Se adentró en Millwall Park. Al ver la dirección que tomaba el chico, Lynley aminoró el paso. Porque al otro lado del parque, Schooner State extendía sus hileras de bloques de pisos grises y pardos hacia el Támesis, como los dedos de una mano, y Jimmy se dirigía en línea recta hacia el río. Ignoraba que la sargento Havers y su madre se habían anticipado a sus movimientos. A estas alturas, ya habrían llegado al bloque. Interceptarle resultaría bastante sencillo si se metía en el aparcamiento.
Corría en línea recta por el parque. Pisoteaba los macizos de flores que se interponían en su camino. Cuando llegó al borde del aparcamiento, fingió que se encaminaba a los pisos del oeste, pero en el último momento se desvió hacia el sur.
Pese al viento, Lynley oyó los gritos de la sargento Havers y Jean Cooper. Entró en el aparcamiento justo a tiempo de ver que el Bentléy perseguía al muchacho, pero Jimmy les llevaba ventaja. Se adentró en la herradura que formaba la parte sur de Manchester Road. Un camión frenó para no aplastarle. Lo rodeó, llegó a la acera opuesta y saltó la valla de un metro de altura que bordeaba los terrenos grisáceos, como de una prisión, de la Escuela Secundaria George Green.
Havers subió el Bentley a la acera. Estaba saliendo cuando Lynley la alcanzó. El chico corría hacia la esquina oeste de la escuela.
No había nadie en la escuela, y pudo avanzar sin ningún impedimento. Cuando Lynley y Havers llegaron a la esquina del edificio, el chico ya había cruzado el patio. Había cogido un cubo de basura para subir al muro posterior, y lo saltó antes de que hubieran podido recorrer veinte metros.
– Coja el coche -dijo Lynley a Havers-. Dé la vuelta. Se dirige al río.
– ¿Al río? Mecagüen la leche. ¿Qué va…?
– ¡Váyase!
Oyó que Jean Cooper gritaba algo ininteligible a su espalda cuando la sargento Havers trotó hacia el coche. Su grito se desvaneció cuando Lynley corrió hacia el muro. Se agarró al borde, utilizó el cubo de basura para propulsarse y saltó.
Corría otra carretera detrás de la escuela. En su parte norte, estaba flanqueada por un muro. En la parte sur se alineaban casas modernas de ladrillo con puertas de seguridad electrónicas. Morían en una extensión de césped y árboles que bordeaba el río. Era la única posibilidad. Lynley corrió en aquella dirección.
Entró en el parque, que un letrero identificaba como Island Gardens. En el extremo este se alzaba un edificio de ladrillo circular, rematado por una cúpula blanca y verde. Un destello blanco se recortó contra los ladrillos rojos, y vio a Jimmy Copper, que forcejeaba con la puerta del edificio. Era un callejón sin salida, pensó Lynley. ¿Por qué querría el chico…? Miró a su izquierda, al otro lado del río, y comprendió. La huida les había conducido al túnel peatonal de Greenwich. Jimmy iba a cruzar el río.
Lynley aumentó su velocidad. En ese momento, el Bentley apareció por la esquina más alejada. Jean Cooper y la sargento Havers bajaron. Jean gritó su nombre. Jimmy forcejeó con la puerta del túnel. La puerta no se movió.
Lynley se acercaba a toda prisa desde el nordeste. La sargento Havers y Jean Cooper hacían lo mismo desde el noroeste. El muchacho miró en una dirección, luego en otra. Corrió hacia el este, paralelo al muro del río.
Lynley corrió en diagonal para interceptarle. Havers y Jean Cooper siguieron el camino. Jimmy, con un esfuerzo final, saltó sobre un banco y se subió a lo alto del muro. Se izó sobre la barandilla de hierro forjado color lima que separaba los jardines del río.
Lynley gritó su nombre.
Jean Cooper chilló.
Y Jimmy se lanzó al Támesis.
Lynley llegó antes al muro del río. Jimmy se debatía en el agua. La marea era alta, pero seguía llegando, de manera que la corriente fluía a gran velocidad de este a oeste.
Jean Cooper gritó el nombre de su hijo cuando llegó al muro del río. Se precipitó hacia la barandilla y empezó a trepar.
Lynley la empujó hacia Havers.
– Telefonee a la policía del río.
Se quitó la chaqueta y los zapatos.
– ¡Ese es el puente de Waterloo! -protestó Havers, mientras procuraba retener a Jean Cooper-. Nunca llegarán a tiempo.
– Hágalo.
Lynley subió al muro y se izó a la barandilla. El muchacho se debatía inútilmente en el río, estorbado por la corriente y su agotamiento. Lynley se dejó caer al otro lado de la barandilla. La cabeza de Jimmy se hundió bajo las aguas turbias.
Lynley se zambulló.
– ¡Tommy! ¡Mecagüen la leche! -oyó que gritaba Havers cuando chocó con el agua.
Estaba fría como el mar del Norte. Se movía con mayor rapidez de la que había sospechado cuando la miraba desde la seguridad del muro de Island Gardens. El viento azotaba la superficie. El flujo de la marea creaba una corriente de fondo. En cuanto Lynley ascendió a la superficie, se sintió arrastrado hacia el sudoeste, hacia el interior del río, pero no hacia la orilla opuesta.
Trató de mantenerse a flote a fuerza de brazos. Buscó al chico. Al otro lado del río vio la fachada de la escuela naval, y al oeste los palos del Cutty Sark. Incluso distinguió la salida del túnel peatonal de Greenwich. Pero no vio a Jimmy.
Dejó que la corriente le arrastrara, como habría hecho con el chico. Su corazón y su respiración mártir lleaban en sus oídos. Notaba las extremidades pesadas. Oyó gritos procedentes de Island Gardens, pero el viento, su corazón y sus pulmones jadeantes le impidieron entender qué decían.
Se retorció en el agua mientras le llevaba. Intentó localizar a Jimmy. No había barcos que pudieran acudir en su ayuda. Los cruceros de placer no se arriesgarían con aquel tiempo, y las últimas embarcaciones turísticas ya se habían retirado. Lo único que flotaba en la zona eran dos barcazas que ascendían lentamente el río, y se encontraban a trescientos metros de distancia, como mínimo, demasiado lejos para pedir auxilio, aunque hubieran podido alcanzar la velocidad suficiente para rescatar a tiempo a Lynley y al muchacho.
Una botella pasó a su lado. Su pie derecho pateó lo que parecía una red. Empezó a nadar con la corriente del río, hacia Greenwich, como Jimmy habría hecho.
Mantenía la cabeza inclinada. No paraba de mover brazos y piernas. Intentó respirar acompasadamente.
El agua tiraba de sus ropas y le arrastraba hacia el fondo. Se debatió, pero el esfuerzo le estaba agotando. Había corrido demasiado, trepado y saltado demasiado. La marea era insistente y fuerte. Tragó agua. Tosió.
Notó que se hundía. Se revolvió, ascendió. Jadeó en busca de aire. Sintió que volvía a hundirse.
Descubrió que casi no había nada bajo la superficie. Oscuridad. Burbujas de aire que escapaban de sus pulmones. Un tornado líquido en el que remolineaban restos enloquecidos. Verde sobre blanco sobre gris sobre pardo, sin fin.
Pensó en su padre. Casi podía verle, en la cubierta del Daze, al salir de Lamorna Cove. Decía: «Nunca confíes en el mar, Tommy. Es un amante que te traicionará en cuanto le des la menor oportunidad». Lynley quiso señalar que aquello no era el mar, sino un río, un río, por el amor de Dios, ¿quién podía ser tan estúpido como para ahogarse en un río? Pero su padre contestó: «Un río con mareas. Las mareas vienen del mar. Solo los idiotas confían en el mar». Y el agua le engulló.
Un velo negro cubrió su visión. Sus oídos rugían. Oyó la voz de su madre y la risa de su hermana. Después, la voz de Helen, inconfundible: «No sé, Tommy. No puedo darte la respuesta que quieres solo porque tú la quieres».
Joder, pensó. Aún ambivalente. Incluso ahora. Incluso ahora. Cuando ya no importaba. Nunca se decidiría. Nunca aceptaría. Maldita sea. Maldita sea.
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