Elizabeth George - Por el bien de Elena

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Por el bien de Elena: краткое содержание, описание и аннотация

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Una joven estudiante, hija de un profesor universitario, se convierte en el eje de una compleja trama. Las equívocas relaciones que Elena Weaver mantiene con sus amigos y amantes despiertan un abanico de oscuros sentimientos: celos, obsesión, amor, pasión, envidia. Un profesor casado la acosa sexualmente, un joven sordo le profesa devoción, un especialista en Shakespeare la persigue, la primera esposa y la joven amante del profesor Weaver le guardan rencor… La muerte de Elena, asesinada mientras hacía footing una neblinosa mañana, tal vez solo fue la consecuencia inevitable de la extraña atracción que ejercía en hombres y mujeres. Ambientada en Cambridge, esta novela radiografía las inextricables facetas emocionales que solapadamente marcan el destino de las personas.

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Un poco de fiebre, se dijo. El tiempo ha sido malo. Es difícil dejar de sentir los efectos de la humedad, la niebla o el viento helado.

Pero, mientras repetía las palabras clave (humedad, niebla y viento) como un cántico hipnótico, destinado a concentrar sus pensamientos en el sendero más estrecho, soportable y aceptable, la única parte de su mente que no había podido dominar desde el principio materializó de nuevo a Elena Weaver.

Había venido a Grantchester dos tardes a la semana durante dos meses, a lomos de su vieja bicicleta, con el largo cabello recogido para apartarlo de la cara y los bolsillos repletos de golosinas de contrabando, que daba a Llama cuando pensaba que Sarah estaba distraída. Perro piojoso, le llamaba, le tiraba cariñosamente de las orejas caídas, bajaba la cara y dejaba que le lamiera la nariz.

– ¿Qué he traído para mi pequeño piojoso? -decía, y reía cuando el perro olfateaba sus bolsillos, agitaba la cola como un loco y posaba sus patas delanteras sobre sus tejanos. Era un ritual, que solía celebrarse en el camino particular, al que Llama salía corriendo para recibirla con entusiastas ladridos de bienvenida. Elena decía que su alegría vibraba en el aire.

Después, entraba en la casa, se quitaba el abrigo, liberaba su cabello, lo agitaba, y saludaba con algo de embarazo si Sarah la sorprendía tratando al perro con tanto afecto, como si sospechara que no era muy adulto querer a un animal, sobre todo a uno que no era suyo.

– ¿Preparada? -decía, con aquel acento gutural tan peculiar. Al principio, aquellas noches que venía con Tony para posar como modelo en las clases de dibujo en vivo, parecía tímida. Sin embargo, se trataba tan solo de la reserva inicial de una joven consciente de que era diferente a los demás, y aún más consciente de que esa diferencia perturbaba a los demás. Si no percibía nada extraño, al menos en el caso de Sarah, se sentía más segura, y empezaba a charlar y reír. Se integraba en el ambiente y las circunstancias como si los conociera de siempre.

En aquellas tardes libres, se subía al alto taburete que Sarah tenía en el estudio, a las dos y media en punto. Sus ojos exploraban la habitación y se fijaba en las obras continuadas o empezadas desde su última visita. Y siempre hablaba. En ese aspecto, era como su padre.

– ¿Nunca has estado casada, Sarah?

Incluso elegía los mismos temas que su padre, aunque Sarah tardara unos momentos en descifrar mentalmente las sílabas, pronunciadas con cuidado pero algo deformadas.

– No, nunca. ¿Por qué?

Sarah examinó la tela en que estaba trabajando, la comparó con el ser vivaz subido en el taburete y se preguntó si sería capaz de capturar por completo aquella energía que la muchacha parecía exudar. Aún inmóvil, con la cabeza algo ladeada, el cabello derramado sobre sus hombros y la luz que arrancaba destellos de él, como el sol sobre el trigo, poseía vida y electricidad. Daba la impresión de que estaba ansiosa por acumular conocimientos y experiencia, siempre inquieta y curiosa.

– Pensaba que un hombre entorpecería mis proyectos -contestó Sarah-. Quería ser artista. Todo lo demás era secundario.

– Mi padre también quiere ser artista.

– Y lo es.

– ¿Crees que es bueno?

– Sí.

– ¿Te gusta? -Dijo esto con los ojos clavados en la cara de Sarah. De este modo podía leer la respuesta en sus labios, se dijo Sarah.

– Por supuesto -respondió con brusquedad-. Me gustan todos mis estudiantes. Siempre ha sido así. Te estás moviendo, Elena. Tira la cabeza, hacia atrás, como antes.

Vio que la muchacha extendía el pie y acariciaba con él la cabeza de Llama, que estaba estirado en el suelo con la esperanza de que alguna golosina cayera de su bolsillo. Aguardó, con la respiración contenida, a que la pregunta sobre Tony cayera en el olvido. Siempre ocurría lo mismo, porque Elena sabía reconocer las fronteras, lo cual explicaba por qué también sabía muy bien cómo derribarlas.

– Lo siento, Sarah -sonrió, y volvió a adoptar la postura de antes, mientras Sarah escapaba al escrutinio de la joven mediante el truco de acercarse al estéreo y conectarlo.

– Papá estará encantado cuando vea esto -dijo Elena-. ¿Cuándo podré verlo?

– Cuando esté terminado. Ponte bien. Cada vez hay menos luz, maldita sea.

Y después, una vez cubierta la tela, se sentaban en el estudio y tomaban el té, mientras sonaba la música. Tortas secas que Elena deslizaba en la boca ansiosa de Llama (que lamía el azúcar pegado a sus dedos), tartas y pastelillos que Sarah preparaba a partir de recetas olvidadas durante años. Mientras comían y hablaban, la música continuaba, y los dedos de Sarah seguían el ritmo sobre su rodilla.

– ¿Cómo es? -le preguntó Elena una tarde.

– ¿Qué?

La muchacha cabeceó en dirección a un altavoz.

– Eso -dijo-. Ya sabes. Eso.

– ¿La música?

– ¿Cómo es?

Sarah apartó la vista de los ojos ansiosos de la muchacha y contempló sus manos, mientras el misterio del arpa eléctrica de Vollenweider y el sintetizador Moog la retaban a contestar. La música subía y bajaba, cada nota pura como el cristal. Reflexionó en la respuesta durante tanto tiempo que Elena dijo por fin:

– Lo siento. Pensé que…

Sarah alzó la cabeza al instante, percibió la desazón de la joven y comprendió que Elena pensaba que la había turbado al mencionar de una manera indirecta una minusvalía, como si le hubiera pedido que mirara una deformación desagradable.

– Oh, no -dijo-. No es eso, Elena. Estaba intentando decidir… Ven conmigo.

Le indicó que se quedara de pie junto al altavoz y dio todo el volumen. Colocó la mano sobre el altavoz. Elena sonrió.

– Percusión -dijo Sarah-. Eso es la batería. Y el bajo. Las notas bajas. Las sientes, ¿verdad?

La chica asintió y se mordió el labio inferior con el diente roto. Sarah paseó la vista por la habitación, en busca de algo más. Lo encontró en el suave pelo de camello de los pinceles secos, en el frío metal de una espátula, en el suave cristal de un jarro lleno de trementina.

– Muy bien -dijo-. Ven aquí. Suena así.

Cuando la música cambió, siguió su progresión sobre la parte interna del brazo de Elena, de piel más suave y sensible al tacto.

– Arpa eléctrica -explicó, y marcó sobre su piel con la espátula la pauta de las notas-. Ahora, la flauta. -Utilizó el cepillo-. Y esto es el fondo musical. Es sintético. No utiliza un instrumento, sino una máquina que emite sonidos musicales. Así. Ahora, solo una nota, mientras los demás tocan.

Hizo rodar el jarro en una línea recta larga.

– ¿Ocurre todo a la vez? -preguntó Elena.

– Sí. Todo a la vez.

Entregó a la muchacha la espátula y se quedó con el cepillo y el jarro. Mientras el disco sonaba, siguieron la música juntas. Todo el rato, sobre sus cabezas, en una estantería que no distaba más de un metro y medio, descansaba la moleta que Sarah utilizaría para destruirla.

Ahora, a la pálida luz del atardecer, Sarah se aferró a la manta y procuró dejar de temblar. No había otra alternativa, pensó. No había otra forma de que él se enfrentara a la verdad.

Tendría que vivir con el horror de su acto hasta el fin de sus días. La chica le caía bien.

Ocho meses antes, se había refugiado en la pena de un limbo donde nada podía tocarla. Por eso, cuando oyó el coche en el camino particular, el ladrido de Llama y los pasos que se aproximaban, no sintió nada en absoluto.

– Muy bien, acepto que la moleta pudo servir de arma -dijo Havers, mientras un coche de la policía acompañaba a lady Helen y su hermana a casa de la última-, pero sabemos que Elena fue asesinada alrededor de las seis y media, inspector. Al menos, fue asesinada alrededor de las seis y media si confiamos en lo que Rosalyn Simpson dijo, y yo no sé usted, pero yo sí confío. Y aunque Rosalyn no estaba muy segura de la hora en que llegó a la isla, sabía con total seguridad que regresó a su habitación a las siete y media. Por lo tanto, si cometió un error, fue en otro sentido, adelantando la hora en que vio al asesino, no retrasándola. Si Sarah Gordon, cuya declaración corroboran dos vecinos, no lo olvide, no salió de su casa hasta justo antes de las siete… -se volvió para mirar a Lynley-… ¿cómo pudo estar en dos sitios a la vez, tomando Wheetabix en su casa de Grantchester y en la isla Crusoe?

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