Elizabeth George - Por el bien de Elena

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Por el bien de Elena: краткое содержание, описание и аннотация

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Una joven estudiante, hija de un profesor universitario, se convierte en el eje de una compleja trama. Las equívocas relaciones que Elena Weaver mantiene con sus amigos y amantes despiertan un abanico de oscuros sentimientos: celos, obsesión, amor, pasión, envidia. Un profesor casado la acosa sexualmente, un joven sordo le profesa devoción, un especialista en Shakespeare la persigue, la primera esposa y la joven amante del profesor Weaver le guardan rencor… La muerte de Elena, asesinada mientras hacía footing una neblinosa mañana, tal vez solo fue la consecuencia inevitable de la extraña atracción que ejercía en hombres y mujeres. Ambientada en Cambridge, esta novela radiografía las inextricables facetas emocionales que solapadamente marcan el destino de las personas.

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Un gato maulló en la oscuridad. Al instante siguiente apareció Seda. Salió de la sala de estar con absoluto sigilo, como un revienta pisos profesional. Se detuvo de repente al ver a Lynley y le examinó con mirada impertérrita. Luego, saltó sobre la encimera y se sentó con majestuosa tranquilidad. Enrolló la cola alrededor de sus patas delanteras. Lynley pasó de largo, los ojos clavados en el gato, los ojos del gato clavados en él, y se dirigió hacia la puerta que daba acceso a la sala de estar.

Estaba desierta, como la cocina. Con las cortinas cerradas, estaba llena de sombras e iluminada por la escasa luz del día que se filtraba por aquellas cortinas y por una abertura entre ellas. Un fuego ardía en la chimenea, siseaba a medida que la madera se convertía en cenizas. Un pequeño tronco descansaba sobre el suelo, como si Sarah Gordon hubiera estado a punto de añadirlo a los demás cuando la llegada de Anthony Weaver la interrumpió.

Lynley se quitó el abrigo y atravesó la sala de estar. Entró en el pasillo que conducía a la parte posterior de la casa. La puerta del estudio estaba entornada, pero surgía luz de la estrecha rendija, dibujando un triángulo transparente sobre el suelo de roble.

Oyó el murmullo de sus voces. Sarah Gordon estaba hablando. Su voz apenas era audible. Parecía agotada.

– No, Tony, no fue así.

– Dímelo de una vez, maldita sea.

En contraste, Weaver estaba ronco.

– Lo has olvidado, ¿verdad? Nunca me pediste que te devolviera la llave.

– Oh, Dios mío.

– Sí. Después de que rompieras conmigo, pensé que habías pasado por alto la posibilidad de que aún podía entrar en tus habitaciones. Después, decidí que habías cambiado las cerraduras, porque te habría resultado más fácil que pedirme la llave y arriesgarte a que se produjera otra escena entre nosotros. Más tarde -una breve carcajada, carente de vida, dedicada sobre todo a ella-, empecé a creer que estabas esperando a asegurarte la cátedra Penford para telefonearme y pedirme que volviéramos a vernos. Y para eso necesitaba la llave, ¿no?

– ¿Cómo pudiste pensar que lo ocurrido entre nosotros…, de acuerdo, lo que yo provoqué que ocurriera, tuviera algo que ver con la cátedra Penford?

– Porque a mí no me puedes mentir, Tony, por más que te mientas a ti mismo y a los demás. Todo ha sido por culpa de la cátedra. Siempre lo fue y siempre lo será. Utilizaste a Elena como una excusa más noble en tu mente y más atractiva que la codicia académica. Mejor romper tu relación conmigo por tu hija que perder un ascenso, si todo el mundo se enteraba de que abandonabas a tu segunda esposa por otra mujer.

– Fue por Elena. Por Elena. Lo sabes muy bien. Todo lo hice por Elena.

– Oh, Tony. Basta, por favor.

– Nunca intentaste comprender lo nuestro. Al final, empezó a perdonarme, Sarah. Al final, empezó a aceptar a Justine. Estábamos construyendo algo juntos. Los tres formábamos una familia. Ella lo necesitaba.

– Tú lo necesitabas. Deseabas la apariencia que proporcionaba a tu público.

– Me arriesgaba a perderla si abandonaba a Justine. Empezaba a nacer una relación entre ellas, y si abandonaba a Justine, como había abandonado a Glyn, me arriesgaba a perder a Elena para siempre. Y Elena era lo primero. -Habló en voz más alta mientras se movía por el estudio-. Vino a nuestra casa, Sarah. Vio lo feliz que podía ser un matrimonio. Yo no podía destruir eso. No podía traicionar lo que ella creía de nosotros, abandonando a mi mujer.

– Y, en cambio, destruiste mi mejor faceta. Al fin y al cabo, era lo más conveniente.

– Tenía que conservar a Justine. Debía aceptar sus condiciones.

– Por la cátedra Penford.

– ¡No, maldita sea! ¡Lo hice por Elena! Por mi hija. Por Elena. Tú nunca lo comprendiste. No quisiste comprenderlo. No quisiste pensar en lo que yo podía sentir, además de…

– ¿Narcisismo? ¿Interés?

En respuesta, se oyó el ruido de metal al chocar contra metal. Era el sonido inconfundible de una bala al ser introducida en una escopeta. Lynley se acercó a unos centímetros de la puerta del estudio, pero tanto Weaver como Sarah Gordon estaban fuera de su campo de visión. Intentó localizar sus posiciones por el sonido de la voz. Apoyó una mano sobré la madera.

– No creo que vayas a disparar, Tony -dijo Sarah Gordon-, ni tampoco que quieras entregarme a la policía. En ambos casos, el escándalo acabaría contigo, y no creo que desees eso. Sobre todo después de lo que ya ha pasado entre nosotros.

– Mataste a mi hija. Telefoneaste a Justine desde mis habitaciones el domingo por la noche, la engañaste para que Elena fuera a correr sola, y luego la mataste. Elena. Asesinaste a Elena.

– Tu creación. Sí, Tony. Yo maté a Elena.

– Nunca te hizo daño. Ni siquiera sabía…

– ¿Que tú y yo éramos amantes? No, nunca lo supo. Cumplí mi promesa. Nunca se lo dije. Murió pensando que eras fiel a Justine. Eso era lo que querías que pensara, ¿no? ¿No querías que lo pensara todo el mundo?

Aunque enormemente cansada, su voz era más firme que la de él. Ella estaría de cara a la puerta, pensó Lynley. La empujó poco a poco. Se movió unos centímetros. Vio el borde del abrigo de tweed de Weaver. Vio la culata de la escopeta, apoyada en su cadera.

– ¿Cómo pudiste hacerlo? Tú la conocías, Sarah. Se sentaba en esta habitación, dejaba que la dibujaras, posaba para ti, hablaba y…

Un sollozo quebró su voz.

– ¿Y? ¿Y, Tony? ¿Y? -Lanzó una breve y amarga carcajada cuando él no respondió-. Y yo la pintaba. Así era, pero no terminó ahí. Justine se encargó de ello.

– No.

– Sí. Mi creación, Tony. El único ejemplar. Como Elena.

– Intenté explicarte cuánto lamentaba…

– ¿Lamentabas? ¿Lamentabas?

Por primera vez, su voz se quebró.

– Tuve que aceptar sus condiciones cuando se enteró de lo nuestro. No tuve otra elección.

– Ni yo.

– Y mataste a mi hija, a un ser humano, de carne y hueso, no a una tela carente de vida… para vengarte.

– No quería venganza. Quería justicia, pero no iba a lograrla en los tribunales, porque la pintura era tuya, mi regalo. No importaba hasta qué punto me había volcado en ella, porque ya no me pertenecía. El caso estaba perdido. Tuve que equilibrar la balanza.

– Como yo ahora.

Se produjo un movimiento en la habitación. Sarah Gordon se colocó en línea con la puerta. Iba envuelta en una manta, el cabello enmarañado y descalza. Tenía la cara pálida, incluso los labios.

– Tu coche está en el camino particular. Alguien te habrá visto llegar. ¿Cómo piensas matarme y salir impune?

– Me da igual.

– ¿El escándalo? No habrá ninguno, ¿verdad? El apesadumbrado padre impulsado a la violencia por la muerte de su hija. -Enderezó los hombros y le miró a la cara-. ¿Sabes?, creo que deberías darme las gracias por matarla. Con la opinión pública volcada en tu favor, tienes la cátedra garantizada.

– Maldita seas…

– ¿Cómo demonios conseguirás apretar el gatillo sin que Justine te ayude a sostener el arma?

– Lo conseguiré, créeme. Con mucho placer.

Avanzó un paso hacia ella.

– ¡Weaver! -gritó Lynley, y abrió la puerta al mismo tiempo.

Weaver se volvió hacia él. Lynley se arrojó al suelo. La escopeta disparó. Una ensordecedora explosión resonó en el estudio. El olor a pólvora impregnó el aire. Dio la impresión de que una nube de polvo negro azulado surgía como por arte de magia. A través de ella, vio que Sarah Gordon se derrumbaba sobre el suelo, a menos de un metro y medio de él.

Antes de que pudiera moverse, oyó de nuevo el familiar ruido metálico, cuando Weaver volvió a cargar el arma. Se puso en pie antes de que el profesor de historia volviera la escopeta contra él. Lynley saltó y apartó el arma de un manotazo. Se disparó por segunda vez, justo cuando la puerta principal de la casa se abría. Media docena de policías corrieron por el pasillo e irrumpieron en el estudio, con los fusiles preparados para disparar.

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