Elizabeth George - Por el bien de Elena

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Por el bien de Elena: краткое содержание, описание и аннотация

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Una joven estudiante, hija de un profesor universitario, se convierte en el eje de una compleja trama. Las equívocas relaciones que Elena Weaver mantiene con sus amigos y amantes despiertan un abanico de oscuros sentimientos: celos, obsesión, amor, pasión, envidia. Un profesor casado la acosa sexualmente, un joven sordo le profesa devoción, un especialista en Shakespeare la persigue, la primera esposa y la joven amante del profesor Weaver le guardan rencor… La muerte de Elena, asesinada mientras hacía footing una neblinosa mañana, tal vez solo fue la consecuencia inevitable de la extraña atracción que ejercía en hombres y mujeres. Ambientada en Cambridge, esta novela radiografía las inextricables facetas emocionales que solapadamente marcan el destino de las personas.

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– Yo diría que los rayos X -dijo, en tono pensativo-, pero, si eso no sirve, ¿podemos intentar otra cosa?

– Desde luego. Yo…

– Penélope. -El rostro de Harry Rodger se había teñido de púrpura, si bien su voz continuaba siendo serena-. ¿No es hora de acostar a los gemelos? Christian está como loco desde hace veinte minutos, y Perdita se va a quedar dormida de pie.

Penélope consultó el reloj de la pared. Se mordió el labio y desvió la vista hacia su hermana. Lady Helen sonrió levemente, tal vez en señal de agradecimiento, o de aliento.

– Tienes razón, por supuesto -suspiró Penélope-. Necesitan una siesta.

– Bien. Entonces…

– Si tú te ocupas de ellos, querido, los demás podremos ir con este cuadro al Fitzwilliam, a ver si es posible conseguir algo. La pequeña ya ha comido. Está dormida. Y los gemelos no te darán mucho trabajo, siempre que les leas un poco de los Versos Ejemplares. A Christian le gusta mucho el poema sobre Mathilda. Helen tuvo que leérselo ayer media docena de veces antes de que se durmiera. -Enrolló la tela-. Voy a vestirme -dijo a Lynley.

Cuando salió de la sala, Rodger levantó a su hija. Miró hacia la puerta, como si esperara el regreso de Penélope. Como eso no ocurrió, sino que oyeron decir a Penélope: «Papá te ayudará a acostarte, Christian», dedicó su atención a Lynley un momento, mientras Christian bajaba la escalera y se dirigía en tromba hacia la cocina.

– No se encuentra bien -dijo Rodger-. Sabes tan bien como yo que no debería salir de casa. Te hago responsable, a los dos, Helen, de lo que suceda.

– Solo vamos al museo Fitzwilliam -replicó lady Helen, en el tono más razonable del mundo-. ¿Qué demonios le puede suceder?

– ¡Papá! -Christian irrumpió en la cocina y se precipitó sobre las piernas de su padre-. ¡Léeme Tilda! Ahora!

– Te lo advierto, Helen -dijo Rodger, y apuntó un dedo en dirección a Lynley-. Os lo advierto a los dos.

– ¡Papá! ¡Lee!

– El deber te llama, Harry -contestó lady Helen con serenidad-. Encontrarás los pijamas bajo las almohadas de sus camas, y el libro…

– Sé dónde está el jodido libro -masculló Rodger, y sacó a sus hijos de la cocina.

– Santo Dios -murmuró Helen-. Temo que se va a armar una de órdago.

– No creo -dijo Lynley-. Harry es un hombre educado. Como mínimo, sabemos que sabe leer.

– ¿Los Versos Ejemplares?

Lynley negó con la cabeza.

– Las pintadas de las paredes.

– Al cabo de una hora, logramos llegar a un acuerdo. Lo más probable es que se tratara de cristal. Cuando me marché, Pleasance seguía esgrimiendo su teoría de que fue una botella de vino o champán, preferiblemente llena, pero acaba de graduarse y aprovecha cualquier oportunidad para explayarse. La verdad, espero que se sienta más atraído por la espectacularidad de sus argumentaciones que por su viabilidad. No me extraña que el jefe del departamento…, ¿se llama Drake?, quiera su cabeza.

El científico forense Simón Allcourt-St. James se reunió con Barbara Havers en la solitaria mesa que esta ocupaba en el comedor de la comisaría de policía de Cambridge. Había pasado las dos horas anteriores encerrado en el laboratorio de la policía regional, con las dos partes en litigio que constituían el equipo forense del superintendente Sheehan. No solo había examinado las radiografías de Elena Weaver, sino también su cuerpo, para comparar sus conclusiones con las formuladas por el científico más joven del grupo de Cambridge. Barbara había declinado el honor de asistir al procedimiento. El breve período de su entrenamiento como policía dedicado a contemplar autopsias había colmado su ya escaso interés en la medicina forense.

– Agentes, hagan el favor de observar -había canturreado el patólogo forense, de pie ante la camilla tapada con una sábana, bajo la cual se hallaba el cadáver sobre el cual giraría su clase- que la señal de la cuerda utilizada para estrangular a esta mujer aún se ve sin el menor problema, aunque nuestro asesino realizó lo que creyó un ingenioso intento de simulación. Acérquense más, por favor.

Como idiotas, o autómatas, los agentes en ciernes habían obedecido. Y tres se habían desmayado en el acto cuando el patólogo, con una sonrisa maliciosa de anticipación, apartó la sábana y dejó al descubierto los espeluznantes despojos de un cuerpo saturado de parafina y quemado a continuación. Barbara se había mantenido en pie, por muy poco. Y, desde aquel día, jamás había tenido prisa por asistir a una autopsia. Limítense a proporcionarme los datos, pensaba, cuando se llevaban un cadáver del lugar del crimen. No me obliguen a presenciar el proceso de recogida.

– ¿Té? -preguntó a St. James, mientras este se acomodaba en una silla de forma que la abrazadera de la pierna izquierda no le molestara-. Está recién hecho. -Echó un vistazo a su reloj-. Bueno, vale. Solo hasta cierto punto, pero lleva la suficiente cafeína para que tus ojos permanezcan abiertos, por más ganas que tengas de cerrarlos.

St. James aceptó la invitación y añadió a su taza tres generosas cucharadas de azúcar. Después de probar el brebaje, añadió una cuarta.

– Mi única excusa es Falstaff, Barbara -dijo.

La sargento levantó la taza.

– Salud -dijo.

Tenía buen aspecto, decidió. Aún demasiado delgado y anguloso, aún demasiado demacrado, pero el indisciplinado cabello oscuro se veía brillante, tanto como relajadas las manos apoyadas sobre la mesa. Un hombre en paz consigo mismo, pensó, y se preguntó cuánto tiempo había tardado St. James en alcanzar ese equilibrio psicológico. Era el mejor y más antiguo amigo de Lynley, un experto forense de Londres cuyos servicios había reclamado más de una vez.

– Si no era una botella de vino, y había una en el lugar del crimen, a propósito, y no era una botella de champán, ¿qué utilizaron para golpearla? -preguntó-. ¿Y por qué se pelea la gente de Cambridge por este dato en concreto, para empezar?

– Desde mi punto de vista, se trata de un caso de puro machismo -contestó St. James-. El jefe del departamento forense tiene cincuenta y un años. Tiene una experiencia de veinticinco años. De repente aparece Pleasance, con solo veintiséis y muchas ganas de trepar. Por lo tanto…

– Hombres -concluyó Barbara-. ¿Por qué no resuelven su disputa mediante el viejo truco de ver quién mea más lejos?

St. James sonrió.

– No es mala idea.

– ¡Ja! Las mujeres deberían dirigir el mundo. -Se sirvió más té-. ¿Por qué no pudo ser una botella de vino, o de champán?

– La forma no encaja. Buscamos algo con una curva un poco más ancha, que una el fondo con los lados. Como esto.

Formó medio óvalo con la palma derecha.

– ¿Los guantes de piel no se adaptan a esa curva?

– A la curva, tal vez, pero unos guantes de piel de ese peso no romperían un pómulo de un solo golpe. Ni siquiera sé si un peso pesado lo lograría y, por lo que me has dicho, el chico a quien pertenecen los guantes no es un peso pesado ni por asomo.

– Entonces, ¿qué? ¿Un jarro?

– No lo creo. Lo que utilizaron tenía una especie de mango. Y era muy pesado, lo bastante para producir el máximo daño con el mínimo esfuerzo. Solo la golpearon tres veces.

– Un mango. Eso sugiere el cuello de una botella.

– Por eso Pleasance se empeña en su teoría de la botella de champán llena, a pesar de las abrumadoras pruebas en su contra. -St. James cogió una servilleta de papel y trazó un dibujo-. Lo que estáis buscando tiene el fondo plano, una amplia curva en los lados y, supongo, algo fuerte por donde cogerlo.

Tendió el dibujo a Barbara, que lo examinó.

– Parece una de esas garrafas de barco -dijo, y se pellizcó el labio superior con aire pensativo-. Simón, ¿golpearon a la chica con el Waterford de la familia?

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