Elizabeth George - Por el bien de Elena

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Por el bien de Elena: краткое содержание, описание и аннотация

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Una joven estudiante, hija de un profesor universitario, se convierte en el eje de una compleja trama. Las equívocas relaciones que Elena Weaver mantiene con sus amigos y amantes despiertan un abanico de oscuros sentimientos: celos, obsesión, amor, pasión, envidia. Un profesor casado la acosa sexualmente, un joven sordo le profesa devoción, un especialista en Shakespeare la persigue, la primera esposa y la joven amante del profesor Weaver le guardan rencor… La muerte de Elena, asesinada mientras hacía footing una neblinosa mañana, tal vez solo fue la consecuencia inevitable de la extraña atracción que ejercía en hombres y mujeres. Ambientada en Cambridge, esta novela radiografía las inextricables facetas emocionales que solapadamente marcan el destino de las personas.

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Lynley sacó el coche del aparcamiento y se internaron en el abundante tráfico que se dirigía hacia el sudeste por Parksfide.

– Usted asume que, cuando los vecinos la vieron salir a las siete, era la primera vez que se marchaba aquella mañana -dijo-. Eso es exactamente lo que quería que pensáramos, exactamente lo que quería que pensaran sus vecinos. Según sus propias declaraciones, aquella mañana se levantó poco después de las cinco, y dijo la verdad por si los mismos vecinos que la vieron salir a las siete habían visto luces más temprano y nos lo habían contado. Por lo tanto, podemos concluir que tuvo mucho tiempo para realizar un desplazamiento anterior a Cambridge.

– ¿Por qué ir por segunda vez? Si quería fingir que había descubierto el cadáver después de que Rosalyn la viera, ¿por qué no fue a la comisaría de policía entonces?

– No podía. No tenía otra elección. Tenía que cambiarse de ropa.

Havers le miró, aturdida.

– Muy bien. Debo confesar que no entiendo nada. ¿Qué tiene que ver la ropa con esto?

– Sangre -contestó St. James.

Lynley asintió con un gesto a su amigo por el espejo retrovisor antes de proseguir.

– No podía ir a la comisaría de policía para denunciar que había descubierto un cadáver si llevaba la chaqueta del chándal manchada con la sangre de la víctima.

– ¿Y por qué fue a la comisaría de policía, a fin de cuentas?

– Debía ubicarse en el lugar del crimen por si Rosalyn Simpson recordaba lo que había visto, cuando se propagara la noticia de la muerte de Elena Weaver, y acudía a la policía. Como usted ha dicho, debía fingir que había descubierto el cadáver. Aunque Rosalyn proporcionara a la policía una descripción precisa de la mujer que había visto por la mañana, y aunque esa descripción condujera a la policía local hasta Sarah Gordon, como así sería en cuanto Anthony Weaver se enterara, ¿cómo demonios iba a pensar nadie que había estado en la isla dos veces? ¿Cómo demonios iba a pensar nadie que había matado a la chica, vuelto a casa para cambiarse de ropa y regresado?

– Muy bien, señor. ¿Por qué demonios lo hizo?

– Para guardarse las espaldas -dijo St. James-, por si Rosalyn acudía a la policía antes de que ella se encargara de Rosalyn.

– Si llevaba una ropa diferente de la que llevaba el asesino cuando Rosalyn lo vio -siguió Lynley-, y si uno o más vecinos verificaban que no había salido de casa hasta las siete, ¿quién sospecharía que era la asesina de una chica que había muerto media hora antes?

– Pero Rosalyn dijo que la mujer tenía el cabello claro, señor. Prácticamente, era lo único que recordaba.

– En efecto. Una bufanda, una gorra, una peluca.

– ¿Para qué tomarse la molestia?

– Para que Elena pensara que había visto a Justine. -Lynley circunvaló la glorieta de Lensfield Road antes de continuar-. Desde el principio hemos tropezado con el factor tiempo, sargento. Por su culpa hemos desperdiciado dos días siguiendo pistas falsas sobre acosos sexuales, embarazos, amores no correspondidos, celos y relaciones ilícitas, cuando tendríamos que haber identificado el único punto común a todos, tanto víctimas como sospechosos. Todos pueden correr.

– Pero todo el mundo puede correr. -Havers dirigió una mirada de disculpa a St. James, quien, a lo sumo, solo podía cojear a una velocidad moderada-. Hablando en términos generales, quiero decir.

Lynley asintió con semblante malhumorado.

– Exactamente. En términos generales.

Barbara Havers lanzó un largo suspiro de frustración.

– Estoy despistadísima. Veo el medio. Veo la oportunidad. Pero no veo el móvil. En este caso, pienso que si alguien iba a ser golpeado y estrangulado, y si Sarah Gordon lo hizo, carece de sentido que la víctima fuera Elena, cuando Justine Weaver tenía todos los números. Examine los hechos. Dejando aparte el tiempo considerable que debió costarle a Sarah pintar el cuadro, que probablemente valdría cientos de libras, tal vez más, si bien lo que ignoro sobre arte podría llenar una biblioteca de buen tamaño, Justine lo destruyó. Manchar y rajar un óleo original se me antoja móvil suficiente, si quiere saber mi opinión. Y su marido no debió tomarse a broma que diera rienda suelta a sus sentimientos de aquella manera, destruyendo una obra de arte auténtica, pintada por una artista auténtica, de auténtica reputación. De hecho, no hubiera sido de extrañar que la matara, después de ver lo que había hecho. Entonces, ¿por qué cargarse a Elena? -Su voz adoptó un tono pensativo-. A menos que Justine no destrozara el cuadro. A menos que Elena… ¿Es eso lo que piensa, inspector?

Lynley no contestó, sino que, antes de llegar al puente que cruzaba el río en Fen Causeway, paró el coche en la cuneta.

– Enseguida vuelvo -dijo, sin parar el motor.

Desapareció en la niebla cuando no se había alejado ni diez pasos del Bentley.

No cruzó la calle para mirar la isla por tercera vez. Ya no podía revelarle más secretos. Sabía que desde la calzada vería las formas de los árboles, el contorno brumoso del puente peatonal que cruzaba el río, y tal vez la silueta de las aves que surcaban el agua. Vería Coe Fen como una opaca pantalla grisácea. Y nada más. Si las luces de Peterhouse conseguían perforar la inmensa y tenebrosa extensión de niebla, se verían como meras cabezas de alfiler, menos sustanciales que estrellas. Incluso Whistler lo habría considerado un reto difícil, pensó.

Por segunda vez, caminó hasta el final del puente, hasta la puerta de hierro. Y por segunda vez, reparó en que, cualquiera que corriera a lo largo del río desde Queen's, o desde St. Stephen, tendría tres posibilidades de llegar a Fen Causeway. Un giro a la izquierda y dejaría atrás el departamento de Ingeniería. Un giro a la derecha y se encaminaría hacia Newnham Road. O, como había comprobado personalmente el martes por la tarde, ella pudo seguir recto, cruzar la calle hasta donde él se encontraba ahora, pasar por la puerta y continuar hacia el sur por el río superior.

Lo que no había pensado el martes por la tarde era que, si alguien corría hacia la ciudad desde la dirección opuesta, también contaría con tres posibilidades. Lo que no había pensado el martes por la tarde, para empezar, era que alguien pudiera correr en dirección opuesta, comenzando por el río superior en lugar del inferior, y, por tanto, seguir el sendero superior y no el inferior, por el que Elena Weaver había corrido la mañana de su muerte. Ahora, contempló este sendero superior, y observó que desaparecía en la niebla como una fina línea trazada a lápiz. Al igual que el lunes, había escasa visibilidad, menos de seis metros, tal vez, pero el río y, por consiguiente, el sendero paralelo se dirigían hacia el norte en esta parte, sin que apenas una curva o una hondonada dieran lugar a que un caminante o un corredor (tanto si conocía el terreno como si no) se detuviera, vacilante.

Una bicicleta surgió de la niebla, y el faro fijado a los manillares arrojó un débil rayo de luz, no más ancho que un dedo índice. Cuando el ciclista, un joven barbudo tocado con un elegante sombrero, que no cuadraba con los tejanos descoloridos y la chaqueta negra, desmontó para abrir la puerta, Lynley le habló.

– ¿Adónde conduce este sendero?

El joven se ajustó el sombrero y miró hacia atrás, como si examinar el sendero le ayudara a contestar mejor a la pregunta. Se tiró de la barba, pensativo.

– Sigue el río un trecho.

– ¿Hasta dónde?

– No estoy seguro. Siempre lo cojo por Newnham Driftway. Nunca he ido en la otra dirección.

– ¿Va a Grantchester?

– ¿Este sendero? No, tío. No se va por aquí.

– Maldita sea.

Lynley contempló el río con el ceño fruncido, al darse cuenta de que debería revisar su teoría acerca de cómo se había llevado a cabo el asesinato de Elena Weaver.

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