Las puertas de la iglesia se abrieron y la procesión empezó a salir con lentitud, encabezada por el ataúd de color bronce que era transportado a hombros de seis muchachos. Uno de ellos era Adam Jenn. Le seguían los familiares más cercanos: Anthony Weaver y su anterior esposa, y detrás de ellos Justine. Y después, una enorme multitud de autoridades universitarias, colegas y amigos de los Weaver, e innumerables estudiantes y profesores de St. Stephen. Lynley reconoció entre ellos a Victor Troughton, acompañado de su regordeta mujer.
El rostro de Weaver no expresó la menor reacción cuando pasó junto a Lynley, y siguió al ataúd cubierto con una sábana cubierta de pálidas rosas. Su olor endulzaba el aire. Cuando la puerta posterior del coche fúnebre se cerró sobre el ataúd y un empleado de la funeraria entró para retocar la caverna de flores que rodeaba al ataúd, la multitud se apretujó alrededor de Weaver, Glyn y Justine, hombres enlutados y mujeres de rostro melancólico que les ofrecían su afecto y condolencias. Entre ellos se encontraba Terence Cuff, y hacia este se dirigió el conserje del College con un grueso sobre de color crema en la mano, que entregó al director del colegio con una palabra pronunciada en voz muy baja. Cuff se inclinó para oír mejor.
Asintió y abrió el sobre. Sus ojos examinaron el mensaje. Una breve sonrisa relampagueó en su rostro. No estaba lejos de Anthony Weaver, y solo tardó un momento en ponerse a su lado y murmurar las palabras que la multitud captó.
Lynley las oyó desde varias direcciones a la vez.
– La cátedra Penford.
– Ha sido elegido…
– Merecía…
– … un honor…
– ¿Qué pasa? -preguntó Havers.
Lynley vio que Weaver bajaba la cabeza, se llevaba un puño al bigote, levantaba la cabeza y la sacudía, tal vez perplejo, tal vez conmovido, tal vez con humildad, tal vez incrédulo.
– El doctor Anthony Weaver acaba de llegar a la cima de su carrera delante de nuestros propios ojos, sargento. Ha sido nombrado titular de la cátedra Penford de Historia.
– ¿De veras? Me cago en la leche.
Justo lo que yo pienso, se dijo Lynley. Siguieron inmóviles unos segundos más, viendo cómo las condolencias se convertían en veloces felicitaciones, escuchando los murmullos de las conversaciones que hablaban del triunfo logrado poco después de la tragedia.
– Si le acusan -preguntó Havers-, si va a juicio, ¿le quitarán la cátedra?
– Las cátedras son de por vida, sargento.
– Pero ¿no saben…?
– ¿Lo que hizo ayer? ¿Se refiere al comité de selección? Imposible. Debieron tomar la decisión al mismo tiempo, más o menos. Y aunque lo supieran, aunque hubieran tomado la decisión esta mañana, solo era un padre espoleado por el dolor, a fin de cuentas.
Se apartaron de la multitud y caminaron hacia Trinity Hall. Havers arrastraba los pies, con la vista fija en las puntas de sus zapatos. Hundió las manos en los bolsillos del abrigo.
– ¿Lo que hizo por la cátedra? -preguntó de repente-. ¿Quiso que Elena estudiara en St. Stephen por la cátedra? ¿Quiso que se portara bien por la cátedra? ¿Quiso seguir casado con Justine por ese motivo? ¿Quiso terminar su relación con Sarah Gordon por eso?
– Nunca lo sabremos, Havers -respondió Lynley-. Y tampoco estoy seguro de que Weaver lo sepa.
– ¿Porqué?
– Porque todavía ha de mirarse cada mañana en el espejo. ¿Cómo podrá hacerlo si empieza a investigar en su vida, buscando la verdad?
Doblaron la curva y se internaron en Garret Hostel Lane. Havers se detuvo en seco y se dio una palmada en la frente, al tiempo que emitía un gruñido.
– ¡El libro de Nkata! -exclamó.
– ¿Qué?
– Prometí a Nkata que miraría en algunas librerías. Tengo que buscar… Ahora no me acuerdo… ¿Dónde he dejado el maldito…? -Abrió la cremallera del bolso y empezó a remover-. Siga sin mí, inspector.
– Pero hemos dejado su coche…
– Da igual. La comisaría no está lejos y quiero hablar con Sheehan antes de regresar a Londres.
– Pero…
– Esté tranquilo, no hay problema. Ya nos veremos. Adiós.
Y desapareció por la esquina, agitando la mano a modo de despedida.
Lynley la siguió con la mirada. El agente detective Nkata no había leído un libro desde hacía diez años, si no más, por lo que él sabía. Su idea de una velada divertida consistía en obligar al jefe de la brigada de artificieros a que volviera a relatar la historia de cómo, cuando estaba destinado a las fuerzas antidisturbios, había perdido un ojo en un altercado que había tenido lugar en Brixton, instigado probablemente por el propio Nkata durante su juventud, cuando era el jefe de los Guerreros de Brixton. Hablaban y discutían mientras tomaban huevos duros, cebollas en escabeche y cerveza. Y, si abordaban otros temas, seguro que ninguno era la literatura. ¿Qué estaba tramando Havers?
Lynley volvió a la carretera y vio la respuesta, sentada sobre una enorme maleta de color tostado, al lado de su coche. Havers la había visto cuando doblaron la esquina. Había visto el futuro y dejado que se enfrentara solo a él.
Lady Helen se levantó.
– Tommy -dijo.
Lynley caminó a su encuentro, intentando mantener los ojos apartados de la maleta, por si significaba otra cosa de la que pensaba.
– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó.
– Suerte y el teléfono. -Ella sonrió-. Y por saber que necesitas terminar lo que has empezado, aunque no puedas terminarlo como te hubiera gustado. -Miró en dirección a Trinity Lane, donde los coches empezaban a marcharse y la gente a murmurar despedidas-. Todo ha terminado, pues.
– La parte oficial.
– ¿Y el resto?
– ¿El resto?
– La parte donde te culpas por no ser más rápido, por no ser más listo, por no ser capaz de impedir que la gente se haga daño.
– Ah, esa parte.
Siguió con los ojos a un grupo de estudiantes que pasó a su lado en bicicleta en dirección al Cam, mientras las campanas de St. Stephen acompañaban el final del funeral.
– No lo sé, Helen. Tengo la impresión de que esa parte nunca se acaba para mí.
– Pareces agotado.
– He estado en pie toda la noche. Necesito ir a casa. Necesito dormir un poco.
– Llévame contigo.
Se volvió hacia ella. Las palabras de lady Helen fueron pronunciadas con suavidad y decisión, pero no parecía estar muy segura de cómo serían recibidas. Y él no quería malinterpretarlas, ni permitir que la esperanza plantara raíces en su pecho.
– ¿A Londres? -preguntó.
– A casa. Contigo.
Qué extraño, pensó Lynley. Se sentía como si alguien le hubiera acuchillado sin el menor dolor y todas las fuerzas de su vida se estuvieran escapando. Una sensación extrañísima, en la que huesos, sangre y tendones se transformaban en un torrente palpable que brotaba de su corazón y le envolvía. La veía con absoluta claridad, sentía la presencia de su propio cuerpo, pero no podía hablar.
Lady Helen vaciló ante su mirada, tal vez creyendo que había cometido una equivocación.
– O me dejas en la plaza Onslow. Estás cansado. No te apetecerá compañía. Y seguro que mi piso necesita airearse. Caroline no volverá todavía. Está con sus padres…, ¿no te lo había dicho?, y he de ver cómo están las cosas, porque…
Lynley encontró por fin la voz.
– No existen garantías, Helen. En esto, no. Ni en nada.
La expresión de Helen se suavizó.
– Ya lo sé -dijo.
– ¿Y no te importa?
– Claro que me importa, pero tú me importas más. Y tú y yo importamos. Los dos. Como pareja.
Lynley se negó a sentir todavía felicidad. Parecía un estado de la vida demasiado efímero. Por un momento, permaneció inmóvil y se dedicó a sentir: el aire frío procedente de Las Lomas y el río, el peso de su abrigo, la tierra bajo sus pies. Y luego, cuando estuvo más seguro de poder soportar cualquier réplica de lady Helen, habló.
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