Mari Jungstedt - Nadie Lo Ha Oído

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Una fría mañana de noviembre el comisario Anders Knutas y sus colegas de la Brigada de Homicidios de Gotland reciben la noticia del cruel asesinato de Henry Dahlström, un fotógrafo de talento pero venido a menos por su adicción al alcohol. A pesar de que las primeres pesquisas policiales apuntan directamente a algunos de sus compañeros de juerga y el caso no reviste mayor misterio, la situación cambia cuando Knutas descubre que el fallecido cobró una importante cantidad de dinero el día anterior a su muerte.
Paralelamente, la señora Jannson denuncia la desaparición de su hija adolescente Fanny, un aparente caso de secuestro, pero nada parece indicar que los dos crímenes estén relacionados. Sin embargo, la investigación da un giro inesperado cuando en el piso de Dahlström se encuentra una caja con fotos de carácter pederasta en las que aparece la joven Fanny. El comisario Knutas necesitará todo su talento y la ayuda del periodista Johan Berg para descubrir qué se esconde detrás de este terrible caso. Entonces comprende que el perturbado asesino sigue sus pasos y se está acercando peligrosamente.

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Se le saltaban las lágrimas al contarlo. Knutas le tomó la mano por encima de la mesa.

– Luego empezaron a debilitarse rápidamente los latidos del corazón del niño, así que tuvimos que practicar una cesárea de urgencia. Pero ya era tarde. El niño murió. Yo me siento como si hubiera sido culpa mía.

– Claro que no ha sido culpa tuya. Hiciste lo que pudiste -aseguró Knutas.

– Vaya, qué pena. Pobre mamá -la consoló Petra.

– No es de mí de quien debes compadecerte. Subo a acostarme un rato.

Line suspiró profundamente y se levantó de la mesa.

– ¿Quieres que suba contigo?

– No, quiero estar sola.

Para Line, su trabajo significaba, la mayor parte de las veces, una fuente de alegría, pero, cuando algo iba mal, se torturaba a sí misma y no paraba de darle vueltas a cómo se habían desarrollado los acontecimientos. ¿Qué podían haber hecho de otra manera? ¿Y si hubieran hecho esto en vez de lo otro?

Bien mirado, tampoco era tan raro, pensaba Knutas. Line trabajaba todos los días con casos que estaban entre la vida y la muerte. Exactamente igual que él.

Miércoles 21 de Noviembre

Pia Dahlström era alta, morena y muy bella. No se parecía nada a sus padres, ni en el aspecto físico ni en el carácter. Vestía pantalones negros, chaqueta y zapatos de tacón. Llevaba el cabello recogido en un moño. Había llegado temprano, porque tenía que viajar esa misma mañana. Sólo eran las siete y las dependencias policiales aún estaban vacías.

Knutas la invitó a un café que él mismo se había tomado la molestia de preparar. Nadie solía preocuparse por hacer café como Dios manda, aunque la cafetera estaba justamente al lado de la triste máquina de café. Charlaron un poco mientras se hacía el café. Pia le recordaba a Audrey Hepburn en las viejas películas de los años cincuenta. Tenía los ojos grandes y negros pintados con una raya negra bien marcada, justo como la estrella de cine.

Cuando terminó de salir el café, se acomodó en el sofá que Knutas tenía reservado para las visitas.

– ¿Puedes describirme cómo era la relación que mantenías con tu padre? -preguntó Knutas, y pensó que sonaba como un psiquiatra.

– No manteníamos una relación estrecha en absoluto. Su alcoholismo nos lo impedía. Bebía cada vez más a medida que me iba haciendo mayor, o también es posible que yo lo notara cada vez más al ir creciendo.

Movió ligeramente su bella cabeza. No se le descolocó ni un pelo.

– Nunca se preocupó de mí -continuó-. Ni una sola vez me acompañó a una clase de equitación ni a una exhibición de gimnasia. Siempre era mamá la que iba a las reuniones de padres y a hablar con los profesores. No puedo recordar que se sacrificara una sola vez, que hiciera realmente algo por mí. No, no le tenía mucho aprecio.

– Puedo comprenderlo -dijo Knutas.

– Hablas el dialecto de Gotland, pero tienes acento danés -advirtió ella sonriendo.

– Estoy casado con una danesa, seguro que se nota. ¿Cómo reaccionaste cuando te comunicaron que tu padre había fallecido?

– Sentí un vacío, sin más. De no haber sido asesinado, lo habría matado la bebida. Cuando era más joven, estaba enfadada con él, pero lo superé con el tiempo. Era la vida que eligió. Tuvo todas las posibilidades: un trabajo estimulante, una familia y una casa. Pero prefirió la botella antes que a mamá y a mí.

– ¿Cuándo fue la última vez que tuviste contacto con él?

– El mismo día que obtuve mi graduación en el instituto -dijo sin inmutarse.

– De eso debe de hacer más de quince años -exclamó Knutas sorprendido.

– Diecisiete, para ser exactos.

– ¿Cómo es posible que no mantuvierais contacto en tanto tiempo?

– Es muy sencillo. Él no llamó y yo tampoco.

– ¿Mantuvisteis alguna relación después del divorcio?

– Estuve en su casa alguna vez los fines de semana, pero no era divertido. Que yo estuviera allí no le impedía beber. Nunca se le ocurría hacer nada, sólo estábamos en el piso y venían sus amigos. Se tomaban sus cubatas sin preocuparse lo más mínimo de mí. Miraban las carreras de caballos y el fútbol en la tele, e incluso leían revistas porno. Aquello era repugnante. A menudo la visita terminaba con que yo me volvía a casa al cabo de unas horas. Después dejé de ir allí definitivamente.

– ¿Y la relación con tu madre?

– Bien, está bien. Es cierto que podría ser mejor, pero nuestra relación se mantiene en un nivel aceptable, me parece a mí -explicó y sonó como si estuviera hablando del curso de las acciones.

Se frotó la clavícula y se le vio por un instante el tirante del sujetador. Era dorado, un poco brillante y tenía bellas puntillas bordadas.

«Seguro que desnuda es igual de perfecta», pensó Knutas, y se enfadó consigo mismo porque su feminidad no le fuera indiferente.

– ¿Qué tal te va ahora? -preguntó Knutas para cambiar de tema.

– Bien, gracias. Trabajo en la Biblioteca Municipal de Malmö y me gusta mi trabajo. Tengo muchos amigos, tanto en Malmö como en Copenhague.

– ¿Vives sola?

– Sí.

– ¿Sabes si tu padre tenía algún enemigo? No habéis mantenido contacto en muchos años, pero algo que haya sucedido hace mucho tiempo también puede ser importante.

Frunció ligeramente la frente.

– Nada que yo pueda recordar.

Aquella conversación no dio mucho más de sí. Pia Dahlström dejó a su paso una estela de perfume.

Varios meses antes

– ¿Vamos a cenar aquí?

No podía ocultar su decepción. Ella había creído que iban a ir a un restaurante.

– Has acertado. Me ha prestado el apartamento un amigo. La cena ya está arriba preparada. Ven.

Entró en el portal delante de ella. El edificio estaba en una de las calles más elegantes, cerca de la plaza Södertorg, dentro del recinto amurallado. No había ascensor, así que tuvieron que subir los cuatro pisos andando. Cuando llegó arriba estaba sin aliento y una creciente sensación de incomodidad le oprimía el pecho. Observó sus pantalones con la raya planchada. De pronto, parecía tan viejo. ¿Qué tenía que ver con ella?

Le dieron ganas de darse la vuelta y correr de nuevo escaleras abajo, pero entonces le tomó la mano.

– Vas a ver lo bonito que es.

Buscaba torpemente las llaves.

Aquel piso era el más grande que había visto en su vida. Era un ático con vigas gruesas en el techo y vistas al mar. El salón era enorme, con el suelo de madera reluciente y cuadros, grandes y de vivos colores, en las paredes. En uno de los ángulos había una mesa donde ya estaban dispuestos las copas y los platos. Él se acercó apresuradamente a la mesa y encendió las velas del candelabro.

– Ven -le dijo impaciente-. Acércate y verás.

Salieron al balcón, que ofrecía un fantástico panorama. Pudo ver el mar y parte del puerto, la ciudad, con su hervidero de casas, y las torres de la catedral.

– Ahora vamos a tomar champán.

Lo dijo con tanta naturalidad que ella se sintió como una persona adulta. Volvió enseguida con una botella y dos copas. Las llenó impaciente.

– ¡Salud!

No se atrevió a contrariarlo. Bebió un sorbo con discreción. Sintió un cosquilleo en la nariz y no le supo especialmente bien. Apenas había probado antes el alcohol. Sólo un par de veces, cuando su madre le había insistido para que tomara vino algún sábado por la tarde, sólo porque quería beber acompañada. El vino tinto sabía asqueroso. Esto, de todos modos, sabía mejor; dio otro sorbo.

– Bien, ¿qué dices? ¿No es bonito? -preguntó, y le puso el brazo sobre los hombros, como si fuera la cosa más normal del mundo. Se sentía incómoda. No sabía cómo debía reaccionar.

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