Elizabeth George
Cenizas de Rencor
7º Lynley
Para Freddie Lachapelle, con amor
La tierra y la arena queman. Apoya tu cara sobre la arena ardiente y sobre la tierra del camino, pues todos aquellos que han sufrido la herida del amor han de llevar la impronta en su rostro, y la cicatriz ha de ser visible.
FARTD AL-DÍN 'ATJAR, La conferencia de los pájaros
En Inglaterra el término «las Cenizas» hace referencia a la derrota en la competición de criquet (criquet jugado a nivel nacional) contra Australia.
La expresión procede de la siguiente anécdota en la historia del criquet:
Cuando el equipo nacional australiano derrotó al equipo nacional inglés en las series de agosto de 1882, fue la primera vez que Inglaterra resultó vencida en su propio terreno. En reacción a la derrota, el Sporting Times publicó una necrológica burlona en la que el periódico anunciaba que el criquet inglés había «fallecido en el Oval el 29 de agosto de 1882». A continuación de la necrológica, una nota informaba a los lectores de que el «cadáver será incinerado y las cenizas enviadas a Australia».
Después de aquel partido fatal, el equipo inglés partió hacia Australia para dirimir otra serie de encuentros. Se dijo que el equipo, capitaneado por Ivo Bligh, marchaba en peregrinación para recuperar las Cenizas. Después de la segunda derrota del equipo australiano, algunas mujeres de Melbourne se apoderaron de un «bail» (una de las estacas que se colocan sobre los tres palitroques, y que con ellos compone la meta que el bateador defiende contra el lanzador), quemaron el «bail» y ofrecieron las cenizas a Bligh. Estas cenizas se guardan ahora en el Lord's Cricket Ground de Londres, la meca del criquet inglés.
Si bien ningún trofeo cambia de manos al final de las series entre Inglaterra y Australia, siempre que se enfrentan en los cinco partidos que constituyen las series, juegan por las Cenizas.
Me gustaría dar las gracias en primer lugar a las personas de Inglaterra que me han ayudado con el material complementario de esta hovela. Doy las gracias a Alex Prowse por el tiempo, la conversación y las fotografías de su barcaza en el estanque de Little Venice; a John Gilmore por la visita al Clermont Club; a Susan Mon-son por su introducción al East End; a los profesores de la facultad Linley-Sanbourne por sus aclaraciones sobre el período Victoriano; a Sandy Shafernich por su colaboración en reunir material auxiliar sobre el movimiento antiviviseccionista; a Ruth Schuster por arriesgar vida, vastago y libertad en nombre de la verosimilitud; a David Crane, John Blake y John Lyon por la tarea hercúlea de introducir a una estadounidense en los misterios del más elegante de los juegos, el criquet; a Joan y Colin Randall por horas y días de hospitalidad y amabilidad en Kent. También quiero dar las gracias a mi cartujo favorito, Tony Mott, así como a Vivienne Schuster por todo lo que hicieron para allanar las dificultades.
En Estados Unidos, muchísimas gracias a John McMasters, investigador de incendios del condado de Orange, y al detective Gary Bale, del Departamento del sheriff, por su información sobre incendios premeditados y detenciones; a Ira Tolbin, por soportar pacientemente otros catorce meses de proceso creativo; a Suzanne Forster y Roger Angle por ordenar las piezas cuando las cosas se complicaban; a Julie Mayer, por leer otro borrador; a Kate Miciak, por su constante apoyo editorial; a Deborah Schneider, por su fe y amistad constantes.
Debería mencionar que, si bien los lugares de Londres mencionados en esta novela existen, se han utilizado de manera ficticia. También debería mencionar que cualquier error o metedura de pata es culpa mía exclusivamente.
Chris ha sacado a los perros para que corran por la orilla del canal. Los veo porque todavía no han llegado al puente de Warwick Avenue. Beans corretea por la derecha, flirtea con la idea de caer al agua. Toast va a su izquierda. Cada diez zancadas, más o menos, Toast olvida que sólo tiene tres piernas y está a punto de caer sobre su lomo.
Chris ha dicho que no estarían mucho rato, porque sabe lo que siento acerca de escribir esto, pero le gusta el ejercicio, y en cuanto se pone en acción, el sol y la brisa conspiran para que se olvide. Terminará corriendo hasta llegar al zoo. Intento no cabrearme. Necesito a Chris más que nunca, y me digo que su intención siempre es buena y trato de creerlo.
Cuando yo trabajaba en el zoo, en ocasiones venían a buscarme los tres a media tarde y tomábamos café en el pabellón de descanso, en el exterior si hacía buen tiempo, sentados en un banco desde el que podíamos ver la fachada de Cumberland Terrace. Estudiábamos la curva de las estatuas alineadas en el frontón e inventábamos historias sobre quiénes eran. Sir Boffing Bigtoff, llamaba a una Chris, al que le volaron el trasero en la batalla de Waterloo. Dame Tartsie Twit, llamaba yo a otra, la que se hacía pasar por tonta, pero era en realidad una Pimpinela. O Makus Sictus, alguien con toga, el que perdió el valor y el desayuno con los Idus de Marzo. Y después, reíamos de nuestra estupidez, y contemplábamos a los perros mientras jugaban a perseguir pájaros y turistas.
Apuesto a que no podéis imaginarme haciendo eso, hilando historias tontas con la barbilla apoyada en las rodillas y una taza de café, sentada en un banco con Chris Faraday a mi lado. Y no vestía de negro como en los últimos tiempos, sino que llevaba pantalones caqui y camisa verde oliva, el uniforme que nos imponía el zoo.
Entonces, creía saber quién era yo. Ya me había clasificado. Las apariencias engañan, había decidido diez años atrás, y si la gente no puede soportar mi cabello corto y erizado, si la gente tiene problemas con mis cejas depiladas, si un aro en la nariz les horroriza y pendientes alineados como armas medievales les revuelven el estómago, que se vayan a la mierda. No pueden ver debajo de la superficie, ¿verdad? No quieren verme como en realidad soy.
¿Quién soy, en realidad? ¿Qué soy? Os lo podría haber dicho hace ocho días, porque entonces lo sabía. Tenía una filosofía convenientemente contaminada por las creencias de Chris. La había mezclado con lo que había picoteado de mis compañeros de la universidad, durante los dos años que pasé en ella, y se había combinado bien con lo que había aprendido durante cinco años de salir a rastras de camas de sábanas pegajosas, con la cabeza a punto de estallar, la boca como serrín y ningún recuerdo de la noche o del tío que roncaba a mi lado. Conocía a la mujer que había pasado por todo eso. Estaba furiosa. Era dura. Era implacable.
Todavía soy todo eso, y con buenos motivos. Pero soy algo más. No puedo concretarlo, pero lo noto cada vez que cojo un periódico, leo los artículos y sé que el juicio se acerca.
Al principio, me dije que estaba harta de ser acosada por titulares. Estaba harta de leer cosas sobre el jodido asesinato. Estaba hasta el gorro de ver todas las caras importantes que me miraban desde el Daily Mail y el Evening Standard, Creí que podría escapar del rollo si sólo leía el Times, pues sabía que podía confiar en su devoción a los hechos y su rechazo general a refocilarse en las habladurías. Sin embargo, hasta el Times se ha hecho eco de la historia, y he descubierto que ya no puedo esquivarla. «A quién le importa» ya no sirve ahora como maniobra de diversión. Porque me importa, y lo sé. Chris también lo sabe, y ese es el auténtico motivo de que haya sacado a los perros, para concederme un rato de soledad. Dijo, «¿Sabes, Livie? Creo que esta mañana correré un poco más», y se puso el chandal. Me abrazó de aquella manera asexual tan suya (un apretón lateral que apenas permite el contacto corporal) y se largó. Estoy en la cubierta de la barcaza con una almohadilla ribeteada de amarillo sobre las rodillas, un paquete de Marlboro en el bolsillo y una lata llena de lápices junto al pie. Los lápices están afilados al máximo. Chris se encargó de ello antes de marcharse.
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