Elizabeth George - Por el bien de Elena

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Por el bien de Elena: краткое содержание, описание и аннотация

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Una joven estudiante, hija de un profesor universitario, se convierte en el eje de una compleja trama. Las equívocas relaciones que Elena Weaver mantiene con sus amigos y amantes despiertan un abanico de oscuros sentimientos: celos, obsesión, amor, pasión, envidia. Un profesor casado la acosa sexualmente, un joven sordo le profesa devoción, un especialista en Shakespeare la persigue, la primera esposa y la joven amante del profesor Weaver le guardan rencor… La muerte de Elena, asesinada mientras hacía footing una neblinosa mañana, tal vez solo fue la consecuencia inevitable de la extraña atracción que ejercía en hombres y mujeres. Ambientada en Cambridge, esta novela radiografía las inextricables facetas emocionales que solapadamente marcan el destino de las personas.

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«Yo hablé de nosotros, pero no había tal nosotros.»

«¿Eso te dijo?»

«Cómo es posible que no, dije, y lo de Londres.»

«¿Te dijo entonces que no había significado nada?»

«Solo fue para divertirnos un poco Gareth, íbamos calientes, lo hicimos, no seas plasta y deja de darle importancia.»

«Se estaba riendo de ti. Supongo que no te gustó.»

«Intenté seguir hablando. Cómo había actuado en Londres. Lo que sintió en Londres. Pero no me escuchó. Y entonces lo dijo.»

«¿Que había otro?»

«Al principio no la creí. Dije que estaba asustada. Dije que intentaba ser lo que su padre quería que fuera. Le dije de todo. No podía pensar. Quería hacerle daño.»

– Un comentario interesante -observó Havers.

– Tal vez -respondió Lynley-, pero es una reacción típica cuando alguien a quien quieres te hiere: golpe por golpe.

– ¿Y cuando el primer golpe es el asesinato? -preguntó Havers.

– No lo he descartado, sargento.

Tecleó: «¿Qué hiciste cuando te convenció de que había otro hombre?».

Gareth levantó las manos, pero no tecleó. Una aspiradora rugió en la habitación de al lado, cuando la chacha del edificio empezó su ronda diaria, y Lynley experimentó la necesidad de concluir el interrogatorio antes de que alguien estorbara. Tecleó otra vez: «¿Qué hiciste?».

Gareth, vacilante, tocó las teclas: «Me quedé en St. Stephen hasta que ella se marchó. Quería saber quién era».

«¿La seguiste hasta Trinity Hall? ¿Sabías que era el doctor Troughton? -Cuando el muchacho asintió, Lynley tecleó-: ¿Cuánto tiempo te quedaste?»

«Hasta que ella salió.»

«¿A la una?»

Gareth asintió. Había esperado en la calle a que saliera, les dijo. Y cuando salió, discutió con ella de nuevo, colérico por su rechazo, amargamente decepcionado por la destrucción de sus sueños, pero disgustado sobre todo por su comportamiento. Pensaba que había comprendido sus intenciones al liarse con Victor Troughton, e interpretó aquellas intenciones como un intento de anclarse al mundo de los que oían, un mundo que nunca la aceptaría o comprendería del todo. Actuaba como una sorda, no como una Sorda. Discutieron violentamente. La dejó plantada en la calle.

«Nunca más la volví a ver», terminó.

– Esto no me gusta, señor -dijo Havers.

«¿Dónde estabas el lunes por la mañana?», tecleó Lynley.

«¿Cuando la mataron? Aquí. En la cama.»

Pero nadie podía demostrarlo, por supuesto. Estaba solo. Y a Gareth le habría resultado muy fácil no volver a Queen's College aquella noche, ir a la isla de Crusoe para esperar a Elena y poner punto final a la disputa.

– Necesitamos esos guantes de boxeo, señor-dijo Havers, mientras cerraba la libreta-. Tenía un móvil. Tenía medios. Tuvo la oportunidad. Además, tiene mal genio y el talento de canalizarlo a través de sus puños.

Lynley se vio obligado a admitir que no podía pasar por alto su afición al boxeo cuando la víctima del asesinato había sido golpeada antes de estrangularla.

Tecleó: «¿Conocías a Georgina Higgins-Hart?-Y, cuando Gareth asintió-: ¿Dónde estabas ayer por la mañana, entre las seis y la seis y media?».

«Aquí. Durmiendo.»

«¿Alguien lo puede verificar?»

Negó con la cabeza.

«Necesitamos tus guantes de boxeo, Gareth. Hemos de entregarlos al laboratorio forense. ¿Nos los dejas llevar?»

El muchacho emitió un lento bramido.

«Yo no la maté yo no la maté no no no no no.»

Lynley apartó con suavidad las manos del chico.

«¿Sabes quién lo hizo?»

Gareth meneó la cabeza una vez, pero mantuvo las manos sobre el regazo, convertidas en puños, como si, dotadas de voluntad propia, pudieran traicionarle si las acercaba al teclado y permitía que se movieran de nuevo.

– Miente. -Havers se detuvo en la puerta para sujetar los guantes de boxeo de Gareth a la correa de su bolso-. Si alguien tenía un motivo para cargársela, ese es él, inspector.

– Estoy de acuerdo.

Havers se caló la gorra sobre la frente y levantó la capucha del abrigo.

– Pero seguro que no está de acuerdo con otra cosa. He oído ese tono muchas veces. ¿Qué es?

– Creo que sabe quién la mató. O cree que lo sabe.

– Pues claro que sí. Porque fue él. Justo después de aporrearle la cara con estos. -Agitó los guantes en su dirección-. ¿Cuál es el arma que no paramos de buscar? ¿Algo suave? Toque esta piel. ¿Algo pesado? Imagínese recibir en plena cara el puñetazo de un boxeador. ¿Algo capaz de destrozar la cara? Eche un vistazo a las fotos tomadas después de los combates, si quiere pruebas.

No pudo contradecirla. El chico tenía todos los requisitos necesarios. Salvo uno.

– ¿Y la escopeta, sargento?

– ¿Qué?

La escopeta utilizada para matar a Georgina Higgins-Hart. ¿Cómo lo ve?

– Usted mismo dijo que en la universidad tiene que haber un club de tiro. Al que Gareth Randolph, sin duda, pertenecerá.

– Entonces, ¿por qué la siguió?

Havers frunció el ceño y pisó con fuerza el helado suelo de piedra.

– Havers, entiendo por qué podía esperar a Elena Weaver en la isla de Crusoe. Estaba enamorado de ella. Elena le había rechazado. Dejó claro que su escarceo sexual había sido un simple ejercicio de gimnasia sobre el suelo de la cocina de su madre. Proclamó su relación con otro hombre. Se burló de él, le humilló y le trató como a un perfecto imbécil. Estoy de acuerdo con todo eso.

– ¿Y…?

– ¿Y Georgina?

– Georgina… -Havers apenas concedió un instante a la idea, y prosiguió con insistencia-. Quizá es lo que pensamos antes. Matar una y otra vez simbólicamente a Elena Weaver, cargándose a todas las chicas que se le parecen.

– En tal caso, ¿por qué no fue a su habitación, Havers? ¿Por qué no la mató en el College? ¿Por qué la siguió hasta más allá de Madingley? ¿Y cómo la siguió?

– ¿Que cómo…?

– Es sordo, Havers.

La sargento se paró en seco.

Lynley aprovechó su ventaja.

– Fue en el campo, Havers. Estaba muy oscuro. Aunque hubiera conseguido un coche y seguido a la chica desde lejos, hasta salir de la ciudad y adelantarla para aguardarla en aquel campo, ¿no tendría que haber oído algo, sus pasos, su respiración, algo, para saber exactamente en qué momento disparar? ¿Me va a decir que el miércoles por la mañana salió antes de amanecer, confiando ciegamente en que, con este tiempo, la luz de las estrellas fuera suficiente para ver con claridad a una chica que corría, apuntar, disparar y matarla? Eso no es asesinato premeditado. Es una chorrada.

Havers levantó un guante de boxeo con la palma de la mano.

– ¿Qué vamos a hacer con esto, inspector?

– Que St. James se gane su dinero esta mañana, y a ver qué nos explica.

La sargento abrió la puerta del coche con una sonrisa cansada.

– Me encantan los hombres que nunca se rinden.

Se encaminaban hacia el pasaje flanqueado por las torres, cuando una voz los llamó. Se volvieron y vieron que una esbelta silueta se acercaba por el sendero; la niebla se dividió ante ella como una cortina cuando se puso a correr.

Era alta y rubia, de largo cabello sedoso que sujetaba con dos peinetas de carey. Brillaron a causa de la humedad cuando la luz procedente de un edificio cayó sobre ellas. Gotas de humedad se agolpaban sobre sus párpados y piel. Vestía solo un chándal cuya camisa, como la de Georgina, llevaba bordado el nombre del colegio. Daba la impresión de que tenía un frío horrible.

– Estaba en el comedor -dijo-. Vi que entraban a por Gareth. Son policías.

– ¿Y usted es…?

– Rosalyn Simpson. -Sus ojos se clavaron en los guantes de boxeo y arrugó el entrecejo, consternada-. No pensarán que Gareth tiene algo que ver con esto…

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