Como Justine Weaver le había abierto la puerta en las dos ocasiones anteriores, Lynley esperaba verla cuando la ancha hoja de roble se abriera en silencio, pero se quedó estupefacto cuando, en su lugar, apareció una mujer de edad madura, alta, algo entrada en carnes, cargada con una bandeja de emparedados que olían a atún. Estaban rodeados por abundantes patatas fritas.
Lynley recordó su primera entrevista con los Weaver, y la información que Anthony Weaver le había proporcionado sobre su primera esposa. Comprendió que esta mujer era Glyn.
Sacó su tarjeta de identidad y se presentó. Ella examinó el documento sin prisas, lo cual dio tiempo a Lynley a examinarla. Solo se parecía a Justine Weaver en la estatura. En todos los demás aspectos, era la antítesis de Justine Weaver. Al ver su gruesa falda de tweed, que sus caderas ensanchaban, su rostro surcado por arrugas de preocupación, la papada, su cabello veteado de gris y recogido en un moño poco atractivo, Lynley recordó las palabras de Victor Troughton sobre su mujer. Y experimentó una oleada de mortificación cuando se dio cuenta de que él también juzgaba y descartaba en función del deterioro que el tiempo había infligido al cuerpo de una mujer.
Glyn Weaver dejó de examinar la tarjeta y levantó la vista. Abrió más la puerta.
– Entre -dijo-. Estaba comiendo. ¿Le apetece algo? -Extendió la bandeja-. Pensaba que habría algo más que latas de pescado en la despensa, pero a Justine le gustaba vigilar su peso.
– ¿Está en casa? -preguntó Lynley-. ¿Está el doctor Weaver?
Glyn le condujo a la salita y agitó una mano para indicar que no.
– Los dos han salido. Era improbable que Justine se quedara en casa más de uno o dos días por algo tan irrelevante como una muerte en la familia. En cuanto a Anthony, lo ignoro. Se marchó hace un rato.
– ¿En coche?
– Sí.
– ¿Al College?
– No tengo ni idea. Estaba hablando conmigo, y se marchó sin más. Supongo que estará vagando por la niebla, pensando qué va a hacer ahora. Ya sabe cómo son las cosas. Obligación moral frente a polla loca. Siempre ha tenido problemas cuando se plantea un conflicto. En ese caso, temo que la lujuria acaba por vencer.
Lynley no contestó. Habría tenido que ser muy corto para no captar lo que ocultaba el leve barniz de educación de Glyn. Ira, odio, amargura, envidia. Y el terror de renunciar a ello para permitir a su corazón empezar a experimentar toda la fuerza de un dolor multidireccional.
Glyn dejó el platillo sobre la mesa de mimbre. Los platos del desayuno aún no se habían retirado. El suelo estaba cubierto de migas de tostadas, y las pisó, indiferente, distraída. Apiló los platos, sin quitar la comida fría y cuajada. En lugar de llevarlos a la cocina, los apartó a un lado, haciendo caso omiso de un cuchillo y una cucharilla de té sucios, que cayeron de la mesa sobre la almohada floreada que cubría el asiento de una silla.
– Anthony lo sabe -dijo Glyn-. Espero que usted también lo sepa. Espero que haya venido por ese motivo. ¿La detendrá hoy?
Se sentó. Las trenzas de sauce de su silla crujieron. Cogió el emparedado y dio un gran bocado; masticó con un placer que parecía solo relacionado en parte con la comida.
– ¿Sabe adónde ha ido, señora Weaver? -preguntó Lynley.
Glyn picoteó, distraída, las patatas fritas.
– ¿En qué momento concreto practican la detención? Siempre me lo he preguntado. ¿Necesitan un testigo ocular? ¿Pruebas de peso? Han de proporcionar algo sólido a la justicia, un caso atado y bien atado.
– ¿Tenía una cita?
Glyn se secó las manos en la falda y se quitó fragmentos pegados a sus dedos.
– Tenemos la llamada por módem que afirmó recibir el domingo por la noche. Tenemos el hecho de que fue a correr sin el perro el lunes por la mañana. Tenemos el hecho de que sabía exactamente dónde, cuándo y a qué hora encontrarla. Y tenemos el hecho de que la odiaba y deseaba su muerte. ¿Necesita algo más? ¿Huellas dactilares? ¿Sangre? ¿Un fragmento de piel?
– ¿Ha ido a ver a algún familiar?
– La gente quería a Elena. Justine no podía soportarlo, pero lo que menos podía soportar era que Anthony la quisiera. Odiaba su devoción, sus intentos de que todo fuera bien entre ellos. Ella no estaba de acuerdo, porque, si las cosas iban bien entre Anthony y Elena, las cosas irían mal entre Anthony y Justine. Eso pensaba, y los celos la consumían. Por fin ha venido a por ella.
Las comisuras de su boca temblaron de ansiedad. Le recordó a Lynley las multitudes que se congregaban en otras épocas para presenciar las ejecuciones públicas, disfrutando del vengativo espectáculo. Si existiera una posibilidad de ver descuartizada a Justine Weaver, Lynley no dudaba de que esta mujer aprovecharía la oportunidad. Quiso decirle que ningún tribunal practicaba un auténtico ojo por ojo, que ninguno proporcionaba una auténtica satisfacción, pues, aunque infligiera al criminal el más espantoso castigo, la rabia y el dolor de las víctimas permanecía.
Sus ojos se posaron sobre la desordenada mesa. Cerca de los platos apilados y debajo de un cuchillo manchado de mantequilla, había un sobre con el blasón de la editorial universitaria y el nombre de Justine, pero no su dirección, escrito con letra firme y masculina.
Glyn reparó en la dirección de su mirada.
– Es una ejecutiva importante. No habrá pensado que la encontraría en casa.
Lynley asintió e hizo ademán de marcharse.
– ¿La va a detener? -preguntó Glyn de nuevo.
– Quiero hacerle una pregunta.
– Entiendo. Una simple pregunta. Bien. Muy bien. ¿La detendría si tuviera la prueba en la mano? ¿Si yo le diera esa prueba? -Esperó a ver cómo reaccionaba a sus preguntas. Sonrió como una gata complacida cuando Lynley vaciló y se volvió hacia ella-. Sí -dijo poco a poco-. Ya lo creo, señor policía.
Se levantó de la mesa y salió de la sala. Al cabo de un momento, se oyeron los ladridos del perdiguero desde la puerta posterior de la casa, y el grito airado de Glyn.
– ¡Calla de una vez!
El perro insistió.
– Tome -dijo Glyn cuando volvió. Llevaba en la mano dos sobres de papel manila y, bajo el brazo, lo que parecía una tela de cuadro enrollada-. Anthony los tenía escondidos en el fondo de su archivador. Le encontré lloriqueando sobre ellos hace una hora, justo antes de que se marchara. Eche un vistazo. Sé de antemano la conclusión a la que llegará.
Primero, le tendió los sobres. Lynley examinó los bosquejos que contenían. Todos consistían en estudios de la muchacha muerta, y todos parecían deberse a la misma mano. Eran indudablemente buenos, y admiró su calidad. Sin embargo, ninguno servía como móvil del asesinato. Estaba a punto de decirlo, cuando Glyn le tiró la tela.
– Mire esto.
Lo desenrolló y lo extendió sobre el suelo, porque era muy grande y lo habían doblado antes de arrollarlo y guardarlo. Era un lienzo manchado, con dos amplios desgarrones que avanzaban en diagonal hacia la mitad, y otro desgarrón más pequeño en el centro, que empalmaba con los otros dos. Las manchas eran de pintura blanca y roja, sobre todo, con aspecto de haber sido producidas al azar. En los puntos donde no coincidían o tapaban la tela, asomaban los colores de otro cuadro. Lynley se puso en pie y lo contempló, hasta que empezó a comprender.
– Y esto -dijo Glyn-. Estaba envuelta en la tela cuando la desenrollé.
Depositó en su mano una plaquita de latón, de unos cinco centímetros de largo y dos de ancho. La cogió y alzó a la luz, casi seguro de lo que vería. En la placa estaba grabada la palabra ELENA.
Miró a Glyn Weaver y vio el exultante placer que estaba extrayendo del momento. Sabía que aguardaba un comentario sobre el móvil que le había ofrecido.
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