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Mari Jungstedt: Nadie Lo Conoce

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Mari Jungstedt Nadie Lo Conoce

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Con la resolución del último caso en el que estuvo implicado, el comisario Anders Knutas se siente deprimido y agobiado. Espera ansioso la llegada de las vacaciones de verano para pasar unos días con su familia. Pero antes debe ocuparse de un nuevo caso. Un grupo de arqueólogos está excavando en un viejo poblado vikingo de Gotland, pero ignoran que un grave peligro se cierne sobre ellos. Todo empieza con el descubrimiento, por parte de dos niñas, del cadáver decapitado de un caballo en un prado cerca de su casa. Parece que el criminal, obedeciendo a un antiguo rito vikingo, ha torturado al animal antes de llevarse su cabeza y su sangre. El caso se complica peligrosamente cuando la holandesa Martina Flochten, una de las estudiantes del grupo de arqueología, desaparece sin dejar rastro y es hallada asesinada unos días más tarde. Posteriormente un importante político de la isla, Gunnar Ambjörnsson, encuentra en la caseta de su jardín una cabeza de caballo y Anders Knutas y su equipo se preguntan si será la próxima víctima. Una vez más, Anders Knutas y el periodista Johan Berg, que ahora vive en la isla y espera el nacimiento de su hija, necesitarán todo su valor e inteligencia para resolver este cruel caso con ecos de cultos ancestrales.

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En lo referente a su situación laboral en Gotland, había muchas cosas que le gustaban: la libertad, su colaboración con Pia funcionaba bien, y era agradable librarse de sentir el aliento del redactor jefe en la nuca, si bien, a veces, experimentaba la misma presión pese a que la distancia era grande. Por supuesto, echaba de menos los trabajos importantes relacionados con la delincuencia en Estocolmo, así como su piso y a sus amigos, pero el nuevo rumbo que había tomado su vida hacía que Gotland fuera el lugar donde prefería estar.

Trabajar en una redacción local con un equipo pequeño también tenía muchas ventajas. Disponía de un amplio margen para organizar su trabajo y hallaba una enorme satisfacción en poder decidir él mismo su jornada laboral. Pia y él procuraban hacer un reportaje cada día y eso era suficiente. Ellos se organizaban a su manera. Y mientras enviaran reportajes aceptables y medianamente interesantes, la redacción central estaría satisfecha.

Justo en ese momento estaban pensando en hacer una serie de reportajes sobre los elevados precios de la vivienda. A Johan le sorprendía que hubiera gente que pagara varios millones de coronas por una casita en Visby dentro del recinto amurallado, y que el precio que había que desembolsar por un piso fuera comparable al de los barrios más lujosos de Estocolmo. Por muy atractivo que resultase el centro medieval de Visby existían enormes diferencias en cuanto a la oferta de servicios, trabajo y diversión. Además, a Visby sólo se podía llegar en barco o en avión. Se preguntaba quiénes eran esas dos mil personas adineradas que vivían dentro de la zona amurallada y podían permitirse pagar esos precios exorbitantes, al menos para un isleño medio. Los propios residentes, con salarios normales, no podían ni soñar con vivir en el centro, a no ser que hubiesen heredado una vivienda.

Johan había estado destinado en Gotland desde el 1 de mayo y hasta ahora no le habían faltado ideas para sus reportajes. El desempleo era un gran problema en la isla. A lo largo de los últimos años varias empresas grandes habían reducido sus plantillas o habían echado definitivamente el cierre. Algunas habían trasladado su producción fuera de Gotland. El último golpe duro fue la decisión del Gobierno de desmantelar la P18, la antigua base militar, medida que formaba parte de la gran ola de recortes en defensa que asolaba el país.

Pero ahora, Pia y él llevaban varios días sin que se les ocurriera ningún tema para un reportaje y Johan sentía claramente la presión de Grenfors desde Estocolmo.

Cuando sonó el teléfono, lo cogió sin mucho entusiasmo.

Era su colega, la fotógrafa, y por el tono de voz parecía impaciente. Se dio cuenta de que mientras hablaba iba conduciendo.

– Oye, han encontrado un caballo degollado en un prado.

Pia tenía por costumbre saltarse las frases de saludo, que a ella le parecían innecesarias, sobre todo si tenía prisa y algo importante que decir.

– ¿Cuándo?

– Esta mañana. Lo encontraron dos niñas en un prado cerca de Petesviken, ¿sabes dónde está?

– Ni idea.

– Está al sur de Gotland, en la costa oeste, a unos sesenta kilómetros de Visby.

– ¿Cómo te has enterado?

– Tengo una amiga que vive allí. Me ha llamado.

– ¿Quién es el dueño del caballo?

– Una familia de granjeros normal y corriente.

Será mejor que salgamos enseguida. ¿Cuánto tardas en llegar aquí?

– Estoy delante de la oficina.

Johan colgó el teléfono y marcó inmediatamente el número directo del comisario Knutas. No obtuvo respuesta y en la centralita le comunicaron que la Brigada de Homicidios estaría ocupada toda la mañana.

Aquello parecía una locura, un caballo degollado, pero era precisamente lo que necesitaba. Cogió deprisa y corriendo un bloc y un bolígrafo, y cerró la puerta de la redacción. Decidió esperar antes de llamar a Grenfors, disfrutaba cuando dejaba en ascuas al jefe.

Estaba sentado en la cocina y pensaba que era increíble cómo podía cambiar el aspecto de una habitación dependiendo de quiénes se encontrasen en ella y de lo que acontecía allí. La tristeza que irradiaban antes las paredes y el sentimiento de culpa y vergüenza que caían desde el techo encima de su cabeza habían desaparecido. Antes los muros se estrechaban amenazadores cuando estaba sentado en su sitio de siempre. La comida que había en la mesa no le proporcionaba ninguna alegría, ningún placer, sino que se agrandaba en la boca hasta el punto de que le costaba tragarla. Un plato de angustia oculto bajo la salsa de la carne.

Ahora era diferente, podía hacer lo que quisiera. Se había preparado un desayuno consistente, el esfuerzo realizado por la mañana exigía un desayuno en condiciones.

En el plato, delante de él, había tres gruesas rebanadas de pan blanco tostadas, con rodajas de salchichas de Falun y huevos nadando en la grasa. Lo aderezó todo con un buen chorretón de kétchup, sal y pimienta. El gato maullaba ansioso y se frotaba contra sus piernas. Le tiró una rodaja de salchicha.

El reloj que había en la pared marcaba las diez menos cuarto. A través del polvoriento cristal de la ventana contempló cómo brillaba el sol fuera en el patio. Comió con apetito y bebió leche fría. Cuando terminó apartó el plato y eructó sonoramente. Se recostó en el respaldo de la silla y cogió un pellizco de rapé.

Estaba cansado, le dolían los brazos. Aquello había sido más complicado de lo que había calculado. Por un momento casi creyó que no iba a ser capaz de hacerlo. Pero al final lo había conseguido. El trabajo posterior le había llevado su tiempo, pero ya estaba listo.

Se levantó y recogió el plato, retiró escrupulosamente los restos de comida bajo el grifo y lo fregó.

De pronto se sintió muy cansado, tenía que acostarse. Abrió la puerta al gato y éste desapareció sin hacer ruido. Luego subió la desvencijada escalera que conducía al piso de arriba y entró en la habitación que estaba al fondo. Nunca había sido reparada tras el incendio. Las manchas de hollín seguían en las paredes e incluso los restos carbonizados de la cama quemada estaban amontonados en un rincón. Le pareció que aún podía percibir un ligero olor al humo del fuego. Quizá fueran figuraciones suyas. En el suelo había un viejo colchón en el cual se acostó. Se sentía bien en aquel cuarto, lo invadió un sosiego que no solía encontrar en otros sitios, y se durmió plácidamente.

Knutas no dejaba nunca de sorprenderse de la rapidez con la que se extendía una noticia. Lo habían llamado periodistas, tanto de la radio local como de la televisión y de los periódicos, y querían saber lo que había ocurrido. En Gotland, un caballo degollado era una noticia importante. Sabía por experiencia que nada conmovía tanto a la gente como el maltrato a los animales.

No había acabado de pensarlo cuando ya tenía al otro lado del hilo telefónico a la organización Amigos de los Animales, y seguro que llamarían también otras asociaciones defensoras de los derechos de los animales. El portavoz de la policía, Lars Norrby, estaba de vacaciones, así que Knutas tenía que ocuparse él solo de los periodistas. Redactó una nota de prensa escueta y ordenó a la centralita que no le pasaran llamadas en las próximas horas.

De vuelta en la comisaría después de la excursión matutina a Petesviken, se compró un bocadillo en el expendedor automático de la cafetería; ya podía olvidarse del almuerzo. Knutas había convocado a sus colaboradores más próximos para una reunión a la una. Gracias a que ahora contaban con dos técnicos en la Brigada de Homicidios, Sohlman, tras examinar el lugar del crimen, podría regresar a tiempo para participar en la reunión.

Se juntaron en una sala amplia y luminosa con una gran mesa en el centro. Hacía poco que habían renovado las dependencias policiales y el nuevo mobiliario era sencillo, de estilo escandinavo. Knutas se sentía mejor con los viejos muebles de pino raídos. De todos modos, las vistas eran las mismas, a través de las ventanas panorámicas se podía contemplar el aparcamiento del supermercado Coop Forum, la muralla y el mar.

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