Mari Jungstedt - Nadie Lo Ha Oído

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Una fría mañana de noviembre el comisario Anders Knutas y sus colegas de la Brigada de Homicidios de Gotland reciben la noticia del cruel asesinato de Henry Dahlström, un fotógrafo de talento pero venido a menos por su adicción al alcohol. A pesar de que las primeres pesquisas policiales apuntan directamente a algunos de sus compañeros de juerga y el caso no reviste mayor misterio, la situación cambia cuando Knutas descubre que el fallecido cobró una importante cantidad de dinero el día anterior a su muerte.
Paralelamente, la señora Jannson denuncia la desaparición de su hija adolescente Fanny, un aparente caso de secuestro, pero nada parece indicar que los dos crímenes estén relacionados. Sin embargo, la investigación da un giro inesperado cuando en el piso de Dahlström se encuentra una caja con fotos de carácter pederasta en las que aparece la joven Fanny. El comisario Knutas necesitará todo su talento y la ayuda del periodista Johan Berg para descubrir qué se esconde detrás de este terrible caso. Entonces comprende que el perturbado asesino sigue sus pasos y se está acercando peligrosamente.

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Se calló y miró a los policías con ojos suplicantes.

– Pero yo no lo maté, eso no lo hice yo. No podría hacer jamás una cosa así. Pero me llevé parte del dinero.

– ¿Cuánto?

– Unas veinte mil -dijo Johnsson en voz baja.

– En la casa de veraneo sólo había diez mil. ¿Dónde está el resto?

– Me lo he gastado. En priva, esto del Flash ha sido muy duro.

– ¿Pero, por qué huiste del sótano? -repitió Knutas.

– Tuve miedo de que creyerais que había sido yo quien había matado al Flash, puesto que había cogido su dinero.

– ¿Qué hiciste por la tarde el 12 de noviembre?

– ¿Qué día era?

– El lunes pasado, cuando te encontraste con Henry junto a la estación de autobuses.

– Como ya he dicho, estuve allí hasta las ocho o las nueve. Luego me fui con Örjan a su casa. Estuvimos bebiendo hasta que me quedé dormido en su sofá.

– ¿Qué hora era entonces?

– No sé.

– ¿Dónde vive Örjan?

– En la calle Styrmansgatan, número 14.

– Está bien. Entonces él podrá confirmar tu declaración.

– Sí, aunque estábamos muy bebidos los dos.

Los interrumpieron unos golpecitos en la puerta. Era la respuesta de la Central de Huellas. Hicieron una pequeña pausa y los policías abandonaron la sala. Johnsson quería ir al lavabo.

Efectivamente, las huellas de Dahlström aparecían en los billetes. El resultado carecía de importancia si la policía decidía creer la historia de Johnsson. Se habían encontrado otras huellas, pero ninguna que coincidiera con las del registro de delincuentes.

– ¿Qué hacemos ahora? -le preguntó Karin mientras tomaban un café de la máquina.

– No sé. ¿Le crees?

– Sí, la verdad es que sí -respondió mirando a Knutas-. Me parece que está diciendo la verdad.

– A mí también. Si hubiera alguien que pudiera corroborar su declaración, deberíamos soltarlo inmediatamente. Me parece que el robo del dinero deberíamos dejarlo a un lado, de momento.

– Su colega, ese tal Örjan, aparece un poco por todas partes. Deberíamos hacerle una visita -sugirió Karin.

– Tendré que hablar con Birger para ver qué hacemos con Bengt Johnsson, si va a seguir aquí o no. Creo que lo mejor es interrumpir ahora el interrogatorio. ¿Quieres ir a almorzar?

En Visby la oferta de restaurantes que sirvieran comidas a mediodía era limitada en la época invernal. La mayor parte de los locales abrían sólo por la tarde, y por eso, cuando querían probar algo que no fuera la magra oferta de la cafetería de la comisaría, acababan normalmente en el mismo sitio. Por supuesto, salía más caro, pero valía la pena. Klostret estaba decorado en el clásico estilo de las posadas y tenía un prestigioso cocinero. Su dueño, Leif Almlöv, era uno de los mejores amigos de Knutas. Nada más cruzar la puerta se encontraron con el ruido, el trajín y las carreras de las camareras. Todas las mesas estaban ocupadas.

Leif los vio y los saludó.

– Hola, ¿qué tal?

Le dio un ligero abrazo a Karin y a Knutas un apretón de manos, mientras seguía con la mirada la actividad a su alrededor.

– Bien. Es asombroso lo lleno que está esto -exclamó Knutas.

– Hay una convención en la ciudad. Ayer fue igual. Una locura. ¿Queríais comer?

– Sí, pero, en vez de eso, veo que tendremos que conformarnos con un perrito caliente.

– No, no, ni hablar, enseguida os prepararé una mesa. Sentaos un momento en el bar.

Le gritó al camarero que les pusiera algo de beber, que invitaba la casa. Tras sentarse cada uno en su taburete con una cerveza, Karin encendió un cigarrillo.

– ¿Has empezado a fumar? -exclamó Knutas sorprendido.

– No, qué va, sólo fumo cuando estoy de fiesta o cuando tengo problemas.

– ¿Ah, sí? ¿Y éste en cuál de los supuestos lo incluyes?

– En el último. Tengo una situación personal algo complicada.

– ¿Quieres hablar de ello?

– No. Leif nos está haciendo señas, ya tenemos mesa.

A veces Karin lo sacaba de quicio. Siempre tan extremadamente reservada con su vida privada. Es verdad que en ocasiones hablaba de sus viajes, de sus familiares o de algún evento al que hubiera asistido, pero casi nunca le contaba nada importante.

No solían verse fuera del trabajo, salvo en alguna que otra fiesta. Knutas sólo había estado en casa de Karin en contadas ocasiones. Vivía en la calle Mellangatan, en un piso bastante amplio con vistas al mar. La única compañía masculina de la que le había oído hablar con más detalles era su cacatúa Vincent, que campaba en su jaula en medio de la sala de estar. Las historias acerca de él eran muchas: Vincent, entre otras muchas cosas, era un campeón jugando al ping-pong con el pico y asustando a los invitados no deseados gruñendo como un perro.

En realidad no sabía mucho de Karin, aparte de su afición por el deporte. Jugaba al fútbol en tercera división y, a juzgar por lo que se decía, era buena. De fútbol te podía hablar todo lo que quisieras. Era centrocampista en el equipo P18 de Visby y jugaba en una liga de la Península, lo que significaba que a menudo jugaba fuera de la isla. Knutas podía imaginarse que, si actuaba en el campo igual que en el trabajo, sería dura de pelar en la lucha por el balón, a pesar de lo pequeña que era. Compartía su afición al balompié con Erik Sohlman. Podían hablar de fútbol incansablemente.

Karin era de Tingstäde, una parroquia al norte de la isla. Sus padres seguían viviendo en una casa junto al pantano de Tingstäde, casi enfrente de la iglesia. Knutas sabía que tenía un hermano más pequeño, pero nunca hablaba de él ni de sus padres.

Se preguntaba muchas veces por qué seguía viviendo sola. Karin era guapa y atractiva, y cuando llegó a la comisaría de Visby, se sintió algo atraído por ella. Fue justo antes de conocer a Line, así que no tuvo tiempo de comprobarlo. No se atrevía a preguntarle a Karin directamente por su vida amorosa, la celosa defensa de su intimidad bloqueaba cualquier intento que fuera en esa dirección. Sin embargo, eso no le impedía hablar con ella de sus propios problemas. Seguro que de él sabía casi todo, y la consideraba su mejor amiga.

Llegó la comida y se concentraron en ella, hambrientos como estaban, al tiempo que hablaban de la investigación. Ambos creían que Bengt Johnsson había dicho la verdad.

– Quizá el asesinato no tenga nada que ver con el premio que ganó en las carreras -aventuró Karin-. El autor del crimen pudo robarlo como una maniobra para despistar. Quiere hacernos creer que el móvil era el dinero. La cuestión es saber cuál podría ser el motivo entonces.

– ¿Sabes si estaba liado con alguna mujer?

– No. Esa Monica que estuvo en las carreras me ha dicho que se acostaban juntos a veces, pero que no era nada serio.

– ¿Y antes? Quizá haya alguna historia antigua que su actual círculo de amistades desconoce.

– Cabe esa posibilidad -dijo Karin dando el último sorbo a la cerveza sin alcohol con la que había acompañado el pescado-. ¿Podría tratarse de alguna antigua ex que ha querido vengarse, de un marido celoso al que su mujer ha engañado con Dahlström o de algún vecino cansado del jaleo en el portal?

– Yo creo de todos modos que la explicación es muy sencilla. Lo más probable es que tenga que ver con el premio: alguien mató a Dahlström para robarle el dinero, así de sencillo.

– Puede ser.

Karin se levantó de la mesa.

– He de irme, tengo que interrogar a ese tal Örjan Broström, el amigo de Bengan.

– De acuerdo. Suerte.

La mayoría de los clientes habían abandonado el restaurante y Leif se sentó en el sitio donde antes estaba Karin.

Se sirvió una cerveza en una copa congelada y dio un par de largos tragos.

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