucho más tiempo.
Alzó los prismáticos para contemplar la costa. El acantilado se precipitaba en picado hacia el mar. Fuera del puerto, por este lado de la isla, había muy pocas casas. Deslizó los prismáticos hacia arriba siguiendo la pared rocosa. La isla ofrecía un aspecto yermo e inhóspito desde el lugar donde él se encontraba.
Enseguida se hizo de noche. Lanzó la colilla por la borda y se disponía a volver dentro cuando, de pronto, el resplandor se volvió más fuerte. Se divisaban llamas sobre una roca que se adentraba en el mar.
Igors se detuvo y levantó los prismáticos otra vez. Enfocó lo mejor que pudo. En lo alto de la roca, las llamas de un fuego se elevaban hacia el cielo oscuro. Parecía una hoguera de la noche de Walpurgis [1]en pleno mes de marzo. Supuso que las siluetas que se movían alrededor de la pira eran personas y parecía que llevaban antorchas en las manos. Las figuras se movían acompasadamente siguiendo una pauta definida. Alguien alzó un objeto en el aire y lo arrojó a las llamas. Desde la distancia a la que estaba no pudo distinguir nada más. El barco se alejó enseguida y el resplandor del fuego desapareció de su horizonte.
Igors Bleidelis bajó los prismáticos y lanzó una última mirada hacia el acantilado, antes de abrir la puerta del camarote y entrar al calor.
A los pies de la iglesia de Fröjel se extendían como alfombras amarillas y verdes los campos de colza y de cereales que descendían hasta el mar. A un lado de los cultivos se distinguía a un grupo abigarrado de personas excavando. A intervalos regulares asomaba alguna cabeza por encima de los sembrados, cuando alguien se ponía de pie para estirar las doloridas articulaciones o cambiar de postura. Una visera blanca, un sombrero de paja, un pañuelo de pirata, una melena que su propietaria se había recogido sobre la cabeza para intentar mitigar el calor antes de dejarla caer de nuevo sobre los hombros. Más allá de las espaldas dobladas se divisaban las resplandecientes aguas del mar Báltico como un prometedor fondo azul. Los abejorros y las avispas zumbaban entre las amapolas de color rojo pálido, la avena se mecía con suavidad cuando soplaba alguna ligera brisa. Por lo demás, el aire estaba en calma. Un anticiclón procedente de Rusia se había desplazado hasta Gotland y llevaba una semana instalado sobre la isla.
Una veintena de estudiantes de arqueología trabajaban metódicamente desenterrando lo que mil años antes había sido un puerto vikingo. Era un trabajo duro que requería paciencia.
La holandesa Martina Flochten estaba en cuclillas dentro de su cuadrícula raspando con el cincel entre las piedras y la tierra. Trabajaba afanosamente pero con precaución para no dañar los posibles hallazgos con la pequeña herramienta. De cuando en cuando recogía alguna piedra y la depositaba en el cubo de plástico negro que tenía al lado.
Ahora empezaba lo divertido. Tras dos semanas de excavaciones infructuosas, desde hacía unos días su esfuerzo se estaba viendo al fin recompensado. Había encontrado varias monedas de plata y perlas de cristal. El hecho de tener entre sus manos objetos que no había tocado nadie desde los siglos IX o X le causaba siempre una impresión igual de fuerte. Dejaba volar su fantasía tratando de imaginar cómo habrían vivido en aquel lugar: ¿Qué mujer habría llevado aquellas perlas? ¿Quién sería y qué pensamientos habrían rondado por su cabeza?
Martina Flochten era una de las estudiantes extranjeras matriculadas en el curso. Casi la mitad de los alumnos procedían de otros países; había dos americanos, una mujer británica, un francés, un canadiense de origen indio, un par de alemanes y un australiano, Steven. Este curso formaba parte de su vuelta al mundo; Steven viajaba por todo el globo visitando lugares interesantes desde el punto de vista arqueológico. Evidentemente, su padre era rico, de manera que podía hacer lo que quisiera. Martina estudiaba arqueología en la Universidad de Rotterdam y allí había oído hablar de los cursos de metodología de campo que organizaba la de Visby. Los diez créditos del curso podía convalidarlos luego en sus estudios en Holanda. Además, Martina era medio sueca. Su madre era de Gotland, pero la familia había vivido en Holanda desde que ella nació. Por supuesto, solían visitar la isla durante las vacaciones, incluso después de la muerte de su madre en un accidente de tráfico hacía unos años, pero la posibilidad de quedarse en Gotland durante un período más largo y dedicarse a lo que más le gustaba fue una oportunidad que no quiso dejar escapar.
Hasta ahora, el curso había superado todas sus expectativas. Los participantes lo pasaban bien juntos, la mayoría eran de su edad, rondaban los veinte años, otros eran mayores: uno de los americanos, Bruce, tenía cincuenta años, e iba un poco a su aire. Les había contado que trabajaba como informático, pero que la arqueología era su gran pasión. A la mujer británica, que parecía un poco rara, Martina le calculaba unos cuarenta años.
A Martina le gustaba esa mezcla de lugareños y extranjeros. El ambiente dentro del grupo era escandaloso, pero cordial. A menudo, cuando los estudiantes bromeaban entre ellos a propósito de sus diferentes técnicas de excavación o de lo mal repartida que estaba la suerte a la hora de hacer algún hallazgo importante, el eco de sus risas resonaba por los alrededores. La pobre Katja, procedente de Gotemburgo, hasta ahora no había extraído más que huesos de animales, que había a montones. Al parecer su cuadrícula no contenía nada interesante, pero el trabajo había que hacerlo igual. Así que allí estaba ella sudando la gota gorda un día tras otro sin encontrar nada de valor. Martina esperaba que Katja pudiera probar suerte pronto en otra cuadrícula.
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