Elizabeth George - Por el bien de Elena

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Por el bien de Elena: краткое содержание, описание и аннотация

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Una joven estudiante, hija de un profesor universitario, se convierte en el eje de una compleja trama. Las equívocas relaciones que Elena Weaver mantiene con sus amigos y amantes despiertan un abanico de oscuros sentimientos: celos, obsesión, amor, pasión, envidia. Un profesor casado la acosa sexualmente, un joven sordo le profesa devoción, un especialista en Shakespeare la persigue, la primera esposa y la joven amante del profesor Weaver le guardan rencor… La muerte de Elena, asesinada mientras hacía footing una neblinosa mañana, tal vez solo fue la consecuencia inevitable de la extraña atracción que ejercía en hombres y mujeres. Ambientada en Cambridge, esta novela radiografía las inextricables facetas emocionales que solapadamente marcan el destino de las personas.

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Destrozó el cuadro contra el poste de la escalera. Una lluvia de cristales cayó sobre el suelo de parquet.

– ¡Anthony! -Justine le cogió del brazo-. ¡No! Son tus cuadros. Son tu arte. ¡No lo hagas!

Golpeó el segundo con mayor fuerza. Notó el dolor del impacto contra el poste de madera, que se propagó por su brazo como una bala de cañón. Los cristales salieron despedidos hacia su cara.

– Yo no tengo arte -dijo.

A pesar del frío, Barbara salió con su taza de café al descuidado jardín trasero de la casa de Acton y se sentó en el gélido bloque de hormigón que hacía las veces de peldaño. Se ciñó más el abrigo y depositó la taza sobre su rodilla. Aún no había oscurecido por completo (es imposible cuando se está rodeado por varios millones de personas y por una bulliciosa metrópolis), pero las densas sombras de la noche convertían el jardín en un lugar más desconocido que el interior de la casa, en uno menos abrumado por el conflicto desatado entre las fuerzas opuestas del sentimiento de culpabilidad y la pura necesidad.

¿Qué clase de vínculo existe en realidad entre un padre y un hijo?, se preguntó. ¿En qué momento resulta necesario romperlo o redefinirlo?

Durante los últimos diez años de su vida, había llegado a creer que nunca tendría hijos. Al principio, esta certeza le resultó dolorosa, inextricablemente relacionada con la otra certeza de que nunca se casaría. Sabía muy bien que el matrimonio no era un requisito indispensable para la maternidad. Cada vez era más frecuente que un solo padre adoptara un niño, y ahora que tenía su carrera encauzada, podía aspirar sin demasiados obstáculos a esa perspectiva. Si se presentara voluntaria para adoptar a un niño difícil de colocar, su éxito estaría prácticamente garantizado. Sin embargo, tal vez de una manera en exceso convencional, siempre había considerado la paternidad como una cuestión de dos. Y como la probabilidad de encontrar un compañero se hacía más remota cada año, la lejana posibilidad de ser madre se iba esfumando, como una fantasía poco acorde con la realidad de sus circunstancias.

No pensaba en ello muy a menudo. Casi siempre estaba demasiado ocupada para meditar sobre un futuro que presentía resbaladizo, pero, mientras la mayoría de la gente, al envejecer, veía crecer a su familia, así como los lazos derivados del matrimonio y los hijos, su familia iba disminuyendo a marchas forzadas, y sus relaciones desaparecían una tras otra. Su hermano y su padre, ambos muertos y enterrados. Y ahora se enfrentaba a la perspectiva de cortar el último lazo con su madre.

Al final, la vida consiste en buscar la serenidad, pensó, todos estamos enfrascados en buscar la señal que desmienta nuestra soledad. Queremos un vínculo, un ancla que nos amarre al puerto seguro de tener un lugar, de pertenecer a alguien, de poseer algo más que las ropas de nuestros armarios, las casas en que vivimos o los coches que conducimos. Al final, solo la gente nos puede proporcionar serenidad. A pesar de que intentemos dotar a nuestras vidas de una apariencia de independencia, queremos ese vínculo, porque una relación vital con otro ser humano siempre aporta la posibilidad de actuar con el fin de ganar nuestra autoaprobación. Si me quieren, soy valioso. Si me necesitan, soy valioso. Si mantengo esta relación a pesar de todas las dificultades, soy una persona íntegra.

¿Cuál era la auténtica diferencia entre Anthony Weaver y ella? ¿Acaso no gobernaba su comportamiento, como en el caso del profesor, la angustia de que el mundo le retirara su aprobación? ¿Acaso su comportamiento, como el de él, no enmascaraba la desesperación que produce la culpa?

– Mamá ha estado muy bien, Barbie -había dicho la señora Gustafson-. Empezó un poco pasada de rosca. Al principio, pasó de mí y siguió llamándome Doris. Después, no quiso comer las pastas de té. Y no quiso tomar la sopa. Cuando vino el cartero, creyó que era tu papá y no paró de repetir que quería marcharse con él. A Mallorca, dijo. Jimmy me prometió que iríamos a Mallorca, dijo. Y, cuando intenté decirle que no era Jimmy, casi me pone de patitas en la calle, pero al final se calmó. -Se llevó la mano a la peluca con un gesto nervioso, como un pájaro vacilante, y acarició con los dedos los tiesos rizos grises-. No ha querido ir al váter. No sé por qué. Pero está viendo la tele. Se ha portado a las mil maravillas desde hace tres horas.

Barbara la encontró en la sala de estar, sentada en la raída butaca de su marido, reclinada sobre el hueco grasiento que la cabeza del hombre había producido a lo largo de los años. La televisión rugía a un volumen equivalente a la falta de audición de la señora Gustafson. Vio a Humphrey Bogart y Lauren Bacall, la película en que ella decía: «Si me necesitas, silba». Barbara la había visto una docena de veces, como mínimo, y bajó el volumen justo cuando Bacall se contoneaba por última vez en dirección a Bogart. Era el momento favorito de Barbara. Siempre le había gustado su promesa velada de un futuro.

– Ahora está bien, Barbie -dijo la señora Gustafson desde la puerta, nerviosa-. Ya lo ves.

La señora Havers se había derrumbado sobre un lado de la silla. Tenía la boca abierta. Sus manos jugaban con el borde de su vestido, que se había levantado hasta los muslos. El olor a excrementos y orina impregnaba el aire que la rodeaba.

– ¿Mamá? -dijo Barbara.

La mujer no respondió, pero tarareó cuatro notas, como si tuviera la intención de empezar a cantar.

– ¿Ves lo tranquila y quieta que está? -dijo la señora Gustafson-. Tu mamá, cuando quiere, es una joya.

El tubo de la aspiradora estaba enrollado a pocos centímetros de los pies de su madre, en el suelo.

– ¿Qué hace eso aquí? -preguntó Barbara.

– Bueno, Barbie, eso ayuda a tenerla…

Barbara notó que algo pugnaba por surgir de su interior, como una presa que se viene abajo cuando ya no puede aguantar la presión del agua.

– ¿Ni siquiera ha reparado en que se ha hecho las necesidades encima? -preguntó a la señora Gustafson. Le pareció milagroso que su voz sonara tan serena.

La señora Gustafson palideció.

– Te equivocas, Barbie. Se lo pregunté dos veces. No quiso ir al váter.

– ¿Es que no huele? ¿No vino a verla? ¿La dejó sola?

Una sonrisa vacilante tembló en los labios de la mujer.

– Ya veo que te has enfadado un poco, Barbie, pero, si pasaras mucho tiempo con ella…

– He pasado años con ella. Toda mi vida, con ella.

– Solo quería decir…

– Gracias, señora Gustafson. No la volveré a necesitar más.

– Bueno, yo… -La señora Gustafson retorció la tela de su vestido, más o menos sobre el corazón-. Después de todo lo que he hecho…

– Tiene razón -dijo Barbara.

Se agitó en el peldaño, notó que el frío se filtraba por sus pantalones, intentó expulsar de su mente la imagen de su madre, fláccida como una muñeca de trapo en aquella silla, reducida a la inercia. Barbara la había bañado. Una infinita tristeza la invadió al ver su piel arrugada. La llevó a la cama, la tapó con las mantas y cerró la luz. Su madre no había pronunciado palabra en todo el rato. Era como un muerto viviente.

A veces, la acción más correcta es la más obvia, había dicho Lynley. Era cierto. Había sabido desde el primer momento lo que debía hacer, lo que era correcto, lo que era mejor, lo que era más apropiado para su madre. Barbara se había mostrado indecisa por el temor de ser juzgada como cruel e indiferente (por un mundo que, bien sabía, era sobre todo cruel e indiferente). Había esperado directrices, instrucciones o permisos que jamás recibiría. La decisión dependía de ella, como siempre. Lo que no había comprendido era que el juicio también dependía de ella.

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