Mari Jungstedt - Nadie Lo Ha Oído

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Una fría mañana de noviembre el comisario Anders Knutas y sus colegas de la Brigada de Homicidios de Gotland reciben la noticia del cruel asesinato de Henry Dahlström, un fotógrafo de talento pero venido a menos por su adicción al alcohol. A pesar de que las primeres pesquisas policiales apuntan directamente a algunos de sus compañeros de juerga y el caso no reviste mayor misterio, la situación cambia cuando Knutas descubre que el fallecido cobró una importante cantidad de dinero el día anterior a su muerte.
Paralelamente, la señora Jannson denuncia la desaparición de su hija adolescente Fanny, un aparente caso de secuestro, pero nada parece indicar que los dos crímenes estén relacionados. Sin embargo, la investigación da un giro inesperado cuando en el piso de Dahlström se encuentra una caja con fotos de carácter pederasta en las que aparece la joven Fanny. El comisario Knutas necesitará todo su talento y la ayuda del periodista Johan Berg para descubrir qué se esconde detrás de este terrible caso. Entonces comprende que el perturbado asesino sigue sus pasos y se está acercando peligrosamente.

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Volvió a brindar con ella.

– Bébetelo, pequeña, y entramos a comer.

Para cenar, de primero tenían una especie de tostada con un revuelto. Ella comía despacio, lo observaba y hacía lo mismo. El hombre sirvió en las copas el resto del champán. Brindaba con ella una y otra vez. Ella tomaba pequeños sorbos y enseguida empezó a sentirse mareada. La conversación se estancaba. Le hizo unas cuantas preguntas, pero habló sobre todo de sí mismo. Presumiendo de todos los viajes que había hecho a lugares exóticos del mundo. Como si quisiera impresionarla.

Ella escuchaba sin decir casi nada. A regañadientes empezó a relajarse. Era realmente agradable estar sentada en aquel salón tan bonito y sentir el calor de las velas. Disfrutar de una buena cena con música tranquila de fondo. De segundo plato tenían solomillo de cerdo con arroz al azafrán. Vino tinto para acompañar el plato, mejor que el que había probado en casa. Se bebió toda la copa. Él seguía hablando, mientras Fanny se dedicaba a observar los movimientos de sus labios. Empezaba a sentir que le daba la risa tonta.

– ¿Te ha gustado? -le preguntó al tiempo que se levantaba y empezaba a retirar los platos.

– Sí, gracias, estaba muy bueno -respondió con una risita.

– Me alegro.

Parecía tan satisfecho que la joven sonrió aún más.

Pensar que se ponía tan alegre sólo porque estaba contenta.

– ¿Quieres café, o aún no tomas café?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Dónde está el baño?

– En la entrada, a la derecha. Pone WC en la puerta.

Se lo señaló, deseoso de mostrárselo. Tenía tantas ganas de hacer pis que estaba a punto de reventar.

El cuarto de baño era tan bonito como el resto del apartamento. Se podía regular la luz y estuvo jugando un rato con el dispositivo, subiendo y bajando la intensidad. Brillaba de lo limpio que estaba, y olía bien. Todo parecía nuevo y sin usar. El papel higiénico tenía un lindo dibujo y era más suave que el que ella solía usar en casa. Se rio al verse a sí misma frente al espejo, una risita tonta. Pensar que ella podía gozar de aquel lujo.

Cuando salió, había bajado la iluminación y se había sentado en el sofá. Delante, en la mesa baja, había dos copas de vino y un plato con velas de diferentes tamaños.

– Ven -le dijo en voz baja.

Fanny se puso en guardia. No sabía muy bien qué quería. Se sentó prudentemente a cierta distancia.

– Eres tan guapa, ¿lo sabes? -dijo suavemente.

Se acercó más a ella. Le tomó la mano y comenzó a jugar con sus dedos. No se atrevía casi a mirarlo. Él le puso una mano en la pierna. Sentía su calor y su peso a través de la tela de los vaqueros.

La dejó allí encima totalmente quieta.

– Eres tan guapa -repitió zalamero.

Le agarró con suavidad un mechón de pelo.

– Y tienes un pelo tan bonito, negro, brillante y fuerte.

Se echó hacia atrás y la miró fijamente.

– Tu cuerpo… es tan perfecto. ¿Sabes que eres muy sexy?

Se sintió angustiada e incómoda y no consiguió articular palabra. Nadie le había dicho jamás nada parecido.

De pronto la atrajo hacia sí y la besó. Ella no sabía qué hacer, permaneció inmóvil. La cabeza le daba vueltas por el vino. Sus labios presionaron los de ella con más fuerza e intentaba abrirle la boca con la lengua. Le dejó hacer. Sus manos empezaron a abrirse camino por debajo del jersey, buscando sus pechos. Fanny sintió su peso cuando se inclinó sobre ella. Entonces su mano le alcanzó un pecho. Se asustó de la reacción del hombre. Gemía y suspiraba. Se volvió más violento, tiró hasta quitarle el sujetador. Su lengua no paraba de darle vueltas en la boca. De pronto, lo vio más claro que el agua. Todo lo que sabía era que tenía que salir de allí.

– Espera -probó-. Espera.

Parecía como si no oyera, siguió tirando tratando de quitarle la ropa.

– Espera un momento. Tengo que ir al baño -dijo para que parara.

– Pero si sólo voy a tocarte un poco -le rogó.

– Sí, pero suéltame, por favor.

Se quedó quieto con las manos en la espalda de ella. Estaban sudorosas, todo él estaba sudoroso. Se quedaron quietos un rato y ella oyó que respiraba agitadamente.

Entonces aflojó los brazos. Parecía que iba a desistir.

La alejó un poco de sí y sus ojos se detuvieron en sus pechos.

– ¿Te das cuenta de lo guapa que eres? -le dijo en voz baja-. ¿Qué haces conmigo?

Empezó a tocarla de nuevo. Con más dureza, esta vez.

– No -protestó Fanny-. No quiero.

– Sólo un poco, no pido tanto.

La echó en el sofá, le bajó la cremallera, agarró los vaqueros con mano decidida y se los quitó de un tirón. Le quedaban tan estrechos que las bragas salieron al mismo tiempo. Estaba desnuda del todo y se dio cuenta de que no tenía ninguna posibilidad. Dejó de luchar en contra, se quedó quieta. Él presionaba para abrirle las piernas.

Entonces empezó a llorar.

– No quiero -gritaba-. ¡Déjame! ¡Déjame!

Súbitamente fue como si él hubiera vuelto en sí. La soltó.

Cuando la llevó a casa no dijo nada en todo el camino. Ella tampoco.

En la actualidad

Aunque no se lo esperaba, Emma accedió a quedar con él para almorzar. La entrevista con el gobernador ya estaba lista, lo cual significaba tiempo libre el resto del día. No volaba a Estocolmo hasta el día siguiente.

Habían quedado en verse en la habitación de su hotel. Ella no se atrevía a quedar en otro sitio.

Llamó Grenfors para hablarle del trabajo que había que hacer en Estocolmo, lo cual le pareció que estaba completamente fuera de lugar.

Después de la conversación se sentó en un sillón y miró el reloj. Quedaban veinte minutos para que llegara Emma. ¿No debería pedir ya la comida, y así ya estaba resuelto? Eso sería lo mejor, si iba rápido tendrían más tiempo para ellos. Echó mano del menú, se le hacía la boca agua a medida que iba leyendo: tostada, ensalada César y lenguado sobre fondo de espinacas por doscientas coronas, una locura. Hamburguesa con pommes frites de la casa, ¿no podían escribir directamente patatas fritas?

¿Qué le gustaba a Emma, qué comía? Gambas, marisco; no, sopa de pescado no. Pasta bolognese, un eufemismo de los simples espaguetis de siempre con salsa de carne. Tenía que ser algo ligero, pero no demasiado. A lo mejor tenía mucha hambre. ¿Y una tortilla?

Estaba empezando a sudar, tenía que darle tiempo a ducharse. Sin haberse decidido, marcó el número del servicio de habitaciones. ¿Qué me recomiendan? ¿Que vaya rápido, esté bueno, no resulte pesado y no sea demasiado caro? Albóndigas con salsa de nata y arándanos rojos, está bien, no muy exquisito, quizá, pero qué demonios.

Pidió dos raciones y se quitó la ropa. Quedaba un cuarto de hora. ¿Llegaría a tiempo la comida o se verían interrumpidos en medio de su anhelado encuentro? Anhelado por su parte, claro, por lo que se refería a ella, no sabía nada. ¿Y si hubiera accedido a verlo sólo para romper definitivamente?

Cuando salió de la ducha, llamaron a la puerta. No, no fastidies. Quería que le diera tiempo a vestirse, arreglarse el pelo y echarse un poco de loción. Se detuvo. ¿Y si era la comida? Se acercó con sigilo hasta la puerta, mientras el agua del cuerpo y del pelo le goteaba.

– ¿Sí?

– El servicio de habitaciones -respondió una voz al otro lado. El alivio fue impresionante. ¿Por qué vivía aquello como si fuera cosa de vida o muerte?

La camarera empezó a poner la mesa. No, no, no hace falta, gracias. No tenía propina a mano, sólo llevaba puestos los calzoncillos con una minúscula toalla delante, a modo de escudo protector. Quedaban dos minutos. Se puso rápidamente los pantalones y un jersey limpio. Eran las doce y diez y ella no había llegado. Estaba a punto de sufrir otro ataque de pánico; ¿y si no venía? ¿Se habría perdido algún mensaje? El móvil estaba encima de la mesa. No, no había ningún mensaje. Tenía que venir, maldita sea. Vio su imagen reflejada en el espejo, pálido, desvalido, abandonado a sus tempestuosos sentimientos y a la desesperación que indefectiblemente iba a anegarlo en el caso de que ella se hubiera arrepentido.

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