Elizabeth George - Por el bien de Elena

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Por el bien de Elena: краткое содержание, описание и аннотация

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Una joven estudiante, hija de un profesor universitario, se convierte en el eje de una compleja trama. Las equívocas relaciones que Elena Weaver mantiene con sus amigos y amantes despiertan un abanico de oscuros sentimientos: celos, obsesión, amor, pasión, envidia. Un profesor casado la acosa sexualmente, un joven sordo le profesa devoción, un especialista en Shakespeare la persigue, la primera esposa y la joven amante del profesor Weaver le guardan rencor… La muerte de Elena, asesinada mientras hacía footing una neblinosa mañana, tal vez solo fue la consecuencia inevitable de la extraña atracción que ejercía en hombres y mujeres. Ambientada en Cambridge, esta novela radiografía las inextricables facetas emocionales que solapadamente marcan el destino de las personas.

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También le había apoyado en esto. No le imitó (el arte no la interesaba en exceso), pero admiró sus dibujos, montó y enmarcó sus acuarelas y recortó el anuncio aparecido en el periódico local anunciando las clases de Sarah Gordon. Esto te gustaría, cariño, le dijo. Nunca he oído hablar de ella, pero el diario dice que posee un talento sorprendente. ¿No sería maravilloso que conocieras a una auténtica artista?

Y esa fue la mayor de las ironías, que la hubiera conocido por mediación de Justine. Que Justine le hubiera descubierto la presencia de Sarah Gordon en Grantchester completaba el círculo de la historia de una manera bien equilibrada. Al fin y al cabo, Justine era la única responsable de los acontecimientos finales que redondeaban esta obscena tragedia, y era muy adecuado que también ella fuera la pieza fundamental que desencadenara los primeros acontecimientos, iniciados con una clase de dibujo en vivo que tuvo lugar en el estudio de Sarah Gordon.

Si todo ha terminado entre vosotros, deshazte del cuadro, había dicho Justine. Destrúyelo. Sácalo de mi vida. Sácala de mi vida.

No fue suficiente que lo desfigurara con pintura. Solo su completa destrucción mitigó la ira de Justine y aplacó el dolor de su infidelidad. Este acto de destrucción solo podía llevarse a cabo en un momento y lugar determinados, con el fin de convencer a su mujer de la sinceridad con que ponía fin a su relación con Sarah. Había hundido tres veces el cuchillo en la tela, mientras Justine presenciaba la escena. Sin embargo, fue incapaz de desembarazarse del cuadro destrozado.

Si ella hubiera sido la persona que yo necesitaba, nada de esto habría sucedido, pensó. Si hubiera sido capaz de abrir su corazón, si hubiera entrado en contacto con su espíritu, si crear hubiera significado para ella más que poseer, si hubiera hecho algo más que escuchar y fingir solidaridad, si hubiera tenido algo que decir sobre sí misma, sobre la vida, si hubiera intentado comprender quién y qué soy…

– ¿Dónde está el Citroen, Anthony? -repitió Justine-. ¿Dónde están tus gafas? ¿Dónde demonios has estado? Son más de las nueve.

– ¿Dónde está Glyn?

– En el baño, y gastando casi toda el agua caliente de la casa.

– Se irá mañana por la tarde. Me gustaría que la aguantaras hasta entonces. Al fin y al cabo…

– Sí, ya lo sé. Ha perdido a su hija. Está destrozada y yo debería ser capaz de pasar por alto todo lo que hace, y todo lo que dice, solo por eso. Bien, no pienso hacerlo. Y tú serás un idiota si lo haces.

– En ese caso, supongo que soy un idiota. -Se apartó de la ventana-. Claro que te has aprovechado de esa circunstancia más de una vez, ¿no?

Las mejillas de Justine se tiñeron de púrpura.

– Somos marido y mujer. Aceptamos un compromiso. Prestamos juramento en una iglesia. Al menos, yo. Y nunca lo he roto. Yo no fui la que…

– Muy bien. Ya lo sé.

Hacía calor en la sala. Necesitaba quitarse el abrigo, pero no logró reunir las fuerzas suficientes.

– ¿Dónde has estado? -preguntó Justine-. ¿Qué has hecho con el coche?

– Está en la comisaría de policía. No me dejaron conducir hasta casa.

– ¿Que no…? ¿La policía? ¿Qué ha pasado? ¿Qué ocurre?

– Nada. Ya no.

– ¿Qué quieres decir?

Daba la impresión de crecer a medida que la certeza se abría paso en su mente. Anthony casi vio cómo se tensaban sus músculos bajo la fina tela del traje.

– Has estado con ella. Lo leo en tu cara. Me lo prometiste, Anthony. Anthony, me lo juraste. Dijiste que había terminado.

– Y lo está, créeme.

Dejó el estudio y se encaminó a la sala de estar. Oyó sus tacones repiquetear detrás de él.

– Entonces, ¿qué…? ¿Has tenido un accidente? ¿El coche está averiado? ¿Te has hecho daño?

Daño, un accidente. Qué gran verdad. Tuvo ganas de reír ante la macabra coincidencia. Ella siempre pensaría que él era la víctima, no el vengador. No podría concebir que, por una vez, se había ocupado de resolver un asunto sin ayuda. No podría concebir que, por fin, hubiera actuado de motu propio, sin importarle las opiniones o las criticas, porque creía que tenía derecho a hacerlo. ¿Quién la podía culpar? ¿Cuándo había actuado por decisión propia? Aparte de abandonar a Glyn, y había pagado por ello durante los últimos quince años.

– Contéstame, Anthony. ¿Qué ha pasado hoy?

– Terminé algunas cosas. De una vez por todas.

Entró en la sala de estar.

– Anthony…

En otro tiempo había creído que los bodegones colgados sobre el sofá constituían su mejor obra. «Pinta algo que podamos colgar en la sala de estar, cariño. Emplea colores que combinen.» Lo había hecho. Albaricoques y amapolas. Una sola mirada bastaba para identificarlos. ¿Acaso no es el verdadero arte la reproducción precisa de la realidad?

Los había bajado de la pared para enseñárselos la primera noche de clase. A pesar de que enseñaba dibujo de modelos vivos, quería que conociera desde el principio su superioridad sobre los demás, talento en bruto a la espera de que alguien lo transformara en el nuevo Manet.

Ella le sorprendió desde el primer momento. Subida sobre un taburete en un rincón de su estudio, empezó por no impartir ninguna enseñanza. En cambio, habló. Encajó los pies entre los travesaños del taburete, apoyó los codos sobre las rodillas manchadas de pintura, sostuvo la cabeza entre las manos, de forma que los cabellos se derramaron entre sus dedos, y habló. A su lado tenía un caballete con un cuadro inacabado que plasmaba a un hombre abrazando a una niña de cabello revuelto. Mientras hablaba, no lo señaló en ningún momento. Esperaba que sus alumnos establecieran la relación.

– No han venido aquí para aprender a aplicar pintura a una tela -dijo al grupo.

Se componía de seis personas: tres mujeres mayores con guardapolvos y zapatos estilo Oxford, la esposa de un militar norteamericano con mucho tiempo libre, una chica griega de doce años cuyo padre estaba pasando un año en la universidad como catedrático invitado, y él. Supo al instante que era el estudiante más serio de todos. Daba la impresión de que Sarah le hablaba directamente.

– Cualquier idiota puede hacer manchones y llamarlo arte -continuó-. Este cursillo no tratará de eso. Han venido para plasmar algo de ustedes en el lienzo, para revelar quiénes son mediante su composición, su elección del color, su sentido del equilibrio. El reto consiste en saber qué se ha hecho antes y superarlo. El trabajo consiste en seleccionar una imagen, pero pintar un concepto. Puedo proporcionarles técnicas y métodos, pero lo que produzcan al final ha de surgir de su más íntimo ser, si quieren llamarlo arte. Y… -Sonrió. Era una sonrisa franca, extraña, desprovista por completo de afectación. No sabía que arrugaba su nariz de una manera muy poco atractiva. Y, si lo sabía, lo más probable era que no le importara. No parecía conceder mucha importancia a las apariencias-…, si carecen de auténtico ser, o si no tienen forma de descubrirlo, o si por algún motivo tienen miedo de sacarlo a la luz, aun así lograrán crear algo en la tela con sus pinturas. Será agradable de mirar y un placer para ustedes. Pero todo será técnica. No será arte, necesariamente. El propósito, nuestro propósito, es comunicarse a través de un medio. Para ello, han de tener algo que decir.

Sutileza es la clave, les había dicho. Un cuadro es un susurro. No es un grito.

Al final, se sintió avergonzado de la arrogancia que representaba traer sus acuarelas para enseñárselas, tan convencido de sus méritos. Decidió salir del estudio sin hacerse notar, con los cuadros envueltos en su papel marrón, tan protector y conveniente, pero no fue lo bastante rápido.

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