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Mari Jungstedt: Nadie Lo Conoce

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Mari Jungstedt Nadie Lo Conoce

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Con la resolución del último caso en el que estuvo implicado, el comisario Anders Knutas se siente deprimido y agobiado. Espera ansioso la llegada de las vacaciones de verano para pasar unos días con su familia. Pero antes debe ocuparse de un nuevo caso. Un grupo de arqueólogos está excavando en un viejo poblado vikingo de Gotland, pero ignoran que un grave peligro se cierne sobre ellos. Todo empieza con el descubrimiento, por parte de dos niñas, del cadáver decapitado de un caballo en un prado cerca de su casa. Parece que el criminal, obedeciendo a un antiguo rito vikingo, ha torturado al animal antes de llevarse su cabeza y su sangre. El caso se complica peligrosamente cuando la holandesa Martina Flochten, una de las estudiantes del grupo de arqueología, desaparece sin dejar rastro y es hallada asesinada unos días más tarde. Posteriormente un importante político de la isla, Gunnar Ambjörnsson, encuentra en la caseta de su jardín una cabeza de caballo y Anders Knutas y su equipo se preguntan si será la próxima víctima. Una vez más, Anders Knutas y el periodista Johan Berg, que ahora vive en la isla y espera el nacimiento de su hija, necesitarán todo su valor e inteligencia para resolver este cruel caso con ecos de cultos ancestrales.

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– Jörgen Larsson. Vamos directamente, ¿no? Bueno, esto es una locura, parece mentira una cosa así, mi hija está terriblemente disgustada. Era su poni, y ya sabéis la relación que tienen las chicas de su edad con sus caballos. Pontus lo era todo para la pobre chica y no para de llorar. No entiendo cómo alguien puede hacer una cosa así, es absolutamente incomprensible.

El granjero hablaba por los codos y ninguno de los policías tuvo tiempo de contestar antes de que el hombre estuviera cruzando ya el patio en dirección al prado.

– Sí, tanto mi mujer como los chicos están realmente disgustados, es un auténtico caos. Es como si estuvieran en estado de shock.

– Claro -asintió Knutas-, lo comprendo.

– Y Pontus, ¿sabe?, tenía algo especial -continuó Jörgen Larsson-. Los chiquillos podían montarlo siempre que querían, y podían hacer con él lo que se les antojara, ya lo creo. Sería difícil encontrar un caballo más manso, era casi demasiado bueno, ¿comprende? Cuando eran más pequeños se colgaban de él, le arrancaban las crines y le tiraban de la cola y eso, y él se dejaba. Sí, y no era joven precisamente, tenía quince años, así que antes o después debería haber ido al matadero, pero podría haber aguantado unos años más, me parece a mí, en vez de terminar de esta manera. Nunca habría podido imaginarme una cosa así.

– No -logró decir Knutas-. ¿Sabe…?

– Ah, sí, compré ese caballo cuando nació nuestro primer hijo, pensé que le gustaría montar a caballo, ya sabe. Aquí en el campo no tenemos muchas más distracciones que los animales y, claro, tenemos también una perra, a propósito, ha tenido varios cachorros, y casi siempre tenemos gatitos; esta gata irá ya por la cuarta o quinta camada, así que tendremos que llevarla a que le hagan un apaño, bueno, ya sabe lo que quiero decir. Tenemos también conejos, que han tenido crías. Sí, bueno, los chicos no tienen mucho más con lo que entretenerse y, además, les gustan los animales y ayudan de buena gana con las vacas y los terneros y, claro, uno tiene que estar agradecido de que sea así, de que les guste.

– Pero… -intentó Knutas.

El granjero no se dio por enterado y continuó hablando.

– El mayor tiene dieciséis años y ya trabaja como un hombre cuando vuelve de la escuela. Todos los días, ya lo creo, seguro como un amén en la iglesia. Tenemos cuarenta vacas lecheras y veinticinco terneros. Mi hermano y su mujer trabajan también en la granja, la administramos juntos. Ellos viven al otro lado, donde habéis cogido el desvío. Tienen tres hijos, así que están al completo, y lo llevamos todo a medias. Ahora están de vacaciones, en Mallorca, pero vuelven mañana y no los he llamado para contarles esta desgracia. Sólo van a preocuparse sin necesidad, mejor esperar. Pero esto es muy desagradable, nunca he visto nada igual.

Knutas miraba fijamente a Jörgen Larsson, el cual, sin apenas recuperar el aliento, continuó hablando sin parar. Habían llegado hasta la alambrada y el granjero señaló con su dedazo hacia el bosquecillo.

– El caballo está ahí fuera sin cabeza. Sí, nunca había visto nada tan horrible. A ese cabrón le tiene que haber costado Dios y ayuda arrancársela, no sé si la habrá serrado o cortado con un hacha o cómo lo habrá hecho.

– ¿Dónde están los otros caballos? -dijo Knutas alzando la voz para detener la incontrolable verborrea del campesino.

– Sí, los hemos metido dentro. Puede que intentara hacerles daño a ellos también, ¿quién sabe? Aunque por lo que hemos podido apreciar no tienen ninguna lesión. Las ovejas las hemos dejado fuera -añadió Jörgen Larsson justificándose-, parece que no les hizo nada.

Knutas había desistido de intentar preguntar al granjero y permanecía callado. Tendría que esperar.

Jörgen Larsson quitó la aldabilla y apartó con decisión a las ovejas que se agolpaban a su alrededor.

Los policías trataron de seguir las zancadas del campesino a través del prado.

En el lugar donde yacía el caballo, una bandada de cuervos graznaba sobre el cadáver.

En medio de la bucólica estampa estival del prado, la pendiente tapizada de verde y el mar que centelleaba en la ensenada, yacía un poni musculoso, con el vientre orondo y la cola tupida, pero el cuello acababa en una enorme herida sanguinolenta.

– ¿Qué demonios ha pasado aquí? -estalló Knutas.

Por primera vez el granjero se quedó sin palabras.

Para Johan Berg, reportero de televisión, la actualidad informativa de aquel miércoles por la mañana parecía cualquier cosa menos buena. No pasaba nada en absoluto. Se hallaba sentado frente a la polvorienta mesa de trabajo en la pequeña redacción local que la Televisión Sueca tenía en el centro de Visby. Había hojeado los periódicos de la mañana y había escuchado las noticias locales, y se quedó asombrado al comprobar cómo las redacciones conseguían llenar páginas y emisiones, pese a que no contenían ni pizca de novedades informativas. Había hablado con Pia Lilja, la fotógrafa de Gotland con la que trabajaba durante el verano, y le había dicho que podía llegar más tarde. Era absurdo que ambos estuvieran allí sentados como dos pasmarotes.

Se puso a repasar desanimado los papeles y las actas municipales de los últimos días con la vaga esperanza de encontrar algo. El encargo que el redactor jefe, Max Grenfors, le había hecho aquella mañana desde la redacción central en Estocolmo se le antojaba totalmente imposible, encontrar una noticia y preparar un reportaje para la emisión de la tarde. «Preferiblemente, algo con lo que podamos abrir la emisión. Andamos mal de contenidos y necesitamos una crónica tuya.» ¿No había oído antes el mismo rollo?

Johan llevaba doce años trabajando como periodista de sucesos en las noticias regionales de SVT, la televisión pública sueca. Noticias Regionales cubría la actualidad informativa de las provincias de Estocolmo, Uppsala y Gotland. De este modo, Johan tenía encomendada la información local de la isla de Gotland, y ahí entraba todo: desde unas vacas perdidas hasta el incendio en una escuela pasando por la saturación del servicio de urgencias del hospital. Antes el seguimiento informativo se hacía desde Estocolmo, pero la SVT había decidido, a modo de prueba, restablecer la redacción local durante el verano y Johan había conseguido el trabajo de corresponsal. Llevaba ya dos meses viviendo en la isla y no lo cambiaría por ningún lugar del mundo. El amor lo había conducido hasta aquí y, pese a que aún quedaban muchos obstáculos que salvar, estaba firmemente convencido de que Emma Winarve, la profesora del barrio de Roma, y él acabarían viviendo juntos. Se conocieron y se enamoraron cuando Johan estaba cubriendo la información de un asesinato. Emma estaba casada y tenía dos hijos cuando iniciaron su relación. Ahora acababa de divorciarse y estaba esperando la llegada del hijo de ambos de un día para otro. El hijo de ella y de él.

A Johan aún le costaba hacerse a la idea de que iba a ser padre. Era algo demasiado grande, demasiado intangible. Emma, para gran decepción suya, quiso esperar antes de irse a vivir juntos, dejar pasar el tiempo, como ella decía. Sus hijos Sara y Filip eran todavía muy pequeños. Había que darles tiempo para que pudieran adaptarse a la nueva situación: vivir ahora la mitad del tiempo en casa de su padre y la otra mitad en casa de su madre, que iban a tener un hermanito. Emma quería tomarse las cosas con calma y Johan, como tantas otras veces antes, tuvo que armarse de paciencia. A veces le parecía que hasta ahora toda su relación se basaba en que él la esperara a ella.

En su fuero interno estaba convencido de que avanzaban en la dirección correcta, de que al final acabarían juntos. Lo había creído todo el tiempo y ahora no estaba menos convencido de ello. Emma había decidido tener un hijo suyo, eso era suficiente para él. De momento.

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