Elizabeth George - Cenizas de Rencor

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Olivia Whitelaw ha vivido su vida como polo negativo de la de su autoritaria madre: esta quería que estudiase, pero ella dejó el instituto y se fue a vivir con un hombre casado, quien no tardó en dejarla a su vez. Abandonada y embarazada, su madre solo la readmitió en casa a condición de que abortase… Ahora quizá es demasiado tarde para enderezar su destino, pero no así para intentar comprender los extraños mecanismos psicológicos por los que una hija puede, aun en su rebeldía, vivir al compás de los caprichos de su madre. Para intentar comprender cómo los actos de una persona pueden venir invariablemente determinados por el criterio de otra. Y cómo una relación emocional tan enrarecida puede involucrar a otras personas e incluso dar lugar a un siniestro crimen… Por su parte, el inspector Linley tendrá que hilar muy fino para llegar al meollo de este amargo entramado de sentimientos.

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– ¿Quién…? -dijo. Salió descalza del cuarto de baño y se anudó el albornoz-. ¿Sí? -gritó.

– Hola, hola. Soy yo -dijo una vocecita.

– ¿Eres tú?

– La visité la otra noche. ¿No se acuerda? Aquel chico nos trajo su nevera por equivocación y usted la estaba mirando y yo salí y usted me invitó a ver su casa si dejaba una nota a mi papá y…

«Invitó» no era la palabra que Barbara hubiera elegido.

– Hadiyyah-dijo.

– ¡Se acuerda! Sabía que lo haría. La vi llegar a casa porque estaba mirando por la ventana y pregunté a mi papá si podía venir a verla. Papá dijo que sí porque yo dije que usted era mi amiga. Así que…

– Caramba, estoy hecha polvo -dijo Barbara, sin dejar de hablar a la hoja de la puerta-. Acabo de llegar a casa. ¿Podemos vernos en otro momento. ¿Mañana, tal vez?

– Ah. Supongo que no habría debido… Es que quería… -La vocecilla enmudeció como afligida-. Sí. Tal vez en otro momento. Pero es que le he traído algo -continuó, más animada-. ¿Lo dejo en la puerta? ¿Le parece bien? Es un poco especial.

Qué coño, pensó Barbara.

– Espera un segundo, ¿vale? -dijo. Recogió las ropas tiradas en el suelo, las arrojó dentro del cuarto de baño y volvió a la puerta. La abrió-. Bien, ¿qué has estado tramando? ¿Sabe tu padre que…?

Se calló cuando vio que Hadiyyah no estaba sola.

Había un hombre con ella. Era de piel oscura, más oscura que la de la niña, delgado y bien vestido con un traje a rayas finas. Hadiyyah llevaba su uniforme escolar, en esta ocasión cintas rosas ceñían sus trenzas, y sujetaba la mano del hombre. Barbara observó que llevaba un estupendo reloj de oro.

– He traído a mi papá -anunció con orgullo Hadiyyah.

Barbara asintió.

– No es lo que ibas a dejar en la puerta, ¿verdad?

Hadiyyah lanzó una risita y tiró de la mano de su padre.

– Es descarada, papá. Ya te lo dije, ¿verdad?

– Lo dijiste.

El hombre observó a Barbara con sus ojos oscuros. Ella le devolvió el examen. No era muy alto, y era más guapo que apuesto a causa de sus delicadas facciones. Su espeso cabello negro brotaba del límite de la frente, y tenía un lunar en la mejilla tan perfectamente colocado que Barbara habría jurado que era artificial. Podía tener entre veinticinco y cuarenta años. Era difícil calcularlo, porque ninguna arruga surcaba su piel.

– Taymullah Azhar -dijo.

Barbara se preguntó cómo debía contestar. ¿Existía alguna especie de saludo musulmán?

– De acuerdo -dijo, con un cabeceo que movió la toalla, y se la ajustó alrededor de la cabeza una vez más.

Una leve sonrisa curvó los labios del hombre.

– Me llamo Taymullah Azhar. El padre de Hadiyyah.

– ¡Oh! Barbara Havers. -Le ofreció la mano-. Usted trasladó mi nevera. Recibí su nota. No entendí la firma. Gracias. Encantada de conocerle, señor…

Enarcó las cejas y trató de recordar qué hacía aquella gente con sus nombres.

– Azhar es suficiente, puesto que vamos a ser vecinos -dijo el hombre. Barbara vio que llevaba debajo de la chaqueta una camisa tan blanca que parecía incandescente a la luz del anochecer.

– Bien, de acuerdo. Bien. Bueno. -¿Qué estaba farfullando? Se controló-. Es que acabo de darme un baño parcial en el Támesis, por eso voy vestida así. De lo contrario, no iría de esta guisa. Quiero decir, ¿qué hora es? Aún no es hora de acostarse, ¿verdad? ¿Quieren entrar?

Hadiyyah tiró de la mano de su padre y agitó los pies como si bailara. Su padre apoyó la mano sobre su hombro, y la niña se quedó quieta al instante.

– No. Esta noche sería una intrusión, pero Hadiyyah y yo le damos las gracias.

– ¿Ha cenado? -preguntó Hadiyyah-. Nosotros no. Vamos a tomar curry. Papá va a a prepararlo. Ha traído cordero. Tenemos de sobra. Montones. Papá hace un curry muy bueno. Si aún no ha cenado.

– Hadiyyah -dijo en voz baja Azhar-. Compórtate, por favor. -La niña se quedó quieta de nuevo, aunque la alegría no huyó de su cara y sus ojos-. ¿No tenías que darle algo a tu amiga?

– ¡Oh! ¡Sí, sí! -Dio un saltito. Su padre extrajo un sobre verde de la chaqueta. Se lo dio a Hadiyyah. Ella lo extendió ceremoniosamente en dirección a Barbara-. Esto es lo que iba a dejar en la puerta -explicó-. No tiene por qué abrirlo ahora, pero si quiere, puede. Si de veras quiere.

Barbara pasó un dedo bajo la solapa. Sacó una cartulina amarilla con ribetes que, al abrirse, se convirtió en un resplandeciente girasol, en cuyo centro se había impreso con todo cuidado el mensaje: ESTÁ USTED INVITADA CORDIALMENTE A LA FIESTA DE CUMPLEAÑOS DE KHALIDAH HADIYYAH EL VIERNES POR LA NOCHE A LAS SIETE EN PUNTO. ¡HABRÁ MARAVILLOSOS JUEGOS! ¡SE SERVIRÁN DELICIOSOS REFRESCOS!

– Hadiyyah no se habría quedado tranquila si no le hubiera entregado la invitación esta noche -explicó Taymullah Azhar-. Espero que pueda venir, Barbara. Será… -dirigió una cautelosa mirada a la niña- una reunión muy pequeña.

– Cumpliré ocho años -anunció Hadiyyah-. Tendremos helado de fresa y pasteles de chocolate. No hace falta que traiga un regalo. Supongo que recibiré otros. Mamá enviará algo desde Ontario. Eso está en Canadá. Está de vacaciones, pero sabe que es mi cumpleaños y sabe lo que quiero. Se lo dije antes de que se fuera, ¿verdad, papá?

– Ya lo creo. -Azhar rodeó la mano de la niña en la suya-. Y ahora que ya has entregado la invitación a tu amiga, tal vez será mejor que digas buenas noches.

– ¿Vendrá? -preguntó Hadiyyah-. Nos lo pasaremos muy bien. Seguro.

Barbara paseó la mirada entre la niña ansiosa y el padre serio. Se preguntó qué procesión iba por dentro.

– Pasteles de chocolate -dijo la niña-. Helado de fresa.

– Hadiyyah.,

Azhar pronunció el nombre en voz baja.

– Sí, iré -dijo Barbara.

Fue recompensada con una sonrisa. Hadiyyah retrocedió. Tiró de la mano de su padre para llevarle en dirección al piso.

– A las siete en punto -dijo-. No se olvidará, ¿verdad?

– No me olvidaré.

– Gracias, Barbara Havers -dijo Taymullah Azhar.

– Barbara. Solo Barbara.

El hombre asintió. Guió a su hija por el sendero. Hadiyyah se puso a correr, con las trenzas volando a su alrededor como cuerdas retorcidas.

– Cumpleaños, cumpleaños, cumpleaños -canturreó.

Barbara les siguió con la mirada hasta que desaparecieron por la esquina de la casa principal. Cerró la puerta. Miró la invitación en forma de girasol. Meneó la cabeza.

Tres semanas y cuatro días, se dio cuenta, sin una palabra ni una sonrisa. ¿Quién habría pensado que su primera amiga del vecindario sería una niña de ocho años?

OLIVIA

He descansado durante casi una hora. Tendría que acostarme, pero he empezado a pensar que si voy a mi habitación sin terminar esto, ahora que falta tan poco, me faltarán fuerzas.

Chris salió de su habitación hace un rato. Tenía los ojos enrojecidos, como siempre que se despierta, por eso supe que había echado una siesta. Llevaba el pantalón del pijama y nada más. Se quedó en la puerta de la cocina, parpadeó y bostezó.

– Me puse a leer. Me dormí como un tronco. Me estoy haciendo viejo.

Se acercó al fregadero y se sirvió un vaso de agua. No bebió. En cambio, se inclinó y se mojó con el agua el cuello y el pelo, que restregó vigorosamente.

– ¿Qué estás leyendo? -pregunté.

– Atlas Shmgged. El discurso.

– ¿Otra vez? -Me estremecí imperceptiblemente-. No me extraña que te hayas sobado.

– Lo que siempre he deseado saber es…

Bostezó de nuevo y estiró los brazos sobre su cabeza. Se rascó con aire ausente el escaso vello que crecía en forma de pluma desde su ombligo hasta el pecho. Parecía más esquelético que nunca.

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