Elizabeth George - Cenizas de Rencor

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Olivia Whitelaw ha vivido su vida como polo negativo de la de su autoritaria madre: esta quería que estudiase, pero ella dejó el instituto y se fue a vivir con un hombre casado, quien no tardó en dejarla a su vez. Abandonada y embarazada, su madre solo la readmitió en casa a condición de que abortase… Ahora quizá es demasiado tarde para enderezar su destino, pero no así para intentar comprender los extraños mecanismos psicológicos por los que una hija puede, aun en su rebeldía, vivir al compás de los caprichos de su madre. Para intentar comprender cómo los actos de una persona pueden venir invariablemente determinados por el criterio de otra. Y cómo una relación emocional tan enrarecida puede involucrar a otras personas e incluso dar lugar a un siniestro crimen… Por su parte, el inspector Linley tendrá que hilar muy fino para llegar al meollo de este amargo entramado de sentimientos.

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– Espera -dije con una sonrisa-. Quiero recuperar el aliento.

Y me armé de valor. Esperamos.

Se oía música por una ventana abierta por encima de nuestras cabezas. Mi madre había plantado jazmines en el macetero de la ventana del comedor, que derramaban una cortina de largos zarcillos sobre las ventanas de la planta baja. Aspiré la fragancia de las flores.

– Escucha, Chris -dije-. Me las puedo arreglar sola. Vete.

– Me ocuparé de acomodarte.

– No hace falta que te molestes. Mi madre lo hará.

– No seas pesada, Livie.

Palmeó mi hombro y tocó el timbre.

Hasta aquí hemos llegado, pensé. Me pregunté qué demonios iba a decir para calmar el susto de mi madre cuando me viera sin tener la menor noticia. A Chris no le iba a gustar que le hubiera mentido.

Transcurrieron treinta segundos. Chris oprimió el botón de nuevo. Otros treinta segundos.

– ¿No me habías dicho…?

– Estará en el váter -dije. Saqué la llave de mi bolsillo y recé para que no hubiera cambiado la cerradura de la puerta. Qué alivio.

Nada más entrar, Chris se puso detrás de mí.

– ¿Madre? -llamé-. Soy Olivia. Estoy aquí.

La música que habíamos oído desde el porche venía de arriba. Frank Sinatra cantaba «My Way». La Voz se bastaba y sobraba para que nadie pudiera oír nada desde arriba.

– Está arriba -dijo Chris-. Iré a buscarla.

– No te conoce, Chris. Se llevará un susto de muerte.

– Si sabe que ibas a venir…

– Cree que vengo sola» ¡No! ¡Chris, no! -grité, cuando se encaminó a la escalera situada al final del pasillo.

– Señora Whitelaw -llamó mientras empezaba a subir-. Soy Chris Faraday. He venido con Livie. ¿Señora Whitelaw? He traído a Livie.

Desapareció en el rellano. Gruñí y cojeé hasta el comedor. No me cabía otra opción que hacer de tripas corazón y enfrentarme a lo inevitable.

Tenía que adoptar una postura de relativa superioridad. Entré por la puerta contigua del comedor al saloncito, donde contra una pared se apoyaba el elegante sofá de nogal forrado de terciopelo que había pertenecido a mi bisabuela desde la década de mil ochocientos cincuenta. Eso serviría.

Cuando conseguí acomodarme en el sofá, con el andador a un lado y convenientemente oculto, Chris regresó.

– No está-dijo-. Arriba no, al menos. Dios, este lugar me pone la carne de gallina, Livie. Parece un museo. Objetos por todas partes.

– ¿Estaba cerrada la puerta de su dormitorio? -Cuando negó con la cabeza, seguí-. Prueba en la cocina. Sigue el pasillo, atraviesa la puerta, baja la escalera. Si está allí, tendría que habernos oído.

Pero también habría oído el timbre de la puerta, claro. No se lo dije a Chris cuando prosiguió la búsqueda. Pasó un minuto. Frank Sinatra atacó «Luck Be a Lady», que se me antojó un buen augurio.

Oí que se abría la puerta de atrás, la que conducía al jardín y pensé, ya ha llegado. Respiré hondo para calmarme, me removí para acomodarme mejor en el sofá y confié en que Chris no le diera un susto de muerte cuando se toparan ante la cocina, pero un momento después oí la voz de Chris fuera.

– ¿Señora Whitelaw?

Entonces, comprendí que había sido él quien había abierto la puerta. Agucé el oído, pero solo le oí a él. Me pareció que estaba cruzando el jardín. Esperé su regreso con impaciencia.

Mi madre no estaba en ningún sitio, dijo cuando volvió a entrar en el saloncito unos tres minutos más tarde. Pero su coche sí estaba en el garaje, un BMW blanco. Es el suyo, ¿verdad?

Yo no tenía ni idea de qué coche tenía.

– Supongo que sí. Habrá ido a casa de algún vecino.-

– ¿Y Fleming?

– No lo sé. Quizá la ha acompañado. Da igual. Volverá de un momento a otro. Sabe que voy a venir. -Me concentré en pellizcar un chai oriental tirado sobre el respaldo del sofá-. Has dejado la camioneta en marcha

– le recordé con la mayor delicadeza posible, teniendo en cuenta las ganas que tenía de que se marchara antes de que mi madre llegara-. Vete. Todo irá bien.

– No me gusta dejarte sola así.

– No estoy sola, Chris. Vete. No seas pesado. Ya no soy una niña. Me las arreglaré.

Se cruzó de brazos y estudió mi cara desde la puerta. Sabía que estaba llevando a cabo una lectura sísmica para calcular la veracidad de mis palabras, pero en la cuestión de mentir, Chris Faraday nunca había estado a mi altura.

– Vete -dije-. La unidad de asalto te está esperando.

– ¿Telefonearás a Max si hay problemas?

– No habrá problemas.

– ¿Y si los hay?

– Telefonearé a Max. Vete. Tienes cosas que hacer.

Se acercó al sofá, se inclinó, besó mi mejilla.

– De acuerdo -dijo-. Me voy. -Seguía vacilando. Pensé que estaba a punto de adivinar la verdad, de decir «Tu madre no tiene ni idea de esto, ¿verdad?», pero se mordisqueó un momento el labio superior y dijo-: Te he decepcionado.

– Gilipollas. -Acaricié sus dedos con mi puño-. Vete. Por favor. Lo que vamos a decir no es asunto tuyo.

Fueron las palabras mágicas. Contuve el aliento hasta que oí cerrarse la puerta principal. Me recliné contra el pesado respaldo de nogal y traté de escuchar el motor de la camioneta. Por culpa de Frank Sinatra, que se explayaba sobre la suerte con creciente entusiasmo, no podía oír los ruidos de la calle. A medida que transcurrían los minutos, noté que mi cuerpo se relajaba contra la tapicería de terciopelo, y comprendí que había logrado llevar a cabo una parte de mi plan, como mínimo, sin ser descubierta.

Chris había dicho que el coche estaba en el garaje. Las luces estaban encendidas. El CD funcionaba. No debían estar lejos, Kenneth Fleming y mi madre. Yo tenía la ventaja de haber entrado en su casa sin que lo supieran, de modo que contaba con el beneficio de la sorpresa. Ahora, a pensar en cómo podía utilizarla mejor.

Empecé a planear. Cómo comportarme, qué decir, dónde pedirles que se sienten, si decir ELA o hablar en términos vagos acerca de mi «estado». Frank Sinatra continuaba: desde «New York, New York» a «Anything Goes», pasando por «The Lady is a Tramp». Luego, se hizo el silencio. Pensé, ya está, oh Dios, han estado en casa todo el rato, Chris no subió al último piso, estaban en mi antigua habitación, ya vienen, están en la escalera, dentro de un momento nos encontraremos cara a cara, he de…

Un tenor empezó a cantar. Era ópera italiana, y la voz del cantante trepaba por las notas dramáticamente. Cada pieza ponía en tales apuros al intérprete que debía estar escuchando una versión operística de grandes éxitos de algún compositor. Verdi, tal vez. ¿Quién más escribió óperas italianas? Intenté recordar más nombres. Por fin, se hizo el silencio de nuevo. Entonces, Michael Crawford y Sarah Brightman atacaron los primeros compases de El fantasma de la ópera. Consulté mi reloj. Sinatra y el tenor habían cantado durante más de una hora. Eran las doce menos cuarto.

Las luces del comedor se apagaron de repente. Me sobresalté. ¿Me habría adormecido sin oír a mi madre cuando llegaba?

– ¿Eres tú, madre? -llamé-. Soy Olivia. -No hubo respuesta. Mi corazón se aceleró-. ¿Madre? Soy Olivia. Estoy en el salonc…

La lámpara del saloncito se apagó también. Estaba sobre una mesa, en la ventana salediza que da al jardín trasero. Cuando entré en la habitación ya estaba abierta, y yo no había encendido otra. Me quedé sentada en la oscuridad más absoluta y traté de decidir qué coño iba a hacer.

Durante los cinco o diez minutos siguientes (que dieron la impresión de transcurrir a la velocidad de meses), no sucedió nada más. Crawford y Brightman ter-. minaron el dúo de «All I Ask of You», y Crawford continuó con «The Music of the Night». Unos diez compases después, la música paró, a media nota, como si alguien hubiera dicho «¡Basta de aullidos!» y desenchufado el aparato. En cuanto la música enmudeció, el silencio invadió la casa como hojas de otoño caídas desde un árbol al suelo. Esperé oír otro ruido (pasos, risas ahogadas, un suspiro, el chasquido de los muelles de un mueble) que traicionara una presencia humana. No pasó nada. Era como si todos los fantasmas de Kenneth Fleming y mi madre se hubieran ido a la cama.

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