Elizabeth George - Por el bien de Elena

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Por el bien de Elena: краткое содержание, описание и аннотация

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Una joven estudiante, hija de un profesor universitario, se convierte en el eje de una compleja trama. Las equívocas relaciones que Elena Weaver mantiene con sus amigos y amantes despiertan un abanico de oscuros sentimientos: celos, obsesión, amor, pasión, envidia. Un profesor casado la acosa sexualmente, un joven sordo le profesa devoción, un especialista en Shakespeare la persigue, la primera esposa y la joven amante del profesor Weaver le guardan rencor… La muerte de Elena, asesinada mientras hacía footing una neblinosa mañana, tal vez solo fue la consecuencia inevitable de la extraña atracción que ejercía en hombres y mujeres. Ambientada en Cambridge, esta novela radiografía las inextricables facetas emocionales que solapadamente marcan el destino de las personas.

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– ¡No disparen! -gritó Lynley. Los oídos le zumbaban.

De hecho, no había necesidad de más violencia, porque Weaver se había desplomado sobre un taburete. Se quitó las gafas y las tiró al suelo. Pisoteó los cristales.

– Tenía que hacerlo -dijo-. Por Elena.

Era el mismo equipo de analistas que había hecho los honores cuando la muerte de Georgina Higgins-Hart. Llegó pocos minutos después de que la ambulancia saliera a toda velocidad hacia el hospital, abriéndose paso entre los curiosos que se habían congregado al principio del camino particular. El señor Davies y el señor Jeffries constituían el centro de atención, orgullosos de hacerse notar, orgullosos de anunciar a todos los reunidos su certeza de que algo iba mal en cuanto vieron a la mujer regordeta conduciendo a Llama hacia la taberna.

– Sarah nunca permitiría que una persona cualquiera se llevara a Llama -dijo el señor Davies-. Ni siquiera le puso la correa. Supe que algo iba mal en cuanto vi eso.

En otras circunstancias, la repetida presencia del señor Davies habría irritado a Lynley, pero en este momento el hombre era como un regalo del cielo, porque el perro de Sarah Gordon le conocía, reconoció su voz y quiso ir con él, a pesar de que habían sacado a su dueña de la casa, vendado su herida y aplicado un torniquete para detener la hemorragia de la arteria.

– Me llevaré también al gato -dijo el señor Davies, mientras bajaba por el camino con el perro pegado a sus talones-. Al señor Jeffries y a mí no nos gustan mucho los gatos, pero no queremos que la pobre criatura vague perdida hasta que Sarah vuelva a casa. -Lanzó una mirada inquieta en dirección a la casa de Sarah, donde varios miembros de la policía estaban conversando-. Porque Sarah volverá a casa, ¿no? No le pasará nada.

– No le pasará nada.

Había recibido el disparo en su brazo derecho y, a juzgar por los comentarios de los empleados de la ambulancia acerca de la gravedad de sus heridas, Lynley se preguntó si su frase tenía mucho sentido. Caminó de vuelta a la casa.

Oyó las perentorias preguntas que formulaba en el estudio la sargento Havers, así como las respuestas cansadas de Anthony Weaver. Oyó los movimientos del equipo de analistas, que recogía pruebas. Se cerró un armario y St. James dijo al superintendente Sheehan:

– Aquí está la moleta.

Lynley no se reunió con ellos.

En cambio, entró en la sala de estar y examinó algunas de las obras ejecutadas por Sarah Gordon, que colgaban de las paredes: cuatro jóvenes negros (tres agachados y uno de pie) congregados alrededor de un portal, en uno de los bloques de casas más ruinosos de Londres; un viejo vendedor de castañas que ofrecía su mercancía ante la puerta del metro de Leicester Square, mientras la gente bien vestida y cubierta de pieles que iba al cine pasaba de largo; un minero y su mujer en la cocina de su miserable casa de Gales.

Sabía que algunos artistas se limitaban a exhibir en sus obras una técnica brillante, poco arriesgada y vacía de contenido. Algunos artistas se convertían en meros expertos en su especialidad, y trabajaban la arcilla, la piedra, la madera o la pintura con la misma destreza y falta de esfuerzo de cualquier artesano corriente. Y otros artistas intentaban crear algo de la nada, poner orden en el caos, exigiéndose que su habilidad para comunicar estructura y composición, color y equilibrio, y cada obra creada, sirvieran también para comunicar un problema determinado. Una obra de arte exige a la gente que se detenga y mire, en un mundo de imágenes en movimiento. Si la gente dedica tiempo a detenerse ante telas, bronce, cristal o madera, el esfuerzo meritorio es aquel que trasciende el panegírico no verbalizado del talento de su creador. Invita a pensar, no solo a concederle atención.

Comprendió que Sarah Gordon era ese tipo de artista. Había entregado su pasión a los lienzos y a la piedra. Solo había fracasado al intentar entregarla a la vida.

– ¿Inspector?

La sargento Havers entró en la sala.

– No sé si su intención era disparar sobre ella, Barbara -dijo Lynley, sin apartar la vista del cuadro de los niños paquistaníes-. La estaba amenazando, sí, pero es posible que el arma se haya disparado por accidente. Tendré que manifestarlo así en el tribunal.

– Diga lo que diga, no lo tiene muy bien.

– Su culpabilidad es discutible. Solo necesita un buen abogado y la compasión del público.

– Tal vez, pero usted hizo lo que pudo. -Extendió la mano, en la que sujetaba una hoja de papel doblada-. Uno de los hombres de Sheehan encontró una escopeta en el maletero del coche de Sarah. Y Weaver llevaba eso encima. No ha querido hablar del tema.

Lynley cogió el papel, lo desdobló y vio un dibujo, un hermoso tigre atacando a un unicornio, cuya boca se abría en un mudo grito de terror y dolor.

Havers prosiguió.

– Solo dijo que lo encontró dentro de un sobre en sus habitaciones del College, cuando fue ayer a hablar con Adam Jenn. ¿Qué opina, señor? Recuerdo que Elena tenía las paredes llenas de unicornios, pero no entiendo lo del tigre.

Lynley le devolvió el papel.

– Es una tigresa -dijo, y por fin comprendió la reacción de Sarah Gordon cuando le mencionó a Whistler el primer día que había hablado con ella. No fue por las críticas sobre John Ruskin, ni por arte, ni por haber pintado la noche o la niebla. Fue por la mujer que había sido amante del artista, la molinera anónima a la que llamaba la Tigresse -. Le comunicaba que había asesinado a su hija.

Havers se quedó boquiabierta.

– ¿Porqué?

– Era la única manera de completar el círculo de ruina que se habían infligido mutuamente. Él destruyó su creación y su capacidad de crear. Ella lo sabía. Quería que él supiera que ella había destruido la suya.

Capítulo 22

Justine salió a recibirle a la puerta. Acababa de insertar la llave en la cerradura cuando ella la abrió. Anthony vio que aún no se había cambiado, y aunque llevaba el traje negro y la blusa gris perla desde hacía trece horas, no se veía ni una arruga, como si terminara de vestirse.

Justine miró hacia las luces del coche policial, que iba marcha atrás por el camino particular.

– ¿Dónde has estado? -preguntó-. ¿Dónde está el Citroen? Anthony, ¿dónde están tus gafas?

Le siguió al estudio y se quedó en la puerta, mientras él buscaba en el escritorio unas gafas de concha que no utilizaba desde hacía años. Sus gafitas de Woody Allen, decía Elena. «Papá, te dan aspecto de patán.» No las había vuelto a llevar.

Miró a la ventana y vio su reflejo, y a su mujer detrás de él. Era una mujer adorable. Durante los diez años de su matrimonio le había pedido muy poco, solo que la amara, solo que estuviera con ella. A cambio, había creado este hogar, en el cual recibía a sus colegas. Le había brindado apoyo, había creído en su futuro, le había sido perfectamente fiel, pero no había podido darle la inefable comunicación que existe entre dos personas cuando sus almas están unidas.

Mientras trabajaron por una meta común (buscar una casa, pintar y decorar, comprar muebles, mirar coches, diseñar un jardín), creyeron en la ilusión de que formaban el matrimonio ideal. Anthony había llegado a pensar: «Vamos a ser un matrimonio feliz. Es regenerativo, devoto, comprometido, tierno, cariñoso y fuerte. Hasta somos del mismo signo zodiacal, Géminis, los gemelos. Es como si hubiéramos sido el uno para el otro desde nuestro nacimiento».

Pero cuando desaparecieron los puntos comunes superficiales, una vez comprada la casa y amueblada a la perfección, una vez plantado el jardín y guardados en el garaje los bonitos coches franceses, descubrió que perduraba una vaciedad indefinible y una vaga e inquietante sensación de necesitar algo más.

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