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Elizabeth George: Cenizas de Rencor

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Elizabeth George Cenizas de Rencor

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Olivia Whitelaw ha vivido su vida como polo negativo de la de su autoritaria madre: esta quería que estudiase, pero ella dejó el instituto y se fue a vivir con un hombre casado, quien no tardó en dejarla a su vez. Abandonada y embarazada, su madre solo la readmitió en casa a condición de que abortase… Ahora quizá es demasiado tarde para enderezar su destino, pero no así para intentar comprender los extraños mecanismos psicológicos por los que una hija puede, aun en su rebeldía, vivir al compás de los caprichos de su madre. Para intentar comprender cómo los actos de una persona pueden venir invariablemente determinados por el criterio de otra. Y cómo una relación emocional tan enrarecida puede involucrar a otras personas e incluso dar lugar a un siniestro crimen… Por su parte, el inspector Linley tendrá que hilar muy fino para llegar al meollo de este amargo entramado de sentimientos.

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A cambio, mi madre tenía un lugar al que dirigirse cuando estaba deprimida. Se sentía realizada y valiosa. Recibía el agradecimiento sincero y sentido de aquellos cuyas necesidades atendía a diario. La apreciaban en el aula, en la sala de juntas y en la habitación del enfermo. Le estrechaban la mano. Le besaban las mejillas. Oía decir a mil voces, «Bendita sea, señora Whitelaw. Dios la ama, señora Whitelaw». Tuvo que distraerse hasta el día que papá murió. Gracias a dar prioridad en su mente a las necesidades de la sociedad, consiguió todo cuanto necesitaba. Y al final, cuando mi padre murió, consiguió a Kenneth Fleming.

Sí, ya lo creo. Hace tantos años. A Kenneth Fleming.

Capítulo 1

Menos de un cuarto de hora antes de que descubriera el crimen, Martin Snell estaba repartiendo leche. Ya había completado sus rondas en dos de los tres Springburns, Greater y Middle, e iba de camino a Lesser Springburn. Recorría Water Street en su camioneta azul y blanca, y disfrutaba de su parte favorita del trayecto.

Water Street era el estrecho sendero rural que mantenía separados los pueblos de Middle y Lesser Springburn de Greater Springburn, el mercado municipal. El sendero serpenteaba entre muros de piedra tostada, circundaba huertos de manzanas y campos de colza. Se hundía y ascendía con las ondulaciones de la tierra que atravesaba, flanqueado por fresnos, tilos y alisos, cuyas hojas empezaban por fin a desplegarse en un arco verde primaveral.

El día era glorioso, sin lluvia ni nubes. Tan solo una brisa procedente del este, un cielo azul lechoso y el sol que se reflejaba en el marco oval de una foto, colgada de una cadena de plata del retrovisor de la camioneta.

– Un día maravilloso, Majestad -dijo Martin a la fotografía-. Una hermosa mañana, ¿no os parece? ¿Oís eso? Es el cucú otra vez. Y allí…, una de esas alondras vuelve a cantar. Un sonido bonito, ¿verdad? El sonido de la primavera, sí señor.

Desde hacía mucho tiempo, Martin tenía la costumbre de charlar amigablemente con la fotografía de la reina. No lo consideraba extraño. Era el monarca del país y, en su opinión, nadie podía apreciar más la belleza de Inglaterra que la mujer sentada en su trono.

No obstante, sus conversaciones diarias abarcaban otros temas, además de la evaluación de la flora y la fauna. La reina era la compañera del alma de Martin, depositaría de sus pensamientos más profundos. Lo que a Martin le gustaba de ella era que, pese a su noble cuna, era una mujer muy cordial. Al contrario que su esposa, que había vuelto a nacer unos cinco años antes, a modo de piadosa venganza, por obra de un fabricante de cemento aficionado a la Biblia, la reina nunca se postraba de hinojos para rezar en mitad de uno de los escasos intentos de comunicación de Martin. Al contrario que su hijo, propenso a los silencios furtivos propios de los diecisiete años, referidos a la copulación y la musculación por igual, ella nunca rechazaba los acercamientos de Martin. Siempre se inclinaba un poco hacia adelante y le dedicaba una sonrisa de aliento, con una mano alzada para saludar desde el carruaje que la conducía eternamente a su coronación.

Martin no lo contaba todo a la reina, por supuesto. Ella conocía la devoción de Lee a la Iglesia de los Renacidos y Salvados. Martin le había descrito con todo lujo de detalles, y más de una vez, la seriedad que la religión había introducido en sus horas de cena, joviales en otro tiempo. Y también sabía del trabajo de Danny en Tesco's, donde mantenía los estantes bien pertrechados de todo, desde guisantes a judías secas, y de la chica de la tienda de té por la que el chico estaba loco. Cada vez más turbado, Martin había revelado a la reina, tan solo una semana antes, su tardío intento de explicar el misterio de la vida a su hijo. Cómo había reído la reina (cómo se había visto obligado Martin a reír también) cuando se lo imaginó en la librería de viejo de Greater Springburn, a la busca de algo sobre biología, para terminar al fin con un diagrama de ranas. Se lo dio a su hijo junto con un paquete de condones que guardaba en su cómoda desde 1972, más o menos. Esto servirá para iniciar la conversación, había pensado. «¿Para qué son las ranas, papá?» conduciría inevitablemente a la revelación de lo que su propio padre había llamado en tono misterioso «el abrazo conyugal».

No era que la reina y él hablaran de abrazos conyugales y cosas por el estilo. Martin sentía demasiado respeto por Su Majestad para hacer algo más que insinuar el tema y cambiar a otro.

Sin embargo, durante las últimas cuatro semanas, sus conversaciones se habían interrumpido en el punto más elevado de Water Street, donde la campiña se extendía hacie el este en campos de lúpulo y descendía hacia el oeste en una pendiente cubierta de hierba, que rodaba hasta una fuente donde crecían berros. Allí, Martin había adoptado la costumbre de desviar el carro hasta la estrecha franja de ceniza que hacía las veces de cuneta para pasar unos minutos en silenciosa contemplación.

Aquella mañana no fue diferente. Dejó que el motor descansara. Miró hacia el campo de lúpulo.

Habían plantado los postes hacía más de un mes, fila tras fila de esbeltos castaños, algunos de seis metros de altura, de los cuales descendían cuerdas que se entrecruzaban hasta el suelo. Las cuerdas componían un enrejado en forma de diamante por el cual treparía a la larga el lúpulo. Los plantadores se ha bían ocupado por fin del lúpulo, se dio cuenta Martin mientras contemplaba la tierra. En algún momento, desde ayer por la mañana, habían trabajado el campo, girado hacia arriba las juveniles plantas cinco metros por la red de cuerdas. El lúpulo haría el resto en los meses siguientes, crearía un laberinto de bordados verdosos en su lenta ascensión hacia el sol.

Martin suspiró complacido. La vista era cada día más encantadora. El campo estaría fresco entre las hileras de plantas que iban madurando. Su amor y él caminarían por allí, solos, cogidos de la mano. A principios de año (ayer, de hecho), le enseñaría a enrollar los tiernos zarcillos de la planta en la cuerda. Se arrodillaría en la tierra, con la falda azul de gasa extendida como agua derramada, su joven y firme trasero apoyado sobre sus talones descalzos. Nueva en el trabajo y desesperada por conseguir dinero para…, para enviarlo a su pobre madre, que era la viuda de un pescador de Whitstable y tenía que alimentar a ocho hijos de corta edad, lucharía con la enredadera, temerosa de pedir ayuda para no traicionar su ignorancia y perder la única fuente de ingresos con que cuentan sus hermanos y hermanas muertos de hambre, a excepción del dinero que gana su madre haciendo encajes para los collares y sombreros de las damas, dinero que su padre malgastaba sin contemplaciones en la taberna, borracho y ausente de casa toda la noche, cuando no se estaba ahogando en el mar en mitad de una tormenta, empeñado en intentar pescar suficiente bacalao para pagar la operación que salvaría la vida de su hijo menor. Lleva una blusa blanca, escotada, de manga corta, de modo que cuando él, el robusto supervisor de su trabajo, se inclina para ayudarla, ve las gotas de sudor, no mayores que cabezas de alfiler, que brillan sobre sus pechos, y sus pechos suben y bajan con rapidez provocada por su cercanía y su virilidad. Coge sus manos y la enseña a enrollar las plantas de lúpulo en la cuerda, para que los vastagos no se rompan, y la respiración de ella se acelera cuando él la toca, y sus pechos se alzan más, y él nota su cabello suave y rubio contra la mejilla. Hay que hacerlo así, señorita, dice. Los dedos de la muchacha tiemblan. No se atreve a mirarle a los ojos. Nunca la había tocado un hombre. No quiere que se marche. No quiere que pare. Se siente desfallecer cuando siente el contacto de sus manos. Así que se desmaya. Sí, se desmaya, y él la lleva en brazos hasta el borde del campo, la larga falda roza sus piernas mientras camina virilmente entre las hileras, y la cabeza de la muchacha cuelga hacia atrás, con el cuello tan blanco y puro al descubierto. La deposita sobre la tierra. Acerca agua a sus labios, agua contenida en una tacita de hojalata que le tiende la vieja desdentada que sigue a los trabajadores en su carrito y les vende agua a dos peniques la taza. Los párpados de la muchacha se agitan. Le ve. Sonríe. Él coge su mano y la acerca a los labios. Besa…

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