Mari Jungstedt - Nadie Lo Ha Oído

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Una fría mañana de noviembre el comisario Anders Knutas y sus colegas de la Brigada de Homicidios de Gotland reciben la noticia del cruel asesinato de Henry Dahlström, un fotógrafo de talento pero venido a menos por su adicción al alcohol. A pesar de que las primeres pesquisas policiales apuntan directamente a algunos de sus compañeros de juerga y el caso no reviste mayor misterio, la situación cambia cuando Knutas descubre que el fallecido cobró una importante cantidad de dinero el día anterior a su muerte.
Paralelamente, la señora Jannson denuncia la desaparición de su hija adolescente Fanny, un aparente caso de secuestro, pero nada parece indicar que los dos crímenes estén relacionados. Sin embargo, la investigación da un giro inesperado cuando en el piso de Dahlström se encuentra una caja con fotos de carácter pederasta en las que aparece la joven Fanny. El comisario Knutas necesitará todo su talento y la ayuda del periodista Johan Berg para descubrir qué se esconde detrás de este terrible caso. Entonces comprende que el perturbado asesino sigue sus pasos y se está acercando peligrosamente.

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– ¿Cómo reaccionó su marido?

– Él no quería ver ni oír nada. Fue en la fase final de nuestro matrimonio.

– ¿Qué hace su hija ahora?

– Vive en Malmö y trabaja de bibliotecaria en la biblioteca municipal.

– ¿Está casada?

– No.

– ¿Tiene hijos?

– No.

– En su opinión, ¿qué tal le va?

– ¿A qué se refiere?

– A si se encuentra bien.

La mujer lo miró directamente a los ojos sin pronunciar palabra. Le temblaba la ceja derecha. Se podía cortar el silencio. Finalmente se volvió tan denso que se vio obligado a interrumpirlo.

– ¿Cómo describiría la relación entre ustedes?

– Regular.

– ¿Cómo de regular?

– Me llama una vez a la semana. Siempre los viernes.

– ¿Se ven a menudo?

– Suele venir aquí un par de semanas en verano, pero se queda en casa de sus amigas.

– ¿Pero se ven entonces?

– Sí, claro que nos vemos. Por supuesto.

La orden de búsqueda de Bengt Johnsson a través de la radio interna de la policía dio resultado tras un par de horas. Karin respondió a la llamada de la policía local de Slite. Había llegado a la comisaría un chico que creía haber visto a Johnsson, y Karin pidió que le pasaran con él.

– Creo que sé dónde está el hombre al que estáis buscando -dijo al otro lado del hilo un chaval al que parecía que le estaba cambiando la voz.

– ¿Ah, sí? ¿Dónde?

– En Åminne, en una casa de veraneo. Es una zona que hay cerca de aquí con muchas residencias estivales.

– ¿Lo has visto tú mismo?

– Sí, estaba descargando cosas de un coche junto a una de las casas.

– ¿Cuándo?

– Ayer.

– ¿Y por qué te has puesto en contacto con la policía?

– Es que el padre de mi mejor amigo es policía en Slite. Yo le conté a mi amigo que había visto a un tipo raro junto a una de las casas y él se lo dijo a su padre.

– ¿Por qué te pareció que era un tipo raro?

– Porque iba sucio y llevaba la ropa rota. Parecía nervioso y miraba todo el tiempo a su alrededor como si no quisiera que lo vieran.

– ¿Te descubrió?

– No, no lo creo. Yo estaba detrás de un árbol y esperé a pasar por allí con la bicicleta hasta que entró en la casa.

– ¿Iba solo?

– Eso creo.

– ¿Puedes darme algún detalle más sobre su aspecto?

– Bastante viejo, cincuenta o sesenta años. Muy gordo.

– Más cosas, ¿el pelo, por ejemplo?

– Tenía el pelo moreno recogido en una cola de caballo.

Karin experimentó un ligero hormigueo en la boca del estómago.

– ¿Qué era lo que descargaba?

– Eso no logré verlo.

– ¿Cómo es que lo viste?

– Vivimos al lado de esa urbanización. Volvía a casa después de haber ido a ver a un amigo.

– ¿Puedes indicar qué casa era?

– Sí, claro.

– ¿Puedo hablar con tus padres?

– No están en estos momentos.

– Está bien. Quédate en casa, estaremos ahí dentro de media hora. ¿Dónde vives?

Cinco minutos más tarde Karin y Knutas estaban en el coche de camino hacia el este en dirección a Åminne, un lugar de veraneo muy concurrido en la temporada estival, en la costa noreste de la isla. La policía local se iba a dirigir al domicilio del chico para esperar allí a sus colegas.

Fuera de la ventanilla del coche la oscuridad invernal era casi impenetrable. No había alumbrado y su única guía era la luz de los faros del coche y algunos postes reflectantes que aparecían a intervalos regulares. Pasaron alguna que otra casa en cuyas ventanas lucía una cálida luz. Un recordatorio de que también había gente que vivía en el campo.

Cuando llegaron a la vivienda, el coche de la policía de Slite estaba aparcado en la entrada del garaje. El chico se llamaba Jon y aparentaba unos quince años. Acompañado por su padre, encabezó la comitiva en dirección a la urbanización. Apenas se podían distinguir las casas. Sin las linternas habrían tenido que buscar a ciegas. Cuando alumbraron las viviendas vieron que todas estaban pintadas de rojo oscuro con las esquinas blancas. Alrededor de cada una se extendía un terreno plano rodeado por una bonita valla blanca. En una noche de noviembre como aquella, la solitaria urbanización parecía casi fantasmal. Karin tiritó y se subió la cremallera de la cazadora.

De pronto descubrieron luz en una de las cabañas más alejadas, junto a la linde del bosque. Knutas cayó de repente en la cuenta de que deberían haber pedido refuerzos. O perros. Johnsson quizá no estaba solo. Knutas buscó a tientas el arma reglamentaria en el bolsillo interior del abrigo.

Karin era la única que no iba armada y tuvo que quedarse un poco alejada. Mandaron al chico de vuelta a casa. El resto se quedó a unos metros de la vivienda con las linternas apagadas para decidir cómo iban a actuar.

Había un viejo Volvo Amazon aparcado junto a la valla. Knutas se deslizó agachado, seguido de cerca por los otros dos. Se detuvo debajo de una ventana, mientras que los otros se colocaron cada uno a un lado de la puerta.

Dentro de la casa no se oía ni un ruido. Con cuidado, Knutas se levantó lo suficiente como para poder mirar dentro. Su cerebro registró en unos pocos segundos una imagen completa de la estancia: la chimenea, la mecedora delante, la mesa con cuatro sillas y una lámpara antigua colgando encima. Todo muy hogareño. Sobre la mesa había unas cuantas botellas de cerveza. Knutas se lo explicó por señas a sus colegas. Allí no se veía a nadie.

De pronto los tres se sobresaltaron, alguien se movía allí adentro, Knutas se agachó. A través de las paredes se oyeron golpes y ruidos. Permanecieron expectantes. A Knutas le dolían las piernas y tenía los dedos congelados. La casa volvió a quedar en silencio. Knutas miró a través de la ventana y vio la espalda de un hombre corpulento en la mecedora. La cola de caballo indicaba que se trataba de Bengt Johnsson. Había echado más leña a la chimenea y las llamas eran tan altas que casi parecían peligrosas. Había levantado la mesa y se la había puesto al lado. Ahora encima de ella había una botella de whisky que parecía recién abierta. Al lado, un vaso y un cenicero. Estaba fumando con la mirada fija en el fuego de la chimenea. De pronto se echó hacia delante para dar un trago. Era Johnsson, sin duda.

A la derecha de la estancia se veía un recibidor y parte de la cocina. A Knutas le dio la impresión de que se encontraba solo, pero no podía estar seguro. Uno de los policías locales se movió inquieto, hacía un frío glacial y ninguno de ellos iba vestido para estar mucho tiempo a la intemperie.

De repente, Johnsson se levantó y miró directamente a través de la ventana. Knutas se agachó tan deprisa que se cayó. Era imposible saber si lo había descubierto o no, pero la suerte estaba echada.

Se colocó delante de la puerta apuntando con la pistola y, tras un gesto de asentimiento de los otros dos, la abrió dándole una patada con todas sus fuerzas.

Se encontraron con el rostro perplejo de Bengt Johnsson. Estaba visiblemente borracho y había vuelto a sentarse en la mecedora con el vaso en la mano.

– ¿Pero qué cojones…? -fue todo lo que acertó a decir cuando los tres policías entraron en la casa con las pistolas en alto.

El fuego crepitaba agradablemente en la chimenea y los quinqués difundían una suave luz. Y allí estaba el tipo, apaciblemente sentado.

La situación era tan absurda que a Knutas le entraron ganas de reír. Bajó el arma y le preguntó:

– ¿Qué tal estás, Bengt?

– Bien, gracias -farfulló el hombre junto a la chimenea-. Me alegro de que hayáis venido.

Varios meses antes

Él la hacía sentirse insegura, no sabía cómo debía actuar. Le doblaba la edad. En realidad, debería considerarlo como un señor bueno y nada más. Pero había algo en su manera de tratarla que hacía que todo fuera diferente. Solía agarrarle un mechón del pelo y tirar suavemente de él, jugando y provocándola al mismo tiempo. Ella se sonrojaba y le parecía una situación embarazosa precisamente porque era consciente de que significaba algo más. Cuando su mirada se cruzaba con la de él, a veces estaba muy serio y sentía como si la desnudara con la mirada. Y esa sensación no le resultaba del todo desagradable. Incluso llegaba a pensar que era bastante guapo cuando lo observaba a escondidas. Era musculoso. Tenía el cabello fuerte y brillante, con alguna cana incipiente en las sienes. Las arrugas de los ojos y de la boca revelaban que tenía más años. Tenía los dientes un poco amarillentos y torcidos, con numerosos empastes.

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