Elizabeth George - Cenizas de Rencor

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Olivia Whitelaw ha vivido su vida como polo negativo de la de su autoritaria madre: esta quería que estudiase, pero ella dejó el instituto y se fue a vivir con un hombre casado, quien no tardó en dejarla a su vez. Abandonada y embarazada, su madre solo la readmitió en casa a condición de que abortase… Ahora quizá es demasiado tarde para enderezar su destino, pero no así para intentar comprender los extraños mecanismos psicológicos por los que una hija puede, aun en su rebeldía, vivir al compás de los caprichos de su madre. Para intentar comprender cómo los actos de una persona pueden venir invariablemente determinados por el criterio de otra. Y cómo una relación emocional tan enrarecida puede involucrar a otras personas e incluso dar lugar a un siniestro crimen… Por su parte, el inspector Linley tendrá que hilar muy fino para llegar al meollo de este amargo entramado de sentimientos.

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– No vale la pena -contestó Lynley.

– ¿Por qué? Acaba de decir que Gabriella es…

– Interrogar otra vez a Gabriella Patten no nos servirá de nada. Es el crimen perfecto, Barbara.

No añadió más. Barbara protestó.

– ¿Cómo puede ser perfecto? Tenemos a Jimmy. Tenemos un testigo. Vio…

– ¿Qué? -la interrumpió Lynley-. ¿A quién? Un coche azul que confundió con el Cavalier. Una mujer de cabello claro que confundió con su madre. Ningún fiscal acusaría a nadie basándose en ese testimonio. Y ningún jurado del mundo le declararía culpable.

Barbara había querido insistir en sus argumentaciones. Al fin y al cabo, tenían pruebas. Por endebles que fueran, aún tenían pruebas. El Benson y Hedges. Las cerillas utilizadas para armar el artilugio incendiario. Contarían para algo, sin duda. Sin embargo, vio que Lynley estaba agotado. Dedicaba las escasas fuerzas que le quedaban a controlar sus estremecimientos mientras conducía el Bentley por entre el tráfico matutino hasta New Scotland Yard. Cuando frenó al lado del Mini de Barbara en el aparcamiento subterráneo, repitió lo que ya había dicho al superintendente jefe Hillier. Pese a tener las mejores intenciones del mundo, Barbara debía prepararse para el hecho de que tal vez no pudieran concluir satisfactoriamente el caso.

– Incluso con la ayuda del muchacho, será un caso de conciencia -dijo-. Y puede que la conciencia no sea suficiente.

– ¿Para qué? -preguntó Barbara, poseída tanto por la necesidad de discutir como de comprender.

Pero Lynley apenas añadió nada más.

– Ahora no. Necesito un baño y cambiarme de ropa.

Se marchó.

Ahora, en Chalk Farm, mientras liberaba sus pies de los zapatos empapados en el umbral, intentó comprender su comentario sobre la conciencia, pero por más que daba vueltas a los datos y acontecimientos de los últimos días, siempre la guiaban en la misma dirección y no señalaban a nadie que necesitara tener conciencia sobre nada.

Al fin y al cabo, sabían que era un incendio intencionado, y sabían, por tanto, que era un asesinato. Tenían un cigarrillo que podía ser analizado para buscar muestras de saliva. Por más tiempo que tardara la gente de Ardery en terminar los análisis, si el incendiario había depositado suficiente saliva (bien, si Gabriella Patten la había depositado, porque Lynley, al parecer, se había decantado por ella desde el primer momento, en lugar de Jean Cooper), al final de los análisis sabrían algo sobre antigenes ABH, genotipo ABO y relaciones de la reacción Lewis. Siempre que, por supuesto, Gabriella Patten secretara. Si no, volverían a empezar, y deberían confiar en… ¿qué? ¿La conciencia? ¿La conciencia de Gabriella Patten? ¿Qué sentido tenía eso? ¿De veras esperaba Lynley que la mujer se sintiera impulsada a confesar que había asesinado a Kenneth Fleming porque la había dejado? ¿Cuándo lo haría? ¿Entre arrumaco y arrumaco con Guy Mollison, para apartar su mente del rechazo definitivo de Fleming? Mecagüen la leche, pensó Barbara. No era de extrañar que Lynley fuera diciendo que tal vez no podrían cerrar el caso.

Era un tipo de fracaso que ocurría a todo el mundo, pero nunca le había ocurrido a Lynley. Y, por asociación, como era el DIC con quien había trabajado más tiempo, tampoco le había pasado nunca a ella.

Sin embargo, no era el mejor de los casos en el que fracasar. No solo estaban los medios de comunicación obsesionados por el caso, provocando más interés público del que lograría el asesinato de alguien con una cara y un nombre menos conocidos, sino que también sus superiores de New Scotland Yard estaban entorpeciendo la investigación como escolares revoltosos. El interés combinado de medios de comunicación y superiores no prometía servir a los intereses de Lynley o Barbara. Garantizaba que perjudicaría a Lynley, porque casi desde el primer momento se había ceñido a un método que violaba un precepto de la eficacia policial: había decidido jugar con los medios y continuaba jugando con un objetivo misterioso, que hasta el momento no había logrado alcanzar. Garantizaba que perjudicaría a Barbara porque era culpable por asociación. Y el superintendente jefe Hillier se lo había indicado cuando quiso que estuviera presente en la única reunión celebrada con Lynley sobre el caso.

Casi podía escuchar la reprimenda que acompañaría a su siguiente evaluación de eficacia. «¿Expresó en voz alta una sola objeción, sargento Havers? Usted ocupa una posición subordinada en el tándem, cierto, pero ¿desde cuándo impide una posición subordinada expresar la opinión particular sobre una cuestión ética?» Al superintendente jefe Hillier le daría igual que Barbara sí hubiera expresado su opinión a Lynley durante la investigación. No lo había hecho abiertamente, lo cual significaba que no lo había hecho en la reunión convocada por Hillier.

A Hillier le habría gustado que ella hubiera subrayado a Lynley el hecho de qué los medios de comunicación eran unos amantes desastrosos. En el mejor de los casos, eran falsos, y manoseaban sin descanso el objeto de su deseo hasta conseguir saciarse. En el peor, eran mezquinos, tomaban lo que podían del objeto de su pasión y no dejaban nada cuando se quedaban satisfechos.

Pero ella no había dicho nada por el estilo. El barco se estaba hundiendo y ella se iba al fondo con la tripulación.

A ninguno de los dos les costaría su empleo. Todo el mundo esperaba que se produjera un fracaso de vez en cuando, pero fracasar a la luz implacable de la publicidad, publicidad que Lynley no hacía nada por evitar, que hasta alentaba sin ambages… Nadie lo olvidaría pronto, y mucho menos los mandamases que tenían el futuro de Barbara en la palma de su mano.

– Que les den por el culo a todos -murmuró Barbara mientras rebuscaba en el bolso la llave de la puerta. Estaba casi demasiado cansada para deprimirse.

Pero no lo bastante cansada. Encendió la luz de la casa y miró a su alrededor. Suspiró. Dios, qué vertedero. La nevera funcionaba, y era un consuelo, porque al menos había podido deshacerse del cubo, pero por lo demás, la estancia era poco más que una declaración de fracaso personal y ella lo sabía. Sola estaba escrito en todas partes. Cama individual. Mesa de comedor con dos sillas…, y dos era estirar la esperanza hasta el límite, ¿verdad, Barb? Una vieja fotografía escolar de un hermano muerto mucho tiempo atrás. Una instantánea de sus padres, uno muerto y la otra bastante más que algo demente. Una colección de novelas delgadas, capaces de ser leídas en dos horas, en las cuales hombres eternamente empalmados irrumpían en la gran rueda del amor y eran eternamente redimidos por la adoración de buenas mujeres, a quienes aquellos mismos hombres rodeaban en sus brazos, levantaban del suelo, acostaban en una cama o en un montón de paja. ¿Vivían felices por siempre, después de que los sollozos y las erecciones alcanzaban su apoteosis final? ¿Le sucedía a alguien, en realidad?

Déjalo, se dijo Barbara con rudeza. Estás cansada, estás mojada desde los muslos a los pies, estás hambrienta, estás preocupada, estás hecha un lío. Necesitas una ducha, que te darás ahora mismo. Necesitas un cuenco de sopa, que te tomarás nada más salir de la ducha. Necesitas telefonear a tu madre y decirle que el domingo irás a Greenford para dar un paseo por el ejido y hacer lo que a ella le apetezca. Y cuando hayas terminado, necesitas meterte en la cama, encender la luz de leer y zambullirte en los placeres del amor de segunda mano, muy sospechosos y siempre delegados.

– Exacto -afirmó.

Se quitó la ropa, la amontonó, entró en el cuarto de baño, dejó correr el agua de la ducha hasta que echó humo y se metió dentro con una botella de champú en la mano. Dejó qué el agua resbalara sobre su cuerpo y, mientras se frotaba vigorosamente el cuero cabelludo, cantó. Convirtió la noche en un repaso a viejos éxitos, en un tributo a. Buddy Holly. Y cuando hubo repasado «Peggy Sue», «That'U Be the Day», «Raining in My Heart» y «Rave On», entonó una elegía desafinada al grande entre los grandes con una versión espantosa de «American Pie». Estaba de pie, cubierta con su viejo albornoz y una toalla alrededor de la cabeza, ladrando «The daaaay the muuuuusic died» por última vez, cuando oyó que alguien llamaba. Dejó de cantar al instante. La llamada también enmudeció, pero volvió a empezar. Cuatro golpes decididos.' Venían de la puerta de la casa.

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