Agitó las piernas con furia. Movió los brazos. Rompió la superficie. Sacudió el agua de sus ojos, tosió y jadeó. Oyó al muchacho.
Jimmy chillaba a unos veinte metros hacia el oeste. Sus brazos golpeaban el agua. Se revolvía como un pecio. Cuando Lynley se lanzó hacia él, Jimmy volvió a hundirse.
Lynley se zambulló y rezó para que sus pulmones aguantaran. Esta vez, la corriente le favorecía. Chocó contra el muchacho y le agarró por el pelo.
Nadó hacia la superficie. Jimmy se resistió, agitándose en el agua como un pez atrapado en una red. Cuando llegaron a la superficie, Jimmy pataleó y golpeó.
– ¡No, no, no! -chilló, y trató de soltarse.
Lynley soltó su pelo y le asió por la camiseta. Pasó un brazo por debajo de los brazos y alrededor del pecho del chico. No tenía mucho aliento para hablar, pero logró jadear unas palabras.
– Ahogarte o sobrevivir. ¿Qué prefieres?
El chico pataleó frenéticamente.
Lynley reforzó su presa. Utilizó las piernas y un brazo para mantenerles a flote.
– Si te resistes, nos ahogaremos. Si me ayudas a nadar, lo conseguiremos. ¿Qué prefieres? -Sacudió el cuerpo del muchacho-. Decide.
– ¡No!
Pero las protestas de Jimmy eran débiles, y cuando Lynley empezó a arrastrarle hacia la orilla norte del río, ya no tuvo fuerzas para oponerse.
– Patalea -dijo Lynley-. No puedo hacerlo solo.
– No puedo-jadeó Jimmy.
– Sí puedes. Ayúdame.
Pero los últimos cuarenta segundos de lucha habían acabado con las energías de Jimmy. Lynley intuyó el agotamiento del chico. Sus extremidades pesaban como plomo y tenía la cabeza echada hacia atrás.
Lynley pasó el brazo izquierdo por debajo de la barbilla de Jimmy. Utilizó las fuerzas que quedaban en sus músculos para dirigirse hacia la orilla norte del río.
Oyó gritos, pero carecía de energías para localizarlos. Oyó la bocina de un barco en las cercanías, pero en aquel momento no podía permitirse el lujo de parar para intentar localizarlo. Sabía que su única oportunidad residía en el acto instintivo de nadar. De modo que nadó, respiró, contó las brazadas, un brazo y dos piernas contra el cansancio absoluto y el deseo de hundirse y acabar de una vez.
Vio delante una sección de la orilla cubierta de guijarros, desde donde podían botarse los barcos. Se dirigió hacia allí. Sus piernas se movían con creciente debilidad. Le resultaba difícil sujetar al chico. Cuando llegó al límite de sus fuerzas, pataleó por última vez y sus pies tocaron fondo. Primero arena, luego guijarros e intentó sacar al muchacho del agua. Se desplomaron en los bajíos, a un metro y medio de un bolardo.
Chapoteos y gritos furiosos. Alguien lloraba a su lado. Entonces, oyó que su sargento blasfemaba como una posesa. Unos brazos le rodearon, le sacaron del agua y le depositaron sobre una lancha del club de remo, hacia la que había nadado.
Tosió. Notó que su estómago se revolvía. Rodó a un lado, se puso de rodillas y vomitó sobre los zapatos de su sargento.
Una mano de Barbara se hundió en su cabello. La otra se curvó con firmeza alrededor de su frente.
Se tapó la boca con la mano. El sabor era repugnante.
– Lo siento -dijo.
– No pasa nada -contestó Havers-. Ha mejorado el color.
– ¿Y el chico?
– Con su mamá.
Jeannie estaba arrodillada en el agua y acunaba a su hijo. Estaba llorando, con la cabeza alzada hacia el cielo.
Lynley intentó ponerse en pie.
– Dios. No estará…
Havers le cogió por el brazo.
– Está bien. Usted le salvó. Se encuentra bien. Se encuentra bien.
Lynley se dejó caer al suelo. Sus sentidos empezaban a despertar uno por uno. Tomó conciencia del montón de basura sobre el que estaba sentado. Oyó un rumor de conversaciones a su espalda, miró hacia atrás y vio que la policía de la zona había conseguido por fin llegar, y ahora contenía a un grupo de espectadores, entre los cuales se encontraban los mismos periodistas que le habían perseguido desde que saliera de New Scotland Yard. El fotógrafo estaba haciendo su trabajo y documentaba el drama, por encima de los hombros de la policía de Manchester Road. Esta vez, los periódicos no tendrían necesidad de ocultar la identidad del chico. Un rescate en el río era una noticia de la que se podía dar cuenta sin relacionarla con el asesinato de Fleming. Por las preguntas que se gritaban y el ruido de las cámaras, Lynley adivinó que los periodistas pensaban publicarla.
– ¿Qué ha pasado con la policía del río? -preguntó a Havers-. Le dije que la telefoneara.
– Lo sé, pero…
– Me oyó, ¿verdad?
– No había tiempo.
– ¿Qué dice? ¿No se molestó en llamar? Era una orden, Havers. Podríamos habernos ahogado. Joder, si alguna vez he de confiar en usted de nuevo en una situación de emergencia, mejor confío en…
– Inspector. Señor. -La voz de Havers era firme, aunque había palidecido-. Estuvo en el agua cinco minutos.
– Cinco minutos -repitió Lynley, como sin comprender.
– No había tiempo. -Su boca tembló y apartó la vista-. Además, yo… Me entró el pánico, ¿vale? Se hundió dos veces. Deprisa. Lo vi y supe que la poli del río no podría llegar a tiempo, y en ese caso…
Se pasó los dedos por debajo de la nariz.
Lynley vio que parpadeaba rápidamente y fingía que era el viento en sus ojos. Se puso en pie.
– En ese caso, me he pasado de la raya, Barbara. Atribúyalo a mi propio pánico y haga el favor de perdonarme.
– De acuerdo.
Volvieron al agua, donde Jean Cooper seguía meciendo a su hijo. Lynley se arrodilló a su lado.
La mano de Jean sujetaba la cabeza de su hijo contra su pecho. Estaba inclinada sobre él. Jimmy tenía los ojos opacos, aunque no vidriosos, y cuando Lynley extendió la mano para tocar el brazo de Jean e indicarle que iba a ayudarles a levantarse, Jimmy se removió y miró a su madre.
– ¿Por qué? -repetía ella sin cesar.
Jimmy movió la boca como si estuviera reuniendo fuerzas para hablar.
– Vi -susurró el chico.
– ¿Qué? -preguntó ella-. ¿Qué? ¿Por qué no lo dices?
– A ti. Te vi a ti, mamá.
– ¿Me viste?
– Allí. -Daba la sensación de que se estaba desmoronando en sus brazos-. Te vi allí. Aquella noche.
Lynley oyó que Havers susurraba las palabras «Por fin», y vio que avanzaba hacia Jean Cooper. Le indicó con un gesto que se quedara donde estaba.
– ¿A mí? ¿Que me viste dónde? -preguntó Jean Cooper.
– Aquella noche. Papá.
Lynley vio que el horror y la comprensión alumbraban en Jean Cooper al mismo tiempo.
– ¿Estás hablando de Kent? -preguntó la mujer-. ¿De la casa?
– Tú. Aparcaste en el camino -murmuró el muchacho-. Fuiste a buscar la llave del cobertizo. Entraste. Saliste. Estaba oscuro, pero lo vi.
Su madre le aferró.
– Pensabas que yo…, que yo… -Reforzó su presa-. Jim, yo quería a tu padre. Le quería, le quería. Nunca habría… Jim, pensabas que yo…
– Te vi.
– No sabía que estaba allí. No sabía que había alguien en Kent. Pensaba que os habíais ido de vacaciones. Después, dijiste que él había telefoneado. Dijiste que problemas relacionados con el criquet le habían retenido. Dijiste que las vacaciones se habían aplazado.
Jimmy sacudió la cabeza.
– Tú saliste. Llevabas unas crías en las manos.
– ¿Unas crías? Jim…
– Los gatitos -dijo Havers.
– ¿Los gatitos? -repitió Jean-. ¿Qué gatitos? ¿Dónde? ¿De qué estás hablando?
– Los tiraste al suelo. Los alejaste. De la casa.
– Yo no estuve en la casa. No estuve.
– Te vi -repitió Jimmy.
Sonaron pasos sobre la lancha.
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