Mari Jungstedt - Nadie Lo Ha Oído

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Una fría mañana de noviembre el comisario Anders Knutas y sus colegas de la Brigada de Homicidios de Gotland reciben la noticia del cruel asesinato de Henry Dahlström, un fotógrafo de talento pero venido a menos por su adicción al alcohol. A pesar de que las primeres pesquisas policiales apuntan directamente a algunos de sus compañeros de juerga y el caso no reviste mayor misterio, la situación cambia cuando Knutas descubre que el fallecido cobró una importante cantidad de dinero el día anterior a su muerte.
Paralelamente, la señora Jannson denuncia la desaparición de su hija adolescente Fanny, un aparente caso de secuestro, pero nada parece indicar que los dos crímenes estén relacionados. Sin embargo, la investigación da un giro inesperado cuando en el piso de Dahlström se encuentra una caja con fotos de carácter pederasta en las que aparece la joven Fanny. El comisario Knutas necesitará todo su talento y la ayuda del periodista Johan Berg para descubrir qué se esconde detrás de este terrible caso. Entonces comprende que el perturbado asesino sigue sus pasos y se está acercando peligrosamente.

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– Así, así, Mancha, buen chucho, ¡uf, qué patas más sucias! ¿Dónde está la toalla?

Fanny siguió sentada en la silla sin decir nada. Contó los segundos: 1, 2, 3, 4…

Luego llegó, esta vez había tardado cuatro segundos.

– Fanny. ¡Fanny!

Se levantó despacio.

– Síí, ¿qué pasa? -gritó.

– Ven a ayudarme, por favor. Me duele mucho la espalda. ¿Puedes duchar a Mancha? Está tan sucio.

Fanny cogió al perro por la piel de la parte posterior de la cabeza y lo llevó directamente al cuarto de baño.

Su madre seguía hablando. Evidentemente tenía uno de sus días animados.

– Hemos ido hasta el prado de Strandgärdet. Allí me he encontrado con una mujer muy agradable que tenía un caniche. Acaban de trasladarse a vivir aquí. El perro se llama Salomón, ¿te imaginas? A Mancha le ha caído muy bien. Los hemos soltado y se han metido en el agua a pesar del frío que hacía. Por eso está tan sucio, porque luego se ha revolcado en el barro. Dios, qué hambre tengo. ¿Has hecho la compra?

– No, mamá. Acabo de llegar de la escuela. Tenemos examen de mates, tengo que estudiar.

Parecía que, como de costumbre, no escuchaba. Fanny la oía haciendo ruido y abriendo los armarios de la cocina.

– ¿No tenemos nada en el congelador? Sí, qué bien. Un gratinado de pescado. Tengo que comer. ¿Cuánto tiempo tiene que estar esto en el horno? Cuarenta minutos. Dios mío, me voy a morir de hambre. Uy, qué ganas tengo de hacer pis. Uuuh.

Entró corriendo en el cuarto de baño y se sentó a orinar, mientras Fanny, apretando los dientes, lavaba diligentemente las patas al perro.

Era increíble que su madre tuviera que expresar todas sus necesidades en voz alta y con todo lujo de detalles todo el tiempo, para que todos supieran en todo momento cómo se sentía. La irritación le martilleaba dentro de la cabeza.

– Sécalo bien para que no coja frío -dijo su madre mientras se secaba a sí misma.

– Sí, mamá.

Qué bien si ella misma pudiera ser objeto de esa misma consideración alguna vez.

Cuando salió del cuarto de baño, su madre estaba echada en el sofá con los ojos cerrados.

– ¿Estás cansada?

– Sí, tengo que descansar un poco antes de ir al trabajo. ¿Metes el gratinado cuando el horno esté listo?

– De acuerdo.

Se sentó en la cocina. Su madre parecía que se había quedado dormida. «Se comporta como una niña grande», pensó Fanny mientras ponía la mesa. Eran las cuatro. Le quedaban tres horas. Dos para estudiar, esperaba, y una para arreglarse.

– ¿Tú no vas a comer? -preguntó su madre cuando Fanny puso el gratinado sobre la mesa.

– No, no tengo hambre todavía. Luego comeré algo.

– Ah, bueno -respondió la madre, que al parecer ya tenía el pensamiento en otro sitio.

Fanny estuvo a punto de hablarle de la divertida representación teatral que había visto en la escuela, pero se dio cuenta de que su madre, de todos modos, no iba a poder concentrarse y escuchar. No valía la pena contárselo.

En la actualidad

La decepción por lo de la cinta de vídeo seguía atormentando a Knutas aquella tarde mientras conducía la corta distancia que había hasta su casa.

Temblaba de frío en el coche helado. Line se quejaba de su empecinamiento en que siguieran con aquel viejo Mercedes, a pesar de que podían permitirse comprar un coche nuevo. De momento, había conseguido darle largas a su idea de comprarlo. Dos automóviles costaban mucho dinero y muchas molestias; además, no había espacio fuera de la casa. Y le costaba deshacerse de su viejo Mercedes-Benz, aquellos gastados asientos conservaban demasiados recuerdos, demasiadas experiencias. Era como si el coche y él se profesaran un amor recíproco.

Cuando aparcó el coche, había luz en todas las ventanas. Una buena señal, indicaba que ya habían llegado todos. Le apetecía pasar una tarde tranquila en familia, pero al abrir la puerta no se encontró precisamente con un paraíso familiar.

– ¡No pienso hacerlo! ¡Me importa una mierda lo que ella dice!

Nils subió la escalera dando golpes y pegó un portazo. Petra estaba sentada junto a la mesa de la cocina. Line estaba vuelta de espaldas trajinando en la cocina. Él advirtió enseguida, por su forma de moverse, que estaba enfadada.

– ¿Qué es lo que pasa aquí?

Knutas formuló la pregunta antes de quitarse siquiera el abrigo.

Su mujer se volvió. Tenía el cuello rojo y el pelo revuelto.

– No me hables. He tenido un día horrible.

– ¿Qué estáis haciendo? -preguntó Knutas acariciándole la cabeza a su hija, tras lo cual ésta se levantó disparada de la silla.

– «¿Qué estáis haciendo?» -lo imitó la niña enfadada-. Pregúntaselo a él, qué es lo que está haciendo. ¡Mi hermanito!

Y subió la escalera dando porrazos también.

– He tenido un día espantoso en el trabajo y esto es más de lo que puedo aguantar -dijo Line-. Ya puedes arreglarlo tú.

– ¿Ha pasado algo especial?

– Luego hablamos de ello.

Knutas colgó el abrigo, se quitó los zapatos y subió las escaleras dando zancadas. Juntó a los niños en el dormitorio y se sentó en el borde de la cama con los dos.

– Cuéntame ahora qué es lo que ha pasado.

– Bueno, íbamos a ayudar a poner la mesa, pero primero teníamos que vaciar el lavavajillas mientras mamá hacía la cena -dijo Nils-. Yo he cogido la cesta de los cubiertos y he empezado a colocarlos. Entonces ha llegado Petra diciendo que eso lo va a hacer ella.

– ¡No ha sido así!

– ¡Cállate! Ahora estoy hablando yo. Claro que ha sido así. Tú me la has quitado de las manos aunque yo ya había empezado.

Petra comenzó a llorar.

– ¿Es eso cierto? -preguntó Knutas con paciencia dirigiéndose a su hija.

– Sí, pero es que él siempre se pide los cubiertos, sólo porque es lo más fácil. Pensé que me tocaba a mí. Quería cambiárselo, pero él no ha querido. Entonces mamá se ha enfadado y ha dicho que dejáramos de hacer tonterías y entonces Nils me ha llamado tonta.

La cara de Nils se puso roja de indignación.

– Sí, ¡pero yo ya había empezado! ¡No puedes llegar tú y quitármela! ¡Y encima va mamá y me grita que la culpa es mía!

Knutas se volvió hacia su hija.

– Está claro que no puedes ir, sin más, y quitarle la cesta de los cubiertos a Nils cuando él ya la está vaciando, pero, aun así, Nils, a partir de ahora tenéis que turnaros en las cosas que sacáis cada uno del lavavajillas. Y pensad que mamá está cansada y que para ella no es divertido ver que os peleáis cuando está tratando de preparar la cena. Además, Nils, no puedes decirle a tu hermana que es tonta.

– Vale, perdona -dijo enfurruñado.

Knutas cogió a los dos niños y los abrazó. Petra se ablandó, pero Nils aún seguía enfadado y se soltó de sus brazos.

– Ven aquí, no ha sido para tanto.

– Déjame -gritó Nils mirando enfadado a su padre.

Knutas habló a solas con Nils y al cabo de un rato lo convenció para que, a regañadientes, bajara a cenar.

Line parecía harta y agotada.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Knutas cuando por fin se hizo la calma.

– Ha pasado una cosa en el trabajo. Luego te lo contaré.

– No, nosotros también queremos oírlo -protestó Petra.

– No sé, es una historia tan desagradable -advirtió Line.

– Por favor, mamá, cuéntala.

– Está bien, esta mañana ingresó una mujer que tenía contracciones, iba a dar a luz a su primer hijo. Todo iba bien, pero cuando empezó a empujar no podíamos sacar al niño. Anita pensó que debíamos ponerle la epidural para que se le pasaran los dolores, pero yo quería esperar.

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