– ¿Madre? -llamé-. ¿Estás ahí? Soy Olivia.
Mi voz pareció desvanecerse entre los tapetes que colgaban de la repisa de la chimenea, sobre la pantalla de hierro y bronce de la chimenea, con los pelícanos apoyados sobre una sola pata que se contemplaban sobre ella, entre los mil y un grabados de las paredes, sobre la confusión victoriana de aquella estancia claustro-fóbica que, por algún motivo, parecía hacerse más claustrofóbica a medida que pasaba el tiempo, en plena oscuridad, mientras yo me decía respira respira respira, Livie, respira.
Era la casa, por supuesto. Sumirse de repente en la oscuridad dentro de aquel siniestro mausoleo era suficiente para que cualquier persona olvidara el sentido común.
Intenté recordar dónde estaba la lámpara más cercana al sofá. Las luces de las farolas de Staffordshire Terrace que se filtraban en el comedor formaban una cuña de luz sobre la alfombra del saloncito. Algunos objetos empezaron a cobrar forma: una guitarra en la pared, un reloj sobre la repisa de la chimenea, las esculturas seudogriegas sobre sus pedestales de mármol en dos esquinas de la sala, la horrorosa lámpara de pie con la pantalla adornada por borlas…
Sí. Allí estaba, al otro extremo del sofá. Me arrastré hacia ella e informé a mis brazos de que debían agarrarla. Me obedecieron. La encendí.
Recobré mi postura anterior y torcí el cuello para mirar por encima de otro sofá grande hacia la mesa de la ventana salediza, sobre la cual descansaba la lámpara. Seguí el cable con la mirada. Caía hacia la alfombra y continuaba hacia un enchufe colocado junto al borde de las cortinas. Vi que el cable estaba enchufado en un programador de tiempo, que a su vez iba conectado al enchufe.
Me felicité con un «Buen trabajo, Sherlock», después de lo cual me recliné contra el sofá y pensé en lo que podía hacer a continuación. Dejando aparte el BMW del garaje, era evidente que se habían marchado sin la menor intención de volver aquella noche, pero habían dejado encendidas las luces y el CD mediante programadores de tiempo para aparentar que estaban en casa y ahuyentar así a posibles revientapisos. De todos modos, pensé que habrían debido transportar el botín al Victoria y Albert. De hecho, si yo me hubiera hecho una escapada romántica con mi joven amante, habría dejado la puerta abierta de par en par, con la esperanza de que alguien limpiara la casa y me ahorrara la molestia.
Por primera vez, me pregunté cómo sería capaz de manipular una silla de ruedas por aquellas habitaciones si se presentaba la ocasión. Al contrario que las de la barcaza, las puertas eran bastante amplias, pero el resto de la mansión era como una carrera de obstáculos. Empecé a sentirme inquieta. Se me antojó que mi futuro no me esperaba en Staffordshire Terrace con mi madre y su novio, sino en un asilo o en un hospital de pasillos amplios, habitaciones desnudas y enfermos terminales plantados delante de la tele, esperando el fin.
Bien, ¿y qué?, pensé. ¿A quién le importa? La cuestión es explicar la película a mi madre, para que cuando Chris y yo necesitemos ayuda, la ofrezca como mejor decida. Hospital, asilo, un piso para mí sola donde acomodar la parafernalia médica que iría adquiriendo a toda velocidad, una cuenta bancaria de la que sacar fondos para mis cuidados, un cheque en blanco encontrado en el buzón una vez al mes. Solo tenía que ayudarnos a salir del mal trago. Y lo haría, ¿verdad?, en cuanto se enterara de todo.
Lo cual significaba que debería decirle lo de la ELA, sin referencias veladas a mi estado. Lo cual significaba que debería conmover su corazoncito. Lo cual significaba que debería hablar con ella en presencia de Kenneth Fleming. ¿Dónde estarían, por cierto? Consulté mi reloj. Casi las doce y media.
Apoyé la cabeza sobre el brazo del sofá y contemplé el techo, cubierto de papel pintado William Morris, al igual que las paredes. El dibujo, como el del comedor, reproducía granadas, la fruta mágica. Come una semilla rojo rubí y… ¿qué? ¿Pide un deseo? ¿Tus sueños se convertirán en realidad? No me acordaba. No me habrían ido mal una o dos granadas.
Bien, pensé, el plan se ha ido a la mierda. Tendré que telefonear a Max para que venga a buscarme. Tendré que inventar una excusa para Chris. Tendré que desarrollar el Plan B. Tendré que…
El teléfono sonó y me despertó por completo de la modorra en que me había sumido. Estaba sobre la mesa de la ventana. Escuché los timbrazos y me pregunté si debería… Bueno, ¿por qué no? Igual podían ser Chris o Max, para averiguar cómo me iba en la guarida del león. Debería tranquilizarles. Una perfecta oportunidad para mentir. Alcancé mi andador, me puse en pie, esquivé el sofá grande y llegué al teléfono cuando completaba su duodécimo timbrazo. Lo descolgué.
– ¿Sí? _
Oí música de fondo, como desde una gran distancia: guitarra clásica, alguien que cantaba en español. Después, algo tintineó contra el teléfono. Oí un jadeo áspero.
– ¿Sí? -repetí.
– Puta -dijo una voz de mujer-. Puta repugnante. Ya tienes lo que querías. -Parecía medio borracha-. Pero aún no ha terminado. Aún… no… ha… terminado. ¿Lo comprendes? Eres una bruja asquerosa. ¿Quién te crees…?
– ¿Quién es?
Una carcajada. Una inhalación enérgica.
– Sabes muy bien quién soy. Espera y verás, abuelita. Atranca puertas y ventanas. Espera… y… verás.
La mujer cortó la comunicación. Colgué. Me froté la mano con la pernera de los tejanos y contemplé el teléfono. Debía de estar bebida. Debía de estar necesitada de un desahogo. Debía de estar… No lo sabía. Temblé y me pregunté por qué temblaba. No tenía nada de qué preocuparme. Al menos, eso pensaba yo.
De todos modos, tal vez debería telefonear a Max. Volver a la barcaza. Regresar en otro momento. Porque era evidente que mi madre y Kenneth no volverían en toda la noche, quizá en días. Ya volvería.
Pero ¿cuándo, cuándo? ¿Cuántas semanas quedaban antes de que la silla de ruedas fuera imprescindible y mi vida en la barcaza llegara a su fin? ¿Cuántas oportunidades más tendría antes de ese momento, cuando Chris paticipara en un asalto y pudiera afirmar otra vez que me había citado con mi madre a solas? Nada estaba saliendo como yo había planeado.
Me enloquecía pensar en volver a engañar a Chris de aquella manera.
Suspiré. Si el Plan A no funcionaba, habría que probar el Plan B. Vi el escritorio de mi madre cerca de la puerta que daba al comedor. En los cajones encontraría pluma y papel. Le escribiría una carta. No tendría el mismo poder de sorpresa, pero era inevitable.
Encontré lo que buscaba, me senté y empecé a escribir. Estaba cansada, mis dedos se negaban a colaborar. Después de cada párrafo, tenía que parar para descansar. Iba por la cuarta página cuando descansar mis dedos se convirtió en descansar mis ojos se convirtió en descansar mi cabeza sobre la superficie del escritorio. Cinco minutos, pensé. Dejadme cinco minutos, y luego continuaré.
El sueño me condujo al último piso de la casa, a mi antigua habitación. Llevaba mis mochilas, pero cuando las abrí para vaciarlas, no contenían ropa, sino los cuerpos de aquellos gatitos que habíamos rescatado del experimento con espinas dorsales. Pensaba que estaban muertos, pero no. Empezaron a arrastrarse sobre la colcha de la cama, con sus patitas traseras retorcidas e inútiles detrás de ellos. Intenté levantarlos. Sabía que debía ocultarlos antes de que mi madre llegara, pero cada vez que me apoderaba de un gatito, aparecía otro. Estaban debajo de las almohadas y en el suelo. Cuando abrí un cajón de la cómoda para ocultarlos, ya se habían multiplicado en su interior. Y luego, de esa forma grotesca que adoptan los sueños, apareció Richie Brewster. Estábamos en la habitación de mi madre. Estábamos en su cama. Richie tocaba el saxo con una serpiente sobre el hombro. Reptó sobre su pecho y se metió debajo de las sábanas. Richie sonrió, hizo un gesto con el saxo y dijo «Chupa, nena. Chupa, Liv», y comprendí qué quería, pero tenía miedo de la serpiente y miedo dé lo que pasaría si mi madre entraba y nos veía en su cama, pero de todos modos metí la cabeza debajo de las sábanas, hice lo que él deseaba, pero cuando dijo «Hummm hummm hummm» con un gruñido, levanté la cabeza y vi que era mi padre. Sonrió y abrió la boca para hablar. De ella surgió la serpiente. Pegué un bote y desperté.
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