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Elizabeth George: Cenizas de Rencor

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Elizabeth George Cenizas de Rencor

Cenizas de Rencor: краткое содержание, описание и аннотация

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Olivia Whitelaw ha vivido su vida como polo negativo de la de su autoritaria madre: esta quería que estudiase, pero ella dejó el instituto y se fue a vivir con un hombre casado, quien no tardó en dejarla a su vez. Abandonada y embarazada, su madre solo la readmitió en casa a condición de que abortase… Ahora quizá es demasiado tarde para enderezar su destino, pero no así para intentar comprender los extraños mecanismos psicológicos por los que una hija puede, aun en su rebeldía, vivir al compás de los caprichos de su madre. Para intentar comprender cómo los actos de una persona pueden venir invariablemente determinados por el criterio de otra. Y cómo una relación emocional tan enrarecida puede involucrar a otras personas e incluso dar lugar a un siniestro crimen… Por su parte, el inspector Linley tendrá que hilar muy fino para llegar al meollo de este amargo entramado de sentimientos.

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No estaba seguro. Miró hacia el garaje, un edificio de ladrillo y chilla situado en lo alto del sendero. Será mejor que eche un vistazo, decidió. No sería preciso que entrara o abriera la puerta del todo. Bastaría con mirar un momento para asegurarse de que ella se había marchado. Después, se llevaría la leche, tiraría los periódicos a la basura y continuaría su ruta. Después de mirar.

En el garaje cabían dos coches, y las puertas se abrían en el centro. Por lo general, había un candado, pero Martin comprobó, sin necesidad de una inspección minuciosa, que la cerradura no se utilizaba. Una de las puertas estaba abierta sus buenos diez centímetros. Martin se acercó a la puerta, respiró hondo, desvió la vista en dirección a la casa, abrió la puerta un par de centímetros más y apretó la cara contra la rendija.

Vio un brillo de cromo cuando, la luz incidió en el guardabarros del Aston Martin plateado en que la había visto circular por las carreteras vecinales, una docena de veces o más. Al verlo, Martin sintió un peculiar zumbido en la cabeza. Volvió a mirar hacia la casa.

Si el coche estaba aquí y ella estaba allí, ¿por qué no había recogido su leche?

Tal vez se había marchado a primera hora de ayer, se contestó. Tal vez había regresado tarde a casa y olvidado por completo la leche.

Pero ¿y los periódicos? Al contrario que la leche, estaban a plena vista. Para entrar en la casa tendría que haber pasado a su lado. ¿Por qué no los había recogido?

Porque había ido de compras a Londres, iba cargada de paquetes y había olvidado salir más tarde a por los diarios, una vez dejado los paquetes.

¿Y el correo? Estaría tirado en la entrada. ¿Por qué lo había dejado allí?

Porque era tarde, estaba cansada, quería ir a la cama y no había entrado por la puerta de delante. Había entrado por la cocina, y por eso no había visto el correo. Se había ido directamente a la cama, y aún continuaba durmiendo.

Dormida, dormida. Dulce Gabriella. Con un camisón de seda negra, el cabello ensortijado sobre la almohada y las pestañas apoyadas sobre la piel, como filamentos de ranúnculos.

No haría ningún daño comprobarlo, pensó Martin. No haría el menor daño. Ella no se enfadaría. No era su estilo. El que Martin se hubiera preocupado por ella la consolaría, una mujer sola en el campo sin que un hombre cuidara de su bienestar. Le rogaría que entrara, sin duda.

Martin cuadró los hombros, cogió los periódicos y abrió el portal. Recorrió el caminito. El sol aún no había llegado a aquella parte del jardín, y el rocío seguía posado como un chal sobre los ladrillos y la hierba. A ambos lados de la vieja puerta crecían lavandas y alhelíes. Los capullos de las primeras proyectaban una fragancia penetrante. Las flores de los segundos cabeceaban bajo el peso de la humedad matutina.

Martin tiró de la campanilla y oyó el repiqueteo al otro lado de la puerta. Esperaba oír el ruido de sus pasos, su voz, o el sonido metálico de la llave en la cerradura, pero no fue así.

Tal vez se estaba bañando, pensó, o quizá se encontraba en la cocina, desde la cual no podía oír la campana. Sería mejor asegurarse.

Rodeó la casa y llamó a la puerta posterior, y se preguntó cuánta gente conseguía utilizarla sin golpearse con el dintel, suspendido a solo metro y medio del suelo. Lo cual le llevó a pensar… ¿Cabía la posibilidad de que hubiera corrido para entrar o salir? ¿Estaría inconsciente? No captó respuesta ni movimientos al otro lado de la puerta blanca. ¿Estaría tendida, en este preciso momento, en el frío suelo de la cocina, esperando a que alguien la encontrara?

A la derecha de la puerta, bajo un emparrado, una ventana a bisagra daba a la cocina. Y Martin miró por la ventana, pero no vio nada, salvo una mesa pequeña cubierta con un mantel de hilo, la encimera, el horno, el fregadero y la puerta cerrada que comunicaba con el comedor. Tendría que encontrar otra ventana, preferiblemente en este lado de la casa, porque le ponía nervioso atisbar por las ventanas como un mirón. Sería horrible que le vieran desde la carretera. Solo Dios sabía lo que sería de su negocio si alguien pasaba en coche por allí y veía a Martin Snell, lechero y monárquico, mirando donde no debía.

Tuvo que atravesar un macizo de flores para llegar a la ventana del comedor, en el mismo lado de la casa. Hizo lo posible por no pisotear las violetas. Se apretujó detrás de un macizo de lilas y llegó al cristal.

Qué raro, pensó. No veía nada. Distinguía la forma de las cortinas, descorridas como las demás, pero nada más. Daba la impresión de que estaban, sucias, cochinas incluso, lo cual resultaba aún más extraño, porque la ventana de la cocina estaba limpia como agua de arroyo y la casa se veía blanca como un cordero. Frotó el cristal con los dedos. Lo más extraño de todo. El cristal no estaba sucio. Por fuera no, al menos.

Algo repiqueteó en su mente, una especie de advertencia que no pudo concretar. Era como una bandada de escribanos en pleno vuelo, primero suave, luego ruidosa, y más ruidosa aún. El estruendo de su cabeza provocó que sintiera los brazos débiles.

Salió del macizo de flores. Volvió sobre sus pasos. Probó la puerta posterior. Cerrada con llave. Corrió hacia la puerta principal. También cerrada. Se precipitó a la parte sur de la casa, donde crecían las vistarias contra las tablas de madera negra expuestas. Dobló la esquina y avanzó por el sendero de losas que bordeaba el muro oeste del edificio. Al final, encontró la otra ventana del comedor.

Esta no estaba sucia, ni por fuera ni por dentro. Se agarró al antepecho. Respiró hondo. Miró.

A primera vista, todo parecía normal. La mesa cubierta de arpillera, las sillas que la rodeaban, el hogar abierto, con la pared posterior de hierro y los calientacamas de cobre colgados sobre los ladrillos. Todo parecía correcto. El aparador de pino albergaba los platos; un palanganero antiguo contenía los elementos necesarios para las bebidas. A un lado de la chimenea había una pesada butaca, y al otro lado de la sala, al pie de la escalera, la butaca gemela…

Martin apretó los dedos sobre el antepecho de la ventana. Notó que una astilla se hundía en su palma.

– Oh Majestad Majestad Gabriella señorita señorita -musitó, y hundió una mano frenéticamente en el bolsillo, mientras buscaba en vano algo que pudiera utilizar para forzar la ventana y abrirla. Sus ojos no se apartaron ni un momento de la butaca.

Se erguía en ángulo al pie de la escalera, de cara al comedor. Una esquina estaba apoyada contra la sección de pared situada debajo de la ventana cuya suciedad impedía ver a su través. Solo entonces comprendió Martin, gracias a encontrarse al otro lado de la casa, que la ventana no estaba sucia, en un sentido convencional, sino manchada de humo, humo que se había alzado en una nube fea y densa desde la butaca, humo que se había alzado con la forma de un tornado que ennegrecía la ventana, ennegrecía las cortinas, ennegrecía la pared, humo que dejaba su marca en la escalera a medida que ascendía al dormitorio donde en este momento la señorita Gabriella, la dulce señorita Gabriella…

Martin se apartó de la ventana. Atravesó el jardín a toda velocidad. Saltó sobre el muro. Se precipitó en dirección a la fuente.

Poco después de mediodía, la inspectora detective Isabelle Ardery vio por primera vez Celandine Cottage. El sol ya estaba alto en el cielo y proyectaba pequeñas sombras hacia la base de los abetos que bordeaban el camino, cuyo acceso estaba cortado mediante una cinta amarilla. Un coche policial, un Sierra rojo y una camioneta de reparto de leche azul y blanca se alineaban en el camino particular.

Aparcó detrás de la camioneta y examinó la zona. Se sintió decepcionada, pese a su placer inicial al ser llamada para otro caso tan pronto. El lugar no parecía prometedor para recoger información. Había varias casas a lo largo del camino, de madera y techo de tablas, como la casa donde se había declarado el incendio, pero todas estaban rodeadas de terreno suficiente para proporcionarles silencio y privacidad. Por lo tanto, si el fuego en cuestión resultaba ser intencionado, como sugerían las palabras «causa dudosa», garrapateadas al final de la nota que Ardery había recibido de su jefe menos de una hora antes, sería improbable que los vecinos hubieran visto u oído algo sospechoso.

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