– De modo que llegaste a la isla…
– No más tarde de la media.
– Estás muy segura. ¿No pudo ser más tarde?
– Estaba de vuelta en mi habitación a las siete y media, inspector. Soy rápida, cierto, pero no tan rápida. Y el lunes por la mañana me hice unos buenos quince kilómetros, empezando por la isla. Es mi circuito de entrenamiento.
– ¿Para «Liebre y Sabuesos»?
– Sí. Este año quiero representar a la universidad en las competiciones.
Les dijo que aquella mañana, mientras corría, no había observado nada extraño. Aún era de noche cuando salió del Queen's College, y aparte de adelantar a un obrero que empujaba una carretilla por Laundress Lane, no había visto a nadie. Los patos y cisnes de costumbre, algunos flotando ya en el río, otros dormitando plácidamente en la orilla. Pero, como la niebla era espesa («Al menos tan espesa como hoy», les dijo), debió admitir que cualquiera habría podido estar al acecho en un portal, o agazapado al amparo de la niebla.
Cuando llegaron a la isla, encontraron una pequeña fogata que desprendía nubes de humo acre y de color hollín, que iban a mezclarse con la niebla. Un hombre ataviado con una gorra picuda, abrigo y guantes la estaba alimentado con hojas otoñales, basura y trozos de madera. Lynley reconoció a Ned, el más hosco de los dos reparadores de embarcaciones.
Rosalyn indicó el puente peatonal que no cruzaba el Cam, propiamente dicho, sino el segundo brazo de agua en que el río se convertía cuando rodeaba la parte oeste de la isla.
– Ella estaba cruzando el puente -dijo Rosalyn-. La oí cuando tropezó con algo. Debió perder pie, todo estaba muy mojado. También tosió. Supuse que había salido a correr como yo y estaba hecha polvo, y me molestó un poco encontrarme con ella, porque daba la impresión de que no miraba por dónde iba y casi me la llevé por delante. -Aparentó turbación-. Bueno, supongo que tengo los típicos prejuicios universitarios sobre la gente de la ciudad. ¿Cómo osaba invadir mi territorio?, pensé.
– ¿Por qué creíste que vivía en la ciudad?
Rosalyn dirigió una mirada pensativa al puente peatonal. El aire húmedo provocaba que rizos infantiles se formaran sobre su frente.
– Su ropa, diría yo, y tal vez la edad, aunque bien podía ser de Lucy Cavendish.
– ¿Por qué su ropa?
Rosalyn señaló su chándal.
– Los corredores de la universidad llevan en alguna parte los colores de su College , y también camisetas del College.
– ¿No llevaba un chándal? -preguntó Havers con brusquedad, y alzó la vista del cuaderno.
– Sí, pero no era del College. No recuerdo haber visto escrito el nombre del College. Sin embargo, ahora que lo pienso, bien podía ser de Trinity Hall, considerando el color.
– Porque iba vestida de negro -dijo Lynley.
La rápida sonrisa de Rosalyn confirmó su suposición.
– ¿Conoce los colores de la universidad?
– Una buena intuición, digamos.
– Caminó hacia el puente peatonal. La puerta de hierro forjado estaba entreabierta hacia la parte sur de la isla. El cordón policial ya había desaparecido, y la isla estaba abierta a cualquiera que quisiera sentarse a la orilla del agua, citarse a escondidas o, como Sarah Gordon, intentar dibujar.
– ¿Te vio la mujer?
Rosalyn y Havers se habían quedado en el sendero.
– Oh, sí.
– ¿Estás segura?
– Casi tropecé con ella. No pudo dejar de verme.
– ¿Y llevabas la misma ropa que usas ahora?
Rosalyn asintió y hundió las manos en los bolsillos del anorak que había cogido de la habitación antes de salir.
– Sin esto, desde luego -subió los hombros para indicar el anorak-. Cuando corres, enseguida te acaloras. -Su rostro se iluminó-. Ella no llevaba abrigo ni chaqueta, así que debí pensar que era corredora por otro motivo. Aunque… -Una marcada vacilación, mientras escudriñaba la niebla-. Debía de llevar uno, supongo. No me acuerdo, pero creo que llevaba algo. Me parece.
– ¿Qué aspecto tenía?
– ¿Aspecto? -Rosalyn frunció el ceño y contempló sus zapatillas de deporte-. Delgada. Llevaba el pelo tirado hacia atrás.
– ¿De qué color?
– Madre mía. Era claro, me parece. Sí, muy claro.
– ¿Algo especial? ¿Algún rasgo distintivo? ¿Una marca en la piel? ¿La forma de la nariz? ¿La frente despejada? ¿La barbilla puntiaguda?
– No me acuerdo. Lo siento muchísimo. No les soy de mucha ayuda, ¿verdad? Fue hace tres días y en aquel momento ignoraba que debería acordarme de ella. La gente no suele pararse a examinar a cada persona que ve. No suele ocurrir que deba acordarse de ella. -Rosalyn dejó escapar un suspiro de frustración antes de continuar-. Si me quieren hipnotizar, como se hace a veces cuando un testigo no recuerda los detalles del crimen…
– No pasa nada -dijo Lynley. Volvió a entrar en el sendero-. ¿Crees que ella vio con claridad tu camiseta?
– Oh, yo diría que sí.
– ¿Pudo ver el nombre?
– ¿Quiere decir Queen's College? Sí, debió verlo.
Rosalyn miró en dirección al colegio, aunque tampoco habría podido verlo sin niebla. Cuando se volvió hacia ellos, su expresión era sombría, pero no dijo nada hasta que un muchacho, que venía por el puente Crusoe desde Coen Fen, bajó los diez peldaños de hierro (sus pasos resonaron con fuerza sobre el metal) y pasó junto a ellos, la cabeza inclinada, hasta que la niebla se lo tragó.
– Melinda tiene razón, a fin de cuentas -susurró Rosalyn-. Georgina murió en mi lugar.
Una chica de su edad no debía llevar sobre sus hombros esa responsabilidad hasta el fin de sus días, pensó Lynley.
– Eso no está tan claro -dijo, pero estaba llegando rápidamente a la misma conclusión.
Rosalyn se llevó la mano a la peineta de carey. La sacó y cogió un largo mechón de cabello entre sus dedos.
– Fue por esto -dijo, abrió la cremallera del anorak y señaló el emblema impreso sobre su pecho-. Y esto. Somos de la misma estatura, del mismo peso, del mismo color de piel. Las dos somos del Queen's. La persona que siguió a Georgina ayer por la mañana pensó que me seguía a mí. Porque la vi. Porque la conocía. Porque tenía que haberlo dicho. Y lo habría hecho, si…
Y, si lo hubiera hecho, tal como era mi deber, y no hace falta que usted me lo diga, Georgina no estaría muerta.
Desvió la cara bruscamente y parpadeó con violencia, mirando la masa brumosa de Sheep's Green.
Lynley sabía que no podía decir nada para aminorar su culpabilidad o el peso de su responsabilidad.
Ahora, más de una hora después, Lynley respiró hondo y dejó escapar el aire, mientras contemplaba el letrero situado frente a la comisaría de policía. Al otro lado de la calle, la espesa niebla ocultaba la verde extensión de Parker's Piece, como si jamás hubiera existido. Una farola parpadeaba en el centro del parque, y servía de guía a los que intentaban orientarse.
– Por lo tanto, no tuvo nada que ver con el hecho de que Elena estuviera embarazada -dijo Havers-. ¿Qué haremos ahora?
– Esperar a St. James, a ver qué deduce sobre el arma, y a ver si también elimina los guantes de boxeo.
– ¿Y usted?
– Iré a casa de los Weaver.
– Muy bien. -La sargento no se movió del coche. Lynley notó que le estaba mirando-. Todo el mundo pierde, ¿verdad, inspector?
– Es lo que siempre ocurre cuando se produce un asesinato.
Cuando Lynley frenó frente a la casa de los Weaver, no vio ninguno de sus coches en el camino particular, pero las puertas del garaje estaban cerradas y, suponiendo que los coches estarían protegidos de la humedad, tocó el timbre. El perro le dedicó un ladrido de bienvenida desde la parte posterior de la casa. Momentos después, una voz de mujer le ordenó callar. Alguien descorrió el pestillo.
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