Llamaron a la puerta. Respiró tan profundamente que vio las estrellas. Meneó la cabeza: ¡era como si no pudiera tener control sobre su propia vida!
Le parecía irreal verla allí en el pasillo. Con los ojos negros y las mejillas sonrosadas parecía descaradamente saludable y maravillosa. Le sonrió y eso fue suficiente para que el suelo se hundiera bajo sus pies.
– Mmm, qué bien huele. A albóndigas -dijo sin mayor entusiasmo.
¿Cómo podía ser tan rematadamente tonto? Invitar a una maestra a albóndigas, eso lo comería casi a diario en la escuela. Qué idiota. Se sentaron a la mesa.
– ¿Quieres una cerveza?
– Sí, gracias.
Qué situación tan absurda. Allí estaban los dos, cada uno con su plato de comida, en la habitación de un hotel, con el cielo gris fuera, la primera vez que se veían a solas en casi un mes. Emma había ganado un poco de peso, constató. Le sentaba bien.
– ¿Qué tal estás?
La pregunta parecía tan artificiosa como las flores de tela que había sobre la mesa.
– Bien, gracias -replicó Emma sin levantar la vista de la comida-. ¿Y tú?
– Regular.
Las albóndigas le crecían dentro de la boca.
Silencio.
Levantaron la vista del plato al mismo tiempo y acabaron de masticar descansando la mirada en los ojos del otro.
– La verdad es que me siento fatal -confesó Johan.
– Yo también.
– Pésimamente mal, de hecho. Me siento mareado todo el tiempo.
– A mí me pasa lo mismo, es como si tuviera ganas de vomitar constantemente.
– Todo está podrido.
– Completamente podrido -afirmó ella sonriendo con los ojos.
Los dos soltaron una carcajada que murió igual de rápido. Emma tomó otro bocado.
Johan se inclinó hacia delante, impaciente ahora.
– Es como si sólo estuviera viva la mitad de mí. Ya sabes, uno hace todas las cosas habituales que tiene que hacer. Levantarse de la cama por la mañana, desayunar, ir al trabajo, pero es como si nada fuera real. Como si todo ocurriera en otra parte. Yo creo todo el tiempo que todo se va a arreglar, pero eso no pasa nunca.
Ella se pasó con delicadeza la servilleta por la boca y se levantó de la mesa. Tenía la cara seria. Johan sólo podía permanecer quieto. Emma tiró despacio de él hasta hacer que se levantara de la silla. Eran casi igual de altos. Lo rodeó con sus brazos, lo besó en la nuca. Él sintió su cálido aliento en la oreja.
El cuerpo fuerte y firme de ella contra el suyo. Se desplomaron en la cama y ella se apretó contra su cuerpo, con las piernas entrelazadas, y se abrazaron desesperadamente el uno al otro. Su boca era blanda y cálida, su pelo olía a manzana. Sintió que le escocían las lágrimas en el interior de los párpados. Estrecharla en sus brazos era como llegar a casa.
En realidad no sabía lo que hacía, ni lo que hacía ella, simplemente no quería que aquello terminara.
Efectivamente, de la Policía Nacional mandaron a Martin Kihlgård. Lo acompañaba Hans Hansson, delgado y discreto comparado con su vocinglero colega. Los compañeros de la Brigada de Homicidios dieron la bienvenida a Kihlgård con los brazos abiertos. Era un hombretón que nunca podía ir vestido decentemente, pero era un policía de reconocida competencia. Le dieron un sinfín de palmaditas en la espalda y apretones de manos. Karin le dio un abrazo tan largo que Knutas sintió un aguijonazo de la vieja irritación que había experimentado el verano anterior. Ellos dos se habían caído tan bien que se sentía celoso, aunque nunca lo reconocería en voz alta. Kihlgård era como un oso grande, pero era evidente que a Karin le agradaba su extrovertida personalidad.
Cuando vio a Knutas su sonrisa bonachona se intensificó.
– Pero, hombre, Knutte -gritó cordialmente, dándole unas palmadas en los hombros-. ¿Qué tal, viejo amigo?
«Habla como el capitán Haddock de los tebeos de Tintín», pensó Knutas mientras respondía a su sonrisa. Le fastidiaba mucho que Kihlgård, sin venir a cuento, lo llamara Knutte.
Se sentaron en el despacho de Knutas y empezaron a repasar el caso. No pasaron ni diez minutos antes de que Kihlgård empezara a hablar de la comida.
– ¿No vamos a almorzar?
– Sí, claro, ya va siendo la hora -respondió Karin de inmediato-. ¿No podríamos ir a comer a Klostret? El dueño es amigo de Anders, dan muy bien de comer -explicó volviéndose hacia los dos policías de Estocolmo.
– Eso suena divinamente -rugió Kihlgård-. Tú te encargas de que nos den una buena mesa, ¿de acuerdo, Knutte?
Después de todo, el almuerzo resultó agradable. Leif les reservó una mesa junto a la ventana, con vistas sobre las ruinas de Sankt Per. Hans Hansson no había estado nunca en Gotland y quedó impresionado.
– Esto es aún más bonito que en las fotografías que he visto. Vivís en una auténtica ciudad de ensueño, espero que sepáis valorarlo.
– Normalmente, uno no piensa mucho en ello, la verdad -sonrió Karin-. Pero cuando viajas a la Península te vuelves más consciente. De regreso a Gotland te das cuenta de lo bonita que es.
– A mí me ocurre lo mismo -afirmó Knutas-. Me costaría mucho vivir en otro lugar.
Disfrutaron del cordero asado con gratinado de tubérculos. Kihlgård no tenía tiempo de hablar mientras comía, salvo en una ocasión, para pedir más pan. Knutas recordó el apetito aparentemente insaciable de su colega. Aquel hombre se pasaba el día comiendo, a todas horas.
El restaurante estaba decorado en estilo rústico, con velas y manteles de hilo en las mesas. Ahora que el tiempo era triste y frío, aquel ambiente resultaba magnífico. Leif les ofreció un café con la tarta de chocolate especialidad de la casa y se sentó con ellos un momento.
– ¡Qué agradable ver nuevas caras! ¿Se van a quedar mucho tiempo aquí?
– Ya veremos -dijo Kihlgård-. Muy buena, realmente, la tarta.
– Volved cuando queráis. Siempre nos alegra la llegada de nuevos clientes.
– Me imagino que será duro en invierno.
– Sí, es difícil estar al frente de un restaurante que abre todo el año. Pero va bien, de momento. Venga, ya no os molesto más.
Leif se levantó y abandonó la mesa.
– Ya hemos dado un repaso a la vida y milagros de Dahlström, pero ¿cuál es la situación de los alcohólicos aquí en la isla, en general? -quiso saber Kihlgård-. ¿Cuántos hay, por ejemplo?
– Me atrevería a decir que rondará la treintena el grupo de alcohólicos empedernidos, es decir, los que sólo se dedican a beber y no tienen ningún trabajo -explicó Karin.
– ¿Y los que están sin techo?
– Realmente aquí no tenemos gente que viva en la calle como en las grandes ciudades. La mayoría tiene su propio apartamento o se aloja en las viviendas que el ayuntamiento habilita para los drogadictos, repartidas por aquí y por allá.
– ¿Se registra mucha violencia entre esos grupos?
– A veces se producen asesinatos en medio de la borrachera y la confusión. Tendremos un par de muertes al año relacionadas directamente con el consumo de drogas. Pero normalmente eso pasa entre los que mezclan el alcohol con otras drogas. Los alcohólicos, generalmente, son poco conflictivos.
Iba siendo hora de levantarse. Knutas le hizo una seña a Leif para pedirle la cuenta. A la tarta, que tanto les había gustado, invitaba la casa.
Tras el encuentro con Emma sintió la necesidad de salir a tomar el aire. Dio un paseo para despejarse las ideas.
Almedalen estaba solitario y silencioso. El camino húmedo asfaltado que discurría entre el césped brillaba a la luz de las farolas, y se oían los discretos graznidos de los patos en el estanque, aunque apenas se los veía en la oscuridad de la tarde. Se metió por el paseo marítimo que iba desde Visby hasta Snäckgärdsbaden, tres kilómetros al norte. El viento arreció y Johan se subió el cuello de la cazadora para protegerse. No se veía un alma. Las olas golpeaban contra la playa y las aves marinas graznaban. Un transbordador grande, cuyas luces de navegación brillaban en la oscuridad, se acercaba al puerto de Visby.
Читать дальше