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Mari Jungstedt: Nadie Lo Conoce

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Mari Jungstedt Nadie Lo Conoce

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Con la resolución del último caso en el que estuvo implicado, el comisario Anders Knutas se siente deprimido y agobiado. Espera ansioso la llegada de las vacaciones de verano para pasar unos días con su familia. Pero antes debe ocuparse de un nuevo caso. Un grupo de arqueólogos está excavando en un viejo poblado vikingo de Gotland, pero ignoran que un grave peligro se cierne sobre ellos. Todo empieza con el descubrimiento, por parte de dos niñas, del cadáver decapitado de un caballo en un prado cerca de su casa. Parece que el criminal, obedeciendo a un antiguo rito vikingo, ha torturado al animal antes de llevarse su cabeza y su sangre. El caso se complica peligrosamente cuando la holandesa Martina Flochten, una de las estudiantes del grupo de arqueología, desaparece sin dejar rastro y es hallada asesinada unos días más tarde. Posteriormente un importante político de la isla, Gunnar Ambjörnsson, encuentra en la caseta de su jardín una cabeza de caballo y Anders Knutas y su equipo se preguntan si será la próxima víctima. Una vez más, Anders Knutas y el periodista Johan Berg, que ahora vive en la isla y espera el nacimiento de su hija, necesitarán todo su valor e inteligencia para resolver este cruel caso con ecos de cultos ancestrales.

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Ese último día de junio la familia había planeado viajar hasta la casa de veraneo en Lickershamn para cortar el césped y regar. Knutas había pensado salir pronto del trabajo e ir a buscar a su mujer al hospital cuando ella terminara su jornada laboral en el servicio de Obstetricia. Para su gran sorpresa, los gemelos Petra y Nils, que pronto cumplirían trece años, y que últimamente preferían estar con sus amigos, habían accedido a acompañarlos.

Nada más cruzar la puerta de entrada lo envolvió el aire frío. En los pasillos de la Brigada de Homicidios reinaba el silencio. Las vacaciones habían empezado, y eso se notaba.

La colaboradora más cercana de Knutas, la inspectora Karin Jacobsson, estaba en su despacho hablando por teléfono cuando el comisario pasó por delante. Knutas y Karin habían trabajado juntos durante quince años y se conocían bien desde un punto de vista profesional. En lo referido a su vida privada, Karin era bastante más reservada.

Tenía treinta y ocho años y estaba soltera, Knutas al menos nunca le había oído hablar de ningún novio. Vivía sola con una cacatúa blanca en un piso en Visby y su tiempo libre lo dedicaba sobre todo a jugar al fútbol. En ese momento gesticulaba con los brazos mientras hablaba con voz alta e insistente. Era morena y de baja estatura, sus ojos castaños eran cálidos y despiertos, y tenía los incisivos muy separados. Su humor podía cambiar radicalmente y no se esforzaba demasiado por controlar su irascible temperamento. Era una nota de color y un manojo de energía, sus gestos enérgicos contrastaban intensamente con el nada sugerente fondo de persianas bajadas y estanterías pintadas de gris.

Knutas se sentó en su silla y empezó a examinar el correo que se había acumulado en los últimos días. Entre las anodinas cartas de las autoridades, encontró una colorida postal de Grecia. La fotografía representaba un típico plato griego: brocheta de pollo con un cuenco de tzatziki y una botella de vino sobre una mesa redonda. Al fondo se vislumbraba una puesta de sol y la luz centelleaba en una de las dos copas de vino dispuestas sobre la mesa pintada de azul.

El texto decía:

Por lo menos no es una cabeza asada de cordero con puré de nabos, ¿no te parece, Knutas? Estoy pasando un par de semanas en Naxos haraganeando. Espero que estés bien y tal vez pronto tengamos ocasión de volver a vernos.

Martin.

Knutas no pudo evitar sonreír. Muy propio de Martin Kihlgård enviar una postal con comida. El investigador de la policía criminal, que estaba continuamente comiendo, era el mayor tragaldabas que Knutas había conocido en su vida. Habían trabajado juntos unas cuantas veces en la investigación de diferentes casos de asesinato en los que Knutas había solicitado refuerzos a la policía.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por una llamada en la puerta. Al instante entró en su despacho su colega, el inspector Thomas Wittberg, veinte años más joven que él. Wittberg se negaba a cortarse la rubia melena, pese a las constantes bromas que le gastaban sus compañeros. Una ceñida camiseta blanca realzaba su bronceado torso, entrenado con regularidad en el gimnasio de las dependencias policiales. Wittberg tenía un gran atractivo y sabía sacarle partido entre las veraneantes tan pronto como empezaba la temporada turística. El joven inspector solía bromear con que su objetivo era conocer mujeres de todas las regiones suecas, desde Laponia hasta Escania. Knutas no dudaba ni por un momento de que su colega lo conseguiría. Por lo que él sabía, Wittberg no había mantenido nunca una relación que durara más de unas semanas. Todos los veranos llamaban mujeres al trabajo preguntando por él, y algunas se presentaban sin avisar para verlo.

Incluso en el trabajo, aprovechó su éxito con las mujeres para ayudar a la policía a avanzar en numerosas investigaciones. Thomas Wittberg había ascendido rápidamente de agente del orden hasta la Brigada de Homicidios, pasando por la Brigada Antidisturbios, y desde hacía un par de años era miembro indispensable del equipo de investigación de Knutas. En este momento sus penetrantes ojos azules mostraban con toda claridad que había ocurrido algo especial.

– Escucha esto -soltó dejándose caer en la silla que tenía Knutas para las visitas con un papel en la mano. Knutas alcanzó a ver que estaba cubierto de anotaciones con la ilegible letra de Wittberg.

– Han encontrado un caballo degollado en un prado de Petesviken. Lo descubrieron esta mañana dos niñas.

– ¡Qué barbaridad!

– A eso de las nueve, cuando se dirigían a la playa con sus bicicletas para darse un baño, las chicas descubrieron que faltaba uno de los caballos y lo hallaron tendido en el prado decapitado.

– ¿Estás seguro de que no se han inventado toda esa historia?

– Su abuelo y el dueño fueron con ellas a comprobarlo. Han llamado hace un momento.

– ¿De qué tipo de caballo se trata y quién es el dueño?

– Un poni normal. El dueño es un granjero, Jörgen Larsson. La familia tiene cuatro caballos de monta, los otros tres seguían en el prado.

– ¿Y no han sufrido ningún daño?

– Parece que no.

Knutas meneó la cabeza.

– Qué raro.

– Hay algo más -apuntó Wittberg.

– ¿Qué?

– No sólo le han cortado la cabeza, sino que, además, ésta no aparece. El granjero la ha buscado por todas partes pero no ha logrado encontrarla. En cualquier caso, no se halla cerca del cuerpo.

– ¿Quieres decir que el autor se ha llevado la cabeza?

– Eso es lo que parece.

– ¿Has hablado tú mismo con el campesino?

– No, la información me la ha proporcionado el oficial de guardia.

– Espero que no ande ahora dando vueltas por el prado y destruya un montón de pruebas -refunfuñó Knutas al tiempo que alargaba la mano para coger la chaqueta-. Vamos enseguida.

Unos minutos después, Knutas, Wittberg y el técnico de la policía, Erik Sohlman, se dirigían hacia el sur en un coche de la policía. Sohlman era uno de los colaboradores a quien mayor aprecio tenía Knutas, aparte de Karin. Sus dos colegas preferidos tenían en común el temperamento y el interés por el fútbol, pero Sohlman, a diferencia de Karin, estaba casado y tenía dos niños pequeños.

– Menuda historia -exclamó el técnico retirándose los rizos pelirrojos de la frente-. Me pregunto si el culpable es un maltratador de animales psicópata o si habrá alguna otra cosa detrás.

Knutas murmuró algo inaudible como respuesta.

– ¿Os acordáis de aquel caballo que se desbocó durante una carrera en el hipódromo de Skrubbs y se salió de la pista? -preguntó Wittberg incorporándose desde el asiento trasero-. El piloto se cayó del sulky y el caballo se largó. Creo recordar que nos pasamos una semana buscándolo.

– Ah, sí, aquel que luego apareció muerto en el bosque en Follingbo -replicó Knutas-. El sulky se quedó encajado entre dos árboles y el caballo murió de deshidratación.

– ¡Joder! -se estremeció Sohlman-. Menuda escena.

Siguieron en silencio por la carretera que conducía hasta la costa dejando atrás Klintehamn, Fröjel y la pequeña aldea de Sproge con su bella iglesia blanca. Luego abandonaron la calzada y entraron en un camino cubierto de grava, una recta larga que llegaba hasta el mar flanqueada a ambos lados por un bosquecillo de pinos y abetos. Enseguida llegaron a Petesviken. Había varias granjas alineadas, con vistas al mar. En los prados pastaba el ganado, todo parecía de lo más apacible e idílico.

En la granja de Jörgen Larsson había un viejo camión aparcado en el patio delante de la casa junto a un Opel más moderno. Había unas cuantas jaulas para conejos colocadas en el césped y un perro salió a su encuentro moviendo alegremente el rabo. Un hombre vestido con un mono azul y gorra salía del zaguán cuando el coche entró en el patio. El hombre se quitó la gorra a la vieja usanza al saludar a los tres policías.

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