Elizabeth George
La justicia de los inocentes
Inspector Lynley 8
Título original: In the Presence of the Enemy (1996)
Charlotte Bowen pensó que estaba muerta. Abrió los ojos al frío y la oscuridad. El frío estaba debajo de ella y le causaba la misma sensación que el suelo del jardín de su madre, donde el grifo exterior goteaba sin cesar y formaba una mancha de humedad verde y olorosa. La oscuridad era omnipresente. La negrura la envolvía como una manta gruesa, y Charlotte forzó la vista para disolverla, para forjar de la nada infinita una forma capaz de desmentir que no estaba en una tumba. Al principio no se movió. No extendió las manos y los pies porque no quería tocar los lados del ataúd, porque no quería saber que la muerte era así, cuando ella había creído que habría santos, ángeles y luz, y que los ángeles tocarían arpas sentados en columpios.
Charlotte se esforzó por oír algo, pero no había nada que oír. Olió, pero no había nada que oler, salvo la envoltura de moho que la rodeaba, como huelen las piedras viejas cuando el musgo ha crecido sobre ellas. Tragó saliva y saboreó el vago regusto de zumo de manzana. Y el sabor fue suficiente para que recordara.
El le había ofrecido zumo de manzana, ¿verdad? Le había dado una botella sobre cuyo tapón destellaban diminutas gotas de humedad. Le había sonreído y apretado el hombro.
– No has de preocuparte, Lottie -había dicho-. A tu madre no le gustaría.
Mamá. La causa de todo. ¿Dónde estaba su madre? ¿Qué le había pasado? ¿Y Lottie? ¿Qué le había pasado a Lottie?
– Ha ocurrido un accidente -había dicho él-. Voy a llevarte con tu madre.
– ¿Dónde? -había preguntado ella-. ¿Dónde está mamá? -Y después en voz más alta, porque de repente sentía el estómago como si fuera líquido y no le gustaba la forma en que la miraba aquel hombre-: ¡Dígame dónde está mi madre! ¡Dígamelo! ¡Ahora mismo!
– No te preocupes -había dicho él mientras miraba alrededor. Al igual que a mamá, le molestaban sus ruidos-. Tranquilízate, Lottie. Está en una casa de seguridad del gobierno. ¿Sabes lo que eso significa?
Charlotte había negado con la cabeza. Al fin y al cabo, sólo tenía diez años, y la mayoría de funciones del gobierno constituían un misterio para ella. Lo único que sabía era que estar en el gobierno significaba que su madre se iba de casa antes de las siete de la mañana y, por lo general, no volvía hasta después de que ella se había acostado. Su madre iba a su oficina de Parliament Square. Asistía a sus reuniones en el Ministerio del Interior. Iba a la Cámara de los Comunes. Los viernes por la tarde atendía las consultas de los votantes de Marylebone, mientras Lottie hacía los deberes, alejada de la habitación de paredes amarillas donde el comité ejecutivo del distrito electoral se reunía.
– Pórtate bien -decía su madre cuando Charlotte llegaba del colegio cada viernes por la tarde, y ladeaba significativamente la cabeza en dirección a la habitación de paredes amarillas-. No quiero oírte rechistar hasta que nos marchemos. ¿Está claro?
– Sí, mamá.
Y entonces su madre sonreía.
– Dame un beso -decía-. Y un abrazo. También quiero un abrazo.
Dejaba de conversar con el cura de la parroquia, el verdulero paquistaní de Edgware Road, el maestro de la escuela o cualquiera que deseara diez preciosos minutos de su tiempo de diputada. Rodeaba a Lottie con sus brazos rígidos y después le daba una palmada en el trasero.
– Ya puedes marcharte -decía, y se volvía hacia su visitante-. Niños -decía con una risita.
Los viernes eran el mejor día de la semana. Después de la reunión consultiva, Lottie y su madre volvían a casa en coche y Lottie le contaba cómo había ido la semana. La madre escuchaba, asentía y a veces palmeaba la rodilla de Lottie, pero siempre mantenía los ojos clavados en el camino, por encima de la cabeza del conductor.
– Mamá -decía Lottie con un suspiro de mártir, en un intento inútil de apartar la atención de su madre de Marylebone High Street. Al fin y al cabo, su madre no tenía por qué mirar la calle. No era ella quien conducía el coche-. Te estoy hablando. ¿Qué estás mirando?
– Problemas, Charlotte. Estoy mirando que no surjan problemas. Tú deberías hacer lo mismo.
Por lo visto, los problemas habían surgido. Pero ¿una casa de seguridad del gobierno? ¿Qué era, exactamente? ¿Un lugar donde esconderse si tiraban una bomba?
– ¿Vamos a la casa de seguridad? -había preguntado. Bebió el zumo de manzana a toda prisa. Era un poco raro, poco dulce, pero lo tomó todo porque sabía que era descortés ser ingrata con un adulto.
– Ahí vamos -dijo el hombre-. A la casa de seguridad. Tu mamá nos está esperando.
Era lo único que recordaba bien. Las cosas se habían complicado a partir de entonces. Sus párpados se habían ido cerrando mientras cruzaban Londres, y al cabo de unos minutos tuvo la impresión de que no podía levantar la cabeza. En el fondo de su mente le parecía recordar que una voz agradable había dicho:
– Buena chica, Lottie. Echa un sueñecito.
Una mano le había quitado las gafas con delicadeza.
Al pensar en esto, Lottie se llevó poco a poco las manos a la cara en la oscuridad, lo más cerca posible de su cuerpo para no tener que tocar los lados del ataúd en que yacía. Sus dedos tocaron la barbilla. Treparon lentamente por sus mejillas, como una araña. Siguieron por el puente de la nariz. Las gafas habían desaparecido.
A oscuras daba igual, por supuesto. No obstante, si las luces se encendían… Pero ¿cómo iba a haber luces en un ataúd?
Lottie respiró hondo. Otra vez. Y otra. «¿Cuánto aire queda? -se preguntó-. ¿Cuánto tiempo antes de…? ¿Y por qué? ¿Por qué?»
Notó que su garganta se tensaba y su pecho ardía. Notó que los ojos le escocían. «No debes llorar -pensó-, no debes llorar. No debes permitir que nadie vea…» Claro que no había nada que ver, ¿verdad? Nada, excepto la interminable negrura que ponía un nudo en su garganta, que le quemaba el pecho, que le escocía los ojos. No debía llorar, pensó Lottie. No debía llorar. No, no.
Rodney Aronson apoyó su trasero de timbal sobre el antepecho de la ventana, en la oficina del director, y notó que las antiguas persianas de rejas arañaban la espalda de su chaqueta sahariana. Rebuscó en un bolsillo el resto de su barra de nueces Cadbury y desenvolvió el papel de plata con la dedicación de un paleontólogo que quitara la tierra de los restos sepultados de un hombre primitivo.
Al otro lado de la habitación, sentado a la mesa de conferencias, Dennis Luxford parecía completamente relajado en lo que Rodney llamaba el Sillón de la Autoridad. Con una sonrisa triangular en su rostro de elfo, el director estaba escuchando el informe final del día sobre lo que Fleet Street había bautizado la semana pasada como la Rumba del Chapero. El informe había sido escrito con considerable entusiasmo por el mejor reportero investigador de la plantilla del Source. Mitchell Corsico tenía veintitrés años (un joven propenso a la tontería de vestir vaqueros), con el instinto de un sabueso y la trémula sensibilidad de una barracuda. Era justo lo que necesitaban en el clima actual de pecadillos parlamentarios, indignación pública y escándalos sexuales.
– Según la declaración de esta tarde -estaba diciendo Corsico-, nuestro estimado parlamentario de East Norfolk declaró que su electorado le apoya como un solo hombre. Es inocente hasta que se demuestre lo contrario y todos los etcéteras al uso. El leal presidente del partido afirma que todo el escándalo es culpa de la prensa canallesca, que intenta de nuevo socavar al gobierno. -Repasó sus notas, como si buscara la cita apropiada. La encontró, se encasquetó mejor el Stetson, adoptó una pose estoica y recitó-: No es ningún secreto que los medios de comunicación están empeñados en derribar al gobierno. Este asunto del chapero no es más que otro intento de Fleet Street de decidir la dirección del debate parlamentario. Pero si los medios de comunicación desean destruir al gobierno, se encontrarán con un oponente más que sobrado para plantar cara, desde Downing Street al palacio de Westminster, pasando por Whitehall. -Corsico cerró el cuaderno y lo embutió en el bolsillo posterior de sus gastados tejanos-. Noble sentimiento, ¿no creéis?
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