Lo que había hecho por el Globe fue coger un periódico languidecente, dedicado casi en exclusiva a chismes sobre estrellas de cine y acarameladas historias sobre la familia real, y transformarlo en el diario más vendido del país. Pero no lo había hecho mediante el expediente de ennoblecerlo. Estaba demasiado en sintonía con los tiempos para eso. Lo había logrado apelando a los más bajos instintos de los lectores de periódicos, ofreciéndoles una dieta diaria de escándalos, escapadas sexuales de políticos, hipocresías en el seno de la Iglesia anglicana, y la ostensible y muy ocasional caballerosidad del hombre de la calle. El resultado fue un auténtico festín de emociones fuertes para los lectores de Luxford, millones de los cuales soltaban cada mañana sus treinta y cinco peniques, como si sólo el director del Source (y no la plantilla, ni Rodney, que tenía tanto cerebro y cinco años más de experiencia que Luxford) tuviera la clave de su satisfacción. Y mientras la rata inmunda se refocilaba en su creciente éxito, los demás periódicos de Londres pugnaban por no quedar descolgados de la carrera. Todos se frotaban la nariz y decían. «Bésame el culo» cada vez que el gobierno amenazaba con imponerles ciertos controles básicos. Pero la vox populi no pinchaba ni cortaba en Westminster, sobre todo cuando la prensa sacudía al primer ministro cada vez que un parlamentario tory contribuía a subrayar la cada vez más patente hipocresía del Partido Conservador.
No era que ver naufragar a la nave capitana tory constituyera un espectáculo doloroso para Rodney Aronson. Había votado laborista (o a les demócratas liberales, en el peor de los casos) desde que tenía edad para votar. Pensar que los laboristas iban a beneficiarse del actual clima de inquietud política era muy gratificante para él. En otras circunstancias, Rodney habría disfrutado del espectáculo diario de conferencias de prensa, indignadas llamadas telefónicas, exigencias de elecciones anticipadas y las lúgubres predicciones sobre el resultado de las elecciones locales que se celebrarían al cabo de pocas semanas. Sin embargo, en las actuales circunstancias, con Luxford al timón, donde era muy probable que se quedara indefinidamente, obstruyendo la ascensión de Rodney hasta la cima, Rodney estaba irritado. Se decía que su malestar se debía a que era superior como periodista, pero la verdad era que estaba celoso.
Trabajaba en el Source desde los dieciséis años, había ido ascendiendo desde chico de los recados hasta su actual puesto de subredactor jefe (el segundo en la cadena de mando) a base de fuerza de voluntad, fuerza de carácter y fuerza de talento. Le debían el cargo supremo, y todo el mundo lo sabía, incluido Luxford, y por eso el redactor jefe le estaba mirando, leía su mente como el zorro que era, y esperaba a que contestara. «No tienes los instintos de un asesino», le habían dicho. Sí. De acuerdo. Bien, todo el mundo comprendería la verdad muy pronto.
– ¿Pasa algo por tu cabeza, Rod? -repitió Luxford antes de bajar la vista de nuevo hacia su correspondencia.
«Tu puesto», pensó Rodney, pero dijo en voz alta:
– Este asunto del chapero. Creo que ha llegado el momento de abandonarlo.
– ¿Por qué?
– Está anticuado. Llevamos con esa historia desde el viernes. Ayer y hoy han sido meras repeticiones de los acontecimientos del domingo y el lunes. Sé que Corsico sigue la pista de algo más, pero hasta que lo consiga creo que hemos de tomarnos un descanso.
Luxford dejó a un lado la carta número seis y se tiró de sus largas patillas (marca de la casa), en lo que Rodney consideraba una falsa demostración del esquema «director-considera-la-opinión-del-subordinado». Cogió el sobre número siete e introdujo el abrecartas bajo la solapa. Se mantuvo en aquella postura mientras contestaba.
– Es el propio gobierno quien se ha colocado en esta situación. El primer ministro nos entregó su Compromiso con los Valores Británicos Básicos, incluido en el manifiesto del partido, ¿no es cierto? Hace sólo dos años, ¿no? Sólo estamos explorando lo que el Compromiso con los Valores Británicos Básicos significa en apariencia para los tories. Papá y Mamá Verdulero, junto con Tío Zapatero y Abuelo Pensionista pensaron que significaba un retorno a la decencia y al Dios salve a la reina en los cines después de la película. Nuestros parlamentarios tories parece que no opinan lo mismo.
– De acuerdo -dijo Rodney-, pero no querrás que demos la impresión de intentar derribar al gobierno con una descripción interminable de lo que un parlamentario medio imbécil hace con la polla en sus ratos libres, ¿verdad? Joder, tenemos mucha mierda más para utilizar contra los tories. ¿Por qué no…?
– ¿Desarrollamos una conciencia moral en la hora undécima? -Luxford enarcó una ceja sarcástica y volvió a su carta. Abrió el sobre y extrajo el papel doblado del interior-. No me lo esperaba de ti, Rod.
Rodney sintió arder las mejillas.
– Sólo estoy diciendo que, si vamos a apuntar la artillería pesada contra el gobierno, tal vez deberíamos empezar por dirigir el fuego hacia algo más sustancial que los polvos en horas libres de los miembros del Parlamento. Hace años que los periódicos se dedican a eso, ¿y adónde nos ha conducido? Esos cabrones siguen en el poder.
– Me atrevería a decir que nuestros lectores opinan que servimos bien a sus intereses. ¿Cuáles me dijiste que eran las últimas cifras de tirada?
Era el truco habitual de Luxford. Nunca hacia ese tipo de preguntas sin saber la respuesta. Como para subrayarlo, devolvió su atención a la carta que tenía en su mano.
– No digo que debamos prescindir de los recurrentes polvos extramaritales. Sé que es nuestro pan de cada día. Pero si exprimimos la historia hasta que parezca…
Rodney advirtió que Luxford no le escuchaba. Contemplaba con ceño la carta que sostenía. Se tiró de las patillas, pero esta vez la acción y la reflexión eran auténticas. Rodney estaba seguro.
– ¿Ocurre algo, Den? -preguntó esperanzado, aunque cuidó mucho de no revelarlo en su tono.
La mano que sujetaba la carta la estrujó.
– Chorradas -dijo Luxford, Arrojó la carta a la papelera, con las demás. Cogió la siguiente y la abrió-. Gilipolleces. El populacho descerebrado habla. -Leyó la nueva carta-. Nos diferenciamos en eso -dijo-. Por lo visto, tú consideras que nuestros lectores pueden ser educados. Yo los veo tal como son, Rod, sucios e incultos. Hay que darle masticadas sus opiniones, como si fueran gachas. -Luxford apartó su silla de la mesa de conferencias-. ¿Hay algo más esta noche? De lo contrario, he de contestar a una docena de llamadas y volver a casa con mi familia.
«Hay tu cargo -pensó Rodney de nuevo-. Es lo que se me debe por veintidós años de lealtad a este periodicucho.»
– No, Den -dijo-. No hay nada más. De momento, quiero decir.
Arrojó el envoltorio del Cadbury junto con las cartas desechadas del director y se encaminó a la puerta.
– Rod -dijo Luxford cuando Rodney abrió la puerta. Este se volvió-. Llevas chocolate en la barba.
Luxford sonreía cuando Rodney salió.
Pero su sonrisa se desvaneció en el instante en que el otro hombre se fue. Dennis Luxford giró en su silla hacia la papelera. Sacó la carta. La desarrugó sobre la mesa de conferencias y volvió leerla. Estaba compuesta por una palabra de saludo y una sola frase, v no tenía nada que ver con chaperos, automóviles o el parlamentario Sinclair Larnsey: «Luxford: Utiliza la primera plana: para reconocer a tu primogénita y Charlotte quedará en libertad.»
Luxford contempló el mensaje, mientras el corazón le palpitaba en los oídos. Pasó revista a una serie de posibles remitentes, pero eran tan improbables que sólo pudo llegar a una conclusión: la carta tenía que ser un farol. De todos modos, tomó la precaución de examinar la basura restante sin alterar el orden en que había desechado el correo del día. Rescató el sobre que acompañaba a la carta y lo examinó. Parte del matasellos formaba una luna en tres cuartos junto al sello de primera clase. Estaba borroso, pero lo bastante legible para ver que la carta había sido puesta en el correo de Londres.
Читать дальше